Antonio Jiménez Lamarca, estudiante de Cou
Hago caso ahora de la orden que me di en una anotación de 1993: “compara la posición del sofista Critias con la de Carlos Marx a propósito de la función social de la religión”. Hoy hablaría más bien de la “función política” de la religión.
El texto de Critias, uno de los escasos fragmentos que han conservado los doxógrafos de su desaparecida obra Sísifo, me sigue pareciendo extraordinariamente relevante:
«Hubo una época en que la vida de los hombres era desordenada, sometida a impulsos brutales; en ella no había recompensa para la virtud ni castigo para el malvado. Entonces los hombres inventaron las leyes para que prevaleciera la justicia. Pero con ello no se impedía que los crímenes se cometieran en secreto. Por ello alguien, muy sabio e inteligente, descubrió el temor a los dioses para contener la perversidad, amedrentando a los malvados».
Lo mismo podría haberse justificado la religión, o postularse la existencia de Dios, como garantía de una recompensa para el virtuoso, según el principio de esperanza, que como seguridad de un castigo para el malvado, según el principio del temor.
El temor nos hace prudentes. El temor de Dios bien podría hacernos absolutamente prudentes. 'Timor Dei principium sapientiae'. Esta terrible frase aparece en el claustro de la Universidad de Baeza. Y sería verdadera, si no fuese porque en boca de Dios –que permanece mudo- se pueden poner las mayores tonterías, humanas demasiado humanas. Así pues, no Dios, sino los mandamientos que se atribuyen a Dios, pueden convertirnos también en temerarios, en fanáticos.
Pero hay un fondo de verdad en el pensamiento de Critias, que no se deja objetar tan fácilmente. El reconocimiento de un poder más allá de nosotros mismos contiene, refrena, la perversidad ególatra y hasta cruel en que suele situarnos el egocentrismo, el narcisismo o la soberbia (para los griegos, hybris). Ni siquiera es necesario que este poder se invista con las características trascendentes de lo divino o se sitúe más allá del tiempo y del espacio. Hoy podemos pensar en la Naturaleza como en un poder que podemos hasta cierto punto controlar, pero al que sin remedio debemos someternos, porque nos va en ello nuestra supervivencia como seres genuina y radicalmente naturales. Hablamos por ello de economía sostenible, es decir, de una acción humana que armonice con la conservación del medio natural y lo sostenga.
La ley no basta para contenernos –dice el sofista. Quien hace la ley hace la trampa. Puedo tirar el residuo al río si la administración no me vigila, si el Estado es débil, si las sanciones son ridículas. Sería necesario que temiésemos de verdad a la Naturaleza (o a los dioses, fondo o causa misteriosa de la Naturaleza). Su poder vengador –el de los dioses o el de la Naturaleza- puede leerse en las catástrofes naturales que provocan nuestros desvaríos consumistas o despilfarradores, nuestra incapacidad para ajustarnos a sus límites.
La concepción marxiana de la religión funde ambos aspectos en uno. Como ideología, la religión es falsa esperanza, interesada ilusión, control de las mentalidades menesterosas; pero también: bálsamo para el pobre, esperanza en una restitución trascendente de lo que, en esta vida, el amo, el señor o el capital, le expropian al trabajador.
Hay una gran diferencia entre la actitud del sofista y la del revolucionario. El sofista se limita a describir la función política de la religión como algo inevitale, esa función policial que vio muy bien Napoleón, si es verdad que dijo aquello de que cada sacerdote le evitaba el gasto en un montón de policías… En efecto, muchos seres humanos se agarran a la imaginaria luz de Dios para no perderse, para contenerse, para buscar su salvación, antes o después de la droga, incluso como si la religión fuese un potente, relativamente inocuo, analgésico: un bálsamo, esto es, un consuelo.
El revolucionario marxista cree que la religión desaparecerá en cuanto se acabe el sufrimiento que genera la propiedad privada. Muerto el perro, se acabaron las pulgas y la rabia. Sin embargo, es muy dudoso que ninguna sociedad, por igualitaria y justa que sea, acabe alguna vez con el perro del sufrimiento estéril y, sobre todo, con el dolor que causa la injusticia. Y la Naturaleza, hay que decirlo, como la sociedad, tampoco es justa. A la naturaleza la justicia le importa menos que un comino. Unos nacen con estrella, otros estrellados y otros para que los estrellen.
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