Si Unamuno opone básicamente la razón a la vida; Ortega
busca su armónica integración. Para Unamuno, el hombre de carne y hueso que
filosofa lo hace con la voluntad y el sentimiento. La filosofía es para el
españolísimo vasco ciencia de la tragedia de la vida, reflexión de su
sentimiento trágico. Este sentido dista mucho del sentido jovial que propone
Ortega para el pensar racional: del patetismo agonístico (Unamuno) al
deportivismo heroico (Ortega).
Ortega reprochó siempre al existencialismo (corriente en la
que muchos incluyen a Unamuno) su complacencia con las formas
melodramáticas y equívocas de filosofar, así como su reducción de la filosofía
a mero compromiso o testimonio de creencias (engagement). Para Ortega importa
más la verdad que el compromiso, si bien las verdades valen, sobre todo, para autentificar la
vida. Por eso, la filosofía es un ejercicio de contemplación no exento del tono
vital propio de Jove, o sea de Júpiter:
la jovialidad, el aire de fiesta fundado en el impulso erótico hacia lo
perfecto.
Como Unamuno, Ortega parte también del hombre de carne y
hueso, pero para el madrileño el carácter problemático de la existencia
inmediata exige de la filosofía una práctica salvadora, la búsqueda de la
seguridad que procede de la claridad del concepto, es decir, el régimen de la
libertad, pues la autosuficiencia, autarquía y autonomía, no es posible
sino mediante la posesión de la circunstancia que procura el descubrimiento de
un sentido por parte de la conciencia. La filosofía realiza así el apetito de
libertad que germina ya, como un obscuro deseo, en el germen mismo de la vida. La
filosofía es el método de la libertad.
Por eso, como decía Platón, “sólo filosofan los hombres libres”. La filosofía
eleva a conciencia el contenido sustancial de la vida.