Un análisis de Hegel
Para el profesor Pedro Cerezo[1]
es injusto interpretar el modelo especulativo de la filosofía hegeliana como un
idealismo contemplativo y reaccionario. La descalificación del idealismo de
Hegel se ha centrado en su consideración como:
1. Visión: La
especulación hegeliana se ha descalificado como un mero reflejo, a modo de
espejo (speculum), la contemplación
pasiva de un orden racional o presuntamente racional ya dado en lo acaecido en
la historia, un simple re-conocer (y de paso justificar) lo ya acontecido (“todo
lo real es racional”).
2. Construcción: Se
ha descrito negativamente la filosofía de Hegel como un pensamiento en el
vacío, fantasmagórico, una especie de construcción subjetivo-ideal del mundo.
3. Manipulación: Y
partiendo del significado mercantil del término “especulación”, como acción que
altera el sentido de lo real, se ha visto en su dialéctica del espíritu una
modificación ideal, una mistificación, que asigna un nuevo valor, irreal e
imaginario, a las cosas.
O sea, el idealismo
absoluto quiere hacer pasar sus visiones por realidades (1.), confunde la
lógica de su pensamiento con la génesis de lo real (2.) y sublima lo real para
hacerlo compatible con la dinámica de la idea, para asignarle un plus de sentido
y valor que fuerce a reconocer que las cosas sean tal y como aparecen en el
cielo de la visión reconciliada del espíritu (3.).
Feuerbach ha sido el primero en propagar esta versión platonizante del hegelianismo, que ha
aparecido así como un pensar ebrio e incontinente, una contemplación conceptual
pero en el fondo criptoteológica (teología disfrazada de filosofía), un saber
soteriológico y místico cuyo asunto es el drama histórico del Espíritu o de la Idea,
haciéndose carne efectiva en el mundo, como Dios se hace hombre para redimirnos
por nuestros pecados. El espíritu que se consuma en la última mirada que asume
y guarda así su historia “sida”. El propio Hegel parece legitimar esta
concepción al definir la acción propia del saber como un “recuerdo”.
Pedro Cerezo Galán |
De este modo, el idealismo absoluto hegeliano rehuiría el
enfrentamiento con el lado sensible, indigente y concreto de la vida -en
opinión de Marx-, enmascararía la irracionalidad de la existencia misma de la
explotación del hombre por el hombre, ensimismado como estuvo en la actividad
teórica del espíritu puro, contemplándose a sí mismo como Narciso en el
torrente de la historia. El vuelo del mochuelo de Minerva sería un elegante
adorno tauromáquico para la galería academicista, ¡a toro pasado!, una justificación
ideológica a posteriori.
¿Cómo se puede garantizar críticamente que esa contemplación
filosófica no sea más que una invención del espíritu, un producto inconsciente
que tiene por única función garantizarse el gozo o consuelo de una visión
razonable del mundo? A fin de cuentas, la figura geométrica del círculo es el blasón y símbolo de la
filosofía del espíritu, de un pensamiento que se erige en absoluto porque no sale de sí mismo.
Heidegger, Merleau-Ponty o Popper han descalificado a Hegel.
Heidegger ve en el sistema del idealismo absoluto un aseguramiento
lógico-racional del mundo que expresa la voluntad de poder; para Merleau-Ponty
el hegelianismo no es más que una afirmación autoritaria y gozosa de la
autonomía del espíritu a costa de separarse de lo concreto; Popper denuncia el
dogmatismo hegeliano, pues la tesis de que la “mente es el mundo” supone una
construcción lógica a priori; y denuncia también su
historicismo, pues contiene una necesidad histórica y determinista, antiliberal.
Para Marx, la especulación hegeliana compensa las carencias
del mundo real, es decir, se trata de un enmascaramiento, un falseamiento, una
sublimación, una mistificación, es ideología:
falsa conciencia, un saber ajeno a la objetividad científica, apariencial y
dóxico. La supresión de “la ideología alemana” será condición de un pensamiento
realista, de una inversión materialista de la dialéctica, de un pensar comprometido
con la práctica revolucionaria obrera.
A juicio del profesor Cerezo, y para justificar estas
interpretaciones críticas e hipercríticas del saber hegeliano, se pueden
siempre ofrecer un montón de textos, pero Hegel puede esquivar los ataques si
profundizamos en el sentido hegeliano de sus términos. Aplicamos el “principio
de caridad interpretativa” (Davidson) para hacer una lectura positiva de la
especulación hegeliana[2].
En lugar de la visión como reflejo mimético, el primado de la reflexión que asume lo inmediatamente
dado y lo somete a progresivas mediaciones para descubrir su sentido en
profundidad o su espesor ontológico (1.). Esta reflexión es una construcción metódica progresiva, no
como un apriorismo idealista, sino como el propio movimiento negativo de
diferenciación de lo real (2.), que no se expresa en la producción irreal de su
valor o su manipulación ideológica, sino en el trabajo del concepto como génesis histórica y concreta de sentido
(3.).
En consecuencia, la especulación es una actividad práctica,
entregada a la necesidad de lo real, y halla su libertad en dejarlo ser lo que
es y en dejarse ser, abandonándose a la experiencia dialéctica de la cosa misma.
¿Cómo pensar la teoría como praxis? Por teoría entendemos el
modo de conciencia que presenta la forma de la necesidad y la universalidad.
Cuando se afirma que tal teoría es una praxis
se dice que sólo puede llevarse a cabo por mor de un compromiso, consciente y
lúcido, por lo real: voluntad de realidad que es voluntad de razón, actividad
de realización de lo racional y de racionalización de lo real, como dos tiempos
de un mismo movimiento pensante. Si todo lo real es racional, también todo lo
racional es real, o sea, puede llegarse a producir.
La praxis es
entonces actividad reflexiva, constructiva y transformadora, no meramente
poyética, sino práctica, inmanente, formativa. El nombre propio de esta praxis
filosófica es el de libertad. Pensar
no es un divagar arbitrario ni un representar mimético, sino un poner cada cosa
en la forma de la universalidad.
No es posible pensar-se sin pensar lo otro en sí, ni por
consiguiente elevarse a la forma universal del “sí mismo” sin producir
conjuntamente la universalidad de lo real. Lo universal no está inmediatamente
dado, sino que es preciso producirlo. Hegel recusa así todo tipo de
inmediatismo y positivismo. La filosofía no es posible sin experiencia, en la
acepción más amplia del sentido común. Pero si la experiencia es la primera
conciencia, la reflexión es una especie de conciencia segunda: una
metaconciencia. Así, la filosofía puede ser definida como la consideración
reflexiva de los objetos. Acrisola lo dado objetualmente en la experiencia y lo
eleva a la necesidad y la universalidad gracias al pensamiento. Para ello es
necesario dejar ser a la cosa según la ley de su propio dinamismo.
La reflexión conforma e
informa lo inmediatamente dado, pero
no se trata de una información por cuños extraños, subjetivos, como si la
conformación del objeto fuese un constructo sintético al modo kantiano. Hegel
recusa la escisión kantiana de conciencia y ser, que priva al objeto del
pensamiento de todo valor ontológico. El idealismo de Kant es reflexivo, descubre
las condiciones de posibilidad de lo objetivo, pero está viciado por la
dimensión de la finitud, que lo separa de nuevo del noúmeno, del ser-en-sí, pues no ofrece un método que permita
aproximar e identificar la razón con la realidad, con el ser-en-sí. Se trata
para Hegel de un idealismo contradictorio, pues, para Kant, lo objetivo acaba
no siendo la realidad de la razón.
Hegel también refuta la otra forma de reflexión externa, la
metafísico-eleática, en la que el momento de la universalidad se pone sólo en
la forma abstracta e indeterminada del ser. Una y otra, la kantiana y la
parmenídea, son unilaterales. Kant reflexiona en un yo vacío, dejando fuera al
ser; Parménides reflexiona en el ser vacío como si fuera extrínseco al pensar.
En ambos casos se descarta la diferencia y el valor de lo negativo.
La reflexión interna
hegeliana no se propone fundamentar críticamente la experiencia objetiva, ni
metafísicamente, sino conceptualmente,
de modo que la relación sujeto-objeto adquiera a lo largo de su
desenvolvimiento interno el carácter absoluto y universal de la vida del
espíritu, la actividad del sujeto que llega a ser objeto para sí mismo. Hegel
parte de la unidad indisoluble del sujeto y el objeto, tal como es dada a la conciencia
natural: la síntesis suprema del en-sí y el para-sí, en la figura del espíritu,
su “existencia verdadera”.
Al asumir la experiencia ordinaria, la reflexión la
transmuta en experiencia dialéctica, a través del dolor de la negatividad. La experiencia dialéctica de la
destrucción y la muerte de la experiencia ordinaria le confiere así un más alto
grado de sentido y organización, como la vida renace transfigurada, según la imagen
cristiana de la resurrección, cuando atraviesa la sima de la muerte.
Esta conformación (Bildung)
de la conciencia natural, que se descubre como humanidad, como subjetividad
universal, anima racionalmente el mundo, al poblarlo de su intención y sentido.
¿No es el esfuerzo y el trabajo de la praxis histórica? Es el sentido mismo del
progreso, el gran dogma y relato
metafísico de la modernidad. La diferencia entre lo absoluto de la razón, que es, y lo relativo y particular en
que se encuentra emplazada (ubicada hic
et nunc) constituye la interna tensión que la anima y el principio de su
movimiento. La historia es la historia de la razón y la razón es así la
racionalidad en su historia. Cuando la razón progresa hacia lo otro, regresa al
centro de su simple sí mismo, con el botín del universo (lo universal y
necesario). En medio de su desesperación, la conciencia encuentra el camino de
su propia verdad.
Hegel formula esta experiencia agónica de muerte y
resurrección de un modo insuperable:
“El espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento. El espíritu no es esta potencia como lo positivo se aparta de lo negativo, como cuando decimos de algo que no es nada o que es falso y, hecho esto, pasamos sin más a otra cosa, sino que sólo es esta potencia cuando mira cara a cara a lo negativo y permanece cerca de ello. Esta permanencia es la fuerza mágica que hace que lo negativo vuelva a ser”[3].
La libertad práctica se despliega como conciencia de
universalidad, y la reflexión interna
como conversión de la conciencia hacia sí misma, como vuelta de la conciencia
sobre sí, en forma de autoconciencia, pero como toda conciencia-de implica un determinado mundo, su praxis resulta ser
una transformación del mundo inmediato en mundo histórico racional y universal,
esto es, en mundo histórico absoluto. Y no pueden separarse estos dos momentos –conciencia
y mundo- sin destruir lo específico del pensamiento dialéctico.
La formación reflexiva, vista desde el ángulo del espíritu
universal como la sustancia, significa que ésta se da su autoconciencia y hace
brotar dentro de sí misma su devenir y su reflexión. Si la reflexión expresa un
retorno sobre sí de la unidad sustancia-sujeto, este momento implica también
una externación, un desdoblamiento, una enajenación o entrega a la exterioridad
objetiva de la sustancia.
Lo fundamental para Hegel es pensar la unidad viva de lo múltiple, es decir, la unidad de este
movimiento que parecen realizar por su cuenta cada uno de los sujetos (la
conciencia y la sustancia). Lo negativo actúa aquí como motor de cambio, tanto
en las actitudes del sujeto, entregado a lo otro de sí, como en la sustancia,
puesta fuera de sí o expuesta por el movimiento crítico del sujeto. La unidad
de pensar y ser (o de razón y realidad) no está dada metafísicamente en el
concepto de ser (como en Parménides), que es el más pobre de todos, ni
crítico-antropológicamente en el “yo trascendental” kantiano, el marco vacío
del sentir y el entender, sino que hay que producirla conceptualmente, como la
unidad de sustancia y sujeto, y, por
tanto, labrarla históricamente como la identidad de realidad y razón, como el
producto histórico de la racionalización de lo real.
La reflexión interna, la interiorización filosófica del
devenir, condensa y concentra el saber en la identidad concreta de la
subjetividad universal y de la sustancia racional del mundo. El regreso del
espíritu a sí mismo a través de la experiencia de su enajenación, cuando
abandona su ser allí y confía su
figura al recuerdo. Esta apuesta por
la memoria histórica no resulta ser
un mero memorial del pasado, como supone la crítica de Feuerbach, perdiendo así
todo su potencial crítico-revolucionario.
No se trata de una primacía de la teoría sobre la praxis, de
la contemplación filosófica sobre la acción política. Porque:
1) Este recuerdo no es una actitud pasiva, sino un
mantenerse en el presente actual a través de lo sido (gewesen), un apropiarse
de la profundidad del presente y de sus internas virtualidades sabiendo de
dónde venimos, en contraste con cualquier actualismo bárbaro.
2) El recuerdo retiene lo ya desentrañado y así lo mantiene
en su vigor perdurable: la racionalización de la sustancia y la
sustancialización de la razón. No hay un saber al margen de la praxis real de
transformación del mundo y de realización de la libertad.
3) El recordar no es ni meramente subjetivo ni sólo imaginativo,
pues para Hegel el recuerdo es lo interior y la forma superior de la sustancia
en la interpretación histórica de la sustancia. El recuerdo es la forma
específica en que el presente puede ser creador, recreando lo sido y transcendiéndose
hacia un nuevo futuro.
El recuerdo, en
fin, conserva y reproduce la autonomía y estabilidad de la existencia histórica, que puede vivir de sí misma, sin recurrir a
ningún otro origen trascendente del sentido y del valor.
La filosofía es reflexión a la luz del recuerdo, pero
también construcción. La
construcción dialéctica no es ni un cúmulo de extravagancias ni una
construcción meramente formal. Como se sabe, Hegel critica en el prólogo de la Fenomenología del Espíritu “el movimiento
de la demostración matemática” como una “operación exterior a la cosa”. El
conocimiento matemático, cuyo fin o concepto es la magnitud, la diferencia no esencial, sólo representa el devenir del
ser allí y no el conocimiento del
devenir de la esencia o de la
naturaleza interna de la cosa. El conocimiento filosófico, por su parte,
unifica esos dos movimientos particulares.
La materia sobre la cual ofrece la matemática un tesoro
grato de verdades es el espacio y lo uno. El espacio es el ser allí en lo que
el concepto inscribe sus diferencias como en un elemento vacío y muerto,
diferencias también inmóviles e inertes, pues lo real no es algo espacial a la
manera en que lo considera la matemática. La forma de la evidencia matemática
se desarrolla por la línea de a igualdad,
pues lo muerto, al no moverse por sí mismo, no logra llegar a la diferenciación de la esencia ni a la
contraposición esencial o desigualdad; no llega por tanto a lo cualitativo, a
lo inmanente, al automovimiento.
Para Hegel, la matemática pura no establece tampoco el tiempo. Trata de él, como trata del
movimiento y otras cosas reales, pero toma de la experiencia los principios
sintéticos y se limita a aplicar sus fórmulas a estos supuestos. Los límites de
la matemática ponen de manifiesto la necesidad de otro tipo de saber en cuanto
al tiempo, cuando éste no es otra cosa que el concepto mismo en su existencia,
la pura inquietud de la vida y de la absoluta diferenciación, donde ninguna
paloma es exactamente igual a otra paloma, o sea 1 ¹ 1. La matemática “rebaja lo que
se mueve a sí mismo a materia, para poder tener en ella un contenido indiferente,
externo y carente de vida”.
O sea, el pensamiento esquemático de la matemática nunca nos
da el ritmo y el pulso interior del desarrollo de la realidad. Porque no se
trata de conocer fenómenos, sino de penetrar noúmenos, realidades inteligibles,
donde la única realidad verdadera es el proceso histórico de la síntesis
sustancia-sujeto.
Para Cerezo, Hegel, a pesar de la herencia aristotélica que
pesa sobre él, no plantea el problema
del ser en la physis griega, sino en
el pneuma cristiano, en la vida del
espíritu (Geist), como poder de
decisión infinita y de vivificación de lo real, la palabra creadora y
comunitaria. Hemos pasado así del orden de la naturaleza al orden de la
historia, de la sustancia-cosa a la sustancia-sujeto como un proceso de
configuración viviente: el de la realización teórica y práctica de la libertad.
En esta construcción, el a
priori sólo es activo en síntesis con lo a posteriori –el mundo-, y como unidad heterológica, no meramente
tautológica y formal. Diferencia sus momentos y determinaciones y los comprende
y asume en la conciencia de sí mismo. De la construcción matemática como
demostración formal se pasa a la construcción real histórica. En efecto, el
gran descubrimiento de Hegel es la razón
histórica, en todo su hondo y romántico dramatismo. El mundo histórico
aparece así como un mundo humano no regido por el azar o la pasión, sino por la
fuerza universal y libre del pensamiento, o la pasión de la razón ante el
sin-sentido. La historia es la construcción dramática de la razón, inscrita en la
sustancia material del mundo, en la que el “poder de lo negativo” rige todo el
dinamismo del proceso. En la historia, que no progresa por golpes
voluntaristas, sino por crisis de desesperación, esa pavorosa noche escéptica
del desengaño de los pueblos es el paso angosto necesario para que se levante
la aurora, así como el escepticismo es condición necesaria para poder examinar
lo que es verdad.
La razón y la libertad son, en fin, históricamente maduras,
el rigor de la determinación, que se atreve a traer al ser, lo que debe ser,
porque puede llegar a ser desde el corazón de la necesidad de la cosa misma. Es
evidente que Marx hereda de Hegel este concepto de necesidad histórica, aunque
lo aplique sólo a la infraestructura de las fuerzas productivas en su
dialéctica con las relaciones de producción.
La filosofía es reflexión, construcción, y transformación. De ahí que el pensamiento
sea tomado por Hegel como un genuino trabajo apartándose de una concepción
señorial de la filosofía, el yo señorial del espíritu puro que vive en la
perfecta fruición de sí mismo, usando al esclavo-cuerpo como medio y elemento
de subsistencia y trato con lo real. Hegel intenta remediar esta grave escisión
cartesiana de pensamiento y extensión, o de conciencia y mundo, al tomar como
esencia del pensamiento la acción productiva, laboral. El ser para-sí se
realiza y densifica en el en-sí real. La unidad de uno y otro no está postulada
metafísicamente, sino producida desde el trabajo del pensamiento.
Aquí aparece la dimensión activa del concepto, en abierta oposición
a la lógica predicativa. No se tienen conceptos de las cosas como quien guarda
monedas acuñadas con un determinado valor de realidad, sino que el pensamiento
en su acción es el concepto de la cosa, al producirla y exhibirla
racionalmente. Así el yo en el mundo produce históricamente sentido. La acción
pensante es el trabajo que fragua la universalidad del espíritu en la
particularidad de lo contingente o que eleva lo a posteriori a la forma de la necesidad y la universalidad.
El hacer del espíritu queda descrito en la Fenomenología del espíritu en el
progreso que va desde la libertad estoica, que mantiene abstracta y formalmente
la libertad del espíritu y se abstiene de tomar parte en la obra del mundo, pasando
por la la libertad escéptica, como poder negativo de la libertad, y de ésta a
la libertad real y concreta –la libertas
cristiana para Hegel- que siente su esencia inmutable, universal y necesaria, y
la busca en el apetecer en el trabajo, en el deseo y en la obra conformadora
del mundo, donde encuentra el medio para su autonomía racional.
El imperativo es el empeño en la conservación racional del
mundo: la epopeya del hombre moderno, como conquista de la racionalidad de la
naturaleza y del orden social. Por eso Hegel define la razón como un obrar (Tun) y al espíritu como “actuosidad”. La
acción histórica es el tránsito del en-sí al para-sí. La vieja unidad eleática
de pensar y ser ha quedado suplantada por esta nueva identidad concreta, en la
cosa misma, como cosa producida (Sache)
de la razón y la realidad, una realidad histórica y dialéctica, asunto público
y común con consistencia social e institucional, donde el reconocimiento de las
autoconciencias se lleva a cabo en la forma de una “voluntad general”.
Hegel rechaza así cualquier interpretación naturalista del
hombre, el verdadero ser del hombre es su obrar, trabajo en el sentido de
transformación del medio para satisfacer necesidades, que implica una dimensión
universal, de conocimiento, acuerdo y cooperación racional. Por lo tanto, la
libertad para el hombre moderno, que
Hegel representa paradigmáticamente, no es una mera actitud de conciencia, sino
una efectiva y concreta praxis revolucionaria de transformación del mundo en
universo racional. La razón realizada en obra común es justamente el espíritu,
y no una vaga entelequia inaprensible o una mera abstracción idealista. Ya que
el espíritu no puede alcanzar su perfección como espíritu autoconsciente (saber
absoluto) antes de haberse completado en sí como espíritu del mundo, la
filosofía es sabiduría mundana y temporal.
Toda filosofía es hija
de su tiempo, porque nadie puede saltar sobre su propia sombra. Así libera
Hegel a la filosofía de un doble riesgo: la de ser una mera arqueología del
saber y la de convertirla en mera profecía utópica, desprovista de gravedad
existencial, al proponer un debe-ser subjetivo e imaginativo frente a las
exigencias internas de lo que realmente es y somos. Arcaísmo y progresismo son
dos actitudes de fuga. Lo racional no es un mundo periclitado, ni un mundo
aparte, no es otro mundo, sino la interna densidad ontológica y ética del
nuestro. La filosofía es ante todo comprensión de lo presente y no la erección
de un “más allá”. Su fidelidad a su presente histórico es condición de un
pensamiento verdaderamente creador y crítico.
La filosofía como acuñación de una cultura la marca y la
hace identificable en su sentido y valor. Este es el espíritu del tiempo. Y es cierto que la filosofía siempre llega con
retraso, en la tarde de la cultura, cuando se ha apagado el vigor y la lozanía
de un pueblo. La filosofía firma así el balance, cuando las fuerzas de la fe
primitiva declinan. Como saber crítico trae los temas y problemas de su tiempo
ante el tribunal de la razón, y entonces toda una época no sólo queda sabida
sino también juzgada con el último toque de la conciencia.
La reflexión crítica es así también el comienzo y el medio
de la salud, pues establece la diferencia inmanente al espíritu entre su
realidad dada (los logros de una cultura) y su ser en sí, lo que es de derecho
o en sí mismo, como capacidad infinita de libertad y de razón. En cierto modo,
la filosofía llega demasiado tarde, pero también es condición convocatoria de
un nuevo mundo, la primacía de un nuevo amanecer.
Por eso sólo prende en tiempos de gestación. El filosofar
fecunda con su principio universal a su propio tiempo y lo madura para el
cambio mediante la experiencia de la nihilidad. Cuando ya no hay más armonía interior
entre lo que desea el espíritu y lo que debe satisfacerlo es entonces cuando
llega la filosofía, “cuando la exigencia de lo ideal ha llegado a ser poderosa”
(Lecciones sobre la historia de la
filosofía).
En esto ve Cerezo una curiosa circularidad dialéctica:
“Nada puede ser entendido si antes no es problematizado. Pero no hay a su vez ningún problema teórico genuino, que no haya sido antes un problema existencial, una experiencia de agonía o de contradicción en la vida de los individuos y de los pueblos. Sólo se entiende plenamente lo que es plenamente vivido, dolorosamente sentido; lo demás es academia”.
Florece la razón, como la rosa, en la cruz del presente. La
filosofía debe señalarnos lo que hay y lo que falta, o lo que realmente falta
desde la comprensión racional de lo que hay. Su misión no es por tanto
meramente conservadora (“ideológica”, que dirán los marxistas), no es hacernos
más aceptable y razonable el mundo, sino exponerlo en su secreta sordidez,
explotar su contradicción, para poder “sobrepasarla y reconciliar al hombre
consigo mismo”: la conciencia más aguda y despierta, la más tensa y dramática.
La negación de lo inmediato que se lleva a cabo en la vida
filosófica, en la forma de la idealidad, es una auténtica negatividad eficiente
y creadora. Si la filosofía nace en la premura y miseria de lo real, marcha
hacia su transfiguración, que no es posible sin una abierta “necesidad de lo
ideal” y, por tanto, sin alguna conciencia de la libertad. Su ir más allá de lo actual no es una fuga a un
cielo platónico. Para Cerezo, la platonización de Hegel va muy en contra de la
lógica interna de su pensamiento. Hegel no deserta de este mundo, sino que
la trascendencia de su idealismo es
inmanente a lo real-inmediato, es la génesis histórica de un mundo nuevo.
Esa génesis haya su expresión y efectividad adecuada en la
organización de un nuevo Estado. La
vida espiritual se transforma así en praxis política. La libertad real sólo
puede verificarse como el proceso de liberación del esclavo, por la disciplina
del trabajo social, que opera sobre la realidad política para imprimir en ella
una forma más alta de racionalidad. La filosofía como sabiduría mundana posee
una intencionalidad política. Para Hegel -según la creencia ilustrada en el
poder omnipotente de la idea- cualquier revolución tiene su centro de gravedad
en la reforma mental de la filosofía, puesto que aquella forma de pensamiento
que considera como lo supremo las determinaciones universales encuentra que lo
existente está en contradicción con ellas, sublevándose contra el estado
existente.
Es cierto que para Hegel, la esencia de la libertad política
sólo puede estar en la universalidad ética de la vida del Estado constitucional
moderno, frente a toda forma de fascismo o de anarquismo, pues piensa que el
Estado intervencionista burgués es capaz de terciar racionalmente en el
conflicto social de los egoísmos.
Al final de su extraordinario artículo, el profesor Cerezo
se pregunta qué pudo obturar especulativa y políticamente un pensamiento tan
esencialmente crítico y creador. O sea, se pregunta por las limitaciones
constitutivas del pensamiento hegeliano. Algunas son debidas a su particular
horizonte temporal y han sido muy bien señaladas por Lukacs (El joven Hegel) y Adorno (Tres estudios sobre Hegel).
G. Lukacs |
Puede que la voluntad hegeliana de sistema, de dominio
lógico de lo real, acabara por comprometer las más genuinas posibilidades del
método crítico. Su concepción de la filosofía como saber de lo absoluto (en el doble sentido subjetivo y objetivo del
genitivo) estaba tal vez demasiado
apegada a su raíz teológico-metafísica y a la identidad de pensar y ser,
canonizada ahora como síntesis absoluta.
La pretensión de una captación absoluta del sentido en la
historia completa del género humano presupone la perfección histórica, de
entrada en su apoteósico final, pero también en el proceso mismo de su
constitución, tal historicismo entra además en pugna con la premisa metafísica
de un sistema especulativo, como apocalipsis histórica del sentido. De la
contingencia de la historia a la parousía
de lo absoluto.
No obstante, la posición de Hegel se nos presenta como una
tentativa seria de mediación entre el realismo empírico y el idealismo
trascendente, entre la tiranía del ser positivo y la del deber-ser ideal, que
se presenta como una espiritualización de la naturaleza y una naturalización de
la libertad. Ahora bien, si la historia concluye, si no hay más historia, el
espíritu deviene naturaleza. La idea de un “fin de la historia” sería una
consecuencia necesaria de esta naturalización del espíritu que opera desde las
premisas metafísicas del sistema hegeliano. Y con este viraje la especulación
pervierte su originaria intención crítico-constructiva por la
estético-reproductiva obligando a una síntesis intrascendible de la filosofía
con la historia y con el estado moderno.
En esta ambigüedad hegeliana entre la intención metódica,
netamente revolucionaria, y la voluntad metafísica de sistema, que es
conservadora aunque pretenda conservar lo mejor, halla Cerezo la posibilidad de
la perversión de la especulación en ideología: o sea, la positividad terrible de
una historia y una política “absolutas”.
[1]
Construyo esta entrada deslumbrado por la claridad y rigor del ensayo del
profesor Pedro Cerezo Galán “Teoría y praxis en Hegel” (En torno a Hegel, 1974, pgs. 89-144) mucho más meritoria por cuanto,
cuando fue publicada, imperaba la moda juvenil de un materialismo
estructuralista, freudomarxista y de corte más o menos althusseriano y
estalinista.
[2] Como
señala Adorno, el concepto vulgar de especulación
no tiene nada que ver con el hegeliano. La doctrina de que lo a priori es también a posteriori, doctrina programática en Fichte, pasa en Hegel a ser
doctrina efectiva, no es ninguna audaz flor retórica, sino el nervio vital
hegeliano (Tres estudios sobre Hegel,
Madrid, Taurus, 1969, pg. 17).
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