Dos pesimistas
En su admirable trabajo “Platón
y Hume, cercanos en lo importante”, J. M. Bermudo, profesor de la universidad
de Barcelona, hace una original lectura de la filosofía política del ateniense
y del escocés, subrayando sus analogías. Para ello hay que superar los
prejuicios de una historiografía tradicional que suele contemplarlos como
pertenecientes a mundos intelectuales distintos y hasta enfrentados: Platón
utopista e idealista, preocupado por el orden más que celestial de las formas
eternas; Hume naturalista y escéptico, para el cual no hay más cera que la que
arde. El griego, racionalista a machamartillo, despreciaría las potencias concupiscibles del alma; el edimburgués, emotivista,
sostiene que la razón no puede ser más que un instrumento de las pasiones.
Y sin embargo, para ambos, la
cuestión política fundamental es la misma: la fundamentación o legitimación de
la obediencia a las leyes y de sus límites. Por supuesto, ambos parten de
metafísicas y antropologías diferentes, pero los dos son pesimistas y fundan su filosofía política en una teoría
realista de la naturaleza humana, además presentan otras semejanzas relevantes
a la hora de analizar las condiciones de posibilidad de un gobierno justo.
“Platón es un optimista fracasado
que ha puesto el deber tan alto que se ve forzado a aceptar su imposibilidad,
siendo su filosofía un apasionado esfuerzo por evitar el desastre; Hume es un
escéptico consolado que ha puesto el deber tan asequible que cualquier gesto
permite la esperanza”[1].
Como se sabe, La República (Politeía) fue comenzada en su juventud por Platón como un diálogo
aporético sobre el gran tema de la
justicia[2].
La mayéutica socrática provoca en los interlocutores el ensayo de una serie de
definiciones de la justicia que resultan insuficientes:
- Decir la verdad y devolver lo que se ha recibido (Céfalo).
- Dar a cada uno lo que se debe, o sea, bien al amigo y mal al enemigo
(Polemarco).
- No hacer daño a nadie (Sócrates).
- El interés del más fuerte (Trasímaco).
- Bien penoso (Glaucón).
- Convención provechosa (Adimanto).
No obstante, La República acabará positivamente
estableciendo las condiciones ideales de una sociedad justa. Al final del libro II,
Sócrates examina la naturaleza de la justicia no respecto del individuo, sino a
una escala mayor, respecto de la ciudad. Para Bermudo, la intervención de
Sócrates señala un cambio de metodología en la obra de Platón, del análisis de
una definición, a un método crítico-genético que parte de la realidad, de la
sociedad justa, en lugar de proponer una definición del hombre justo. Queda
claro que la justicia es una virtud eminentemente política, y condición de la
bondad y salud de una ciudad.
J. M. Bermudo no lee la República sólo como sueño racional de
una ciudad ideal, como una utopía, algo construido con palabras en la idea, sino
como la descripción de un orden social pensado desde un pesimismo realista.
Ambos autores, Platón y Hume, se representan una sociedad justa, existente y
estable –ideal o empíricamente-, para describir en ella la justicia como condición de su unidad y estabilidad.
Sociales por necesidad
Platón parte del hombre natural
como ser necesitado, pues “ninguno de nosotros se basta a sí mismo”. La causa
de que seamos naturalmente sociales es nuestra indigencia, nos agrupamos en ciudades
para, en primer lugar, poder sobrevivir. Luego, es cierto, la ciudad nos
humaniza y civiliza. La razón de que nos vaya mejor organizados civilmente es
la división del trabajo, esencia de
la sociedad civil. Con la división del trabajo cada cual se beneficia de las
diferentes habilidades de los demás. Así pues, no es la solidaridad, ni la
búsqueda de lo bueno y lo honesto (como dirá Aristóteles, más idealista en esto
que su maestro), sino la inseguridad y la escasez, o sea el miedo, lo que nos
arrastra a la vida en común.
La división del trabajo es la
clave de la ciudad buena, tanto para una “ciudad de cerdos”[3] como para una “ciudad de
lujos”[4] (Rep. 372d). Queda claro que el motor del desarrollo de la ciudad es
el deseo ilimitado de riquezas (Rep. 373e), como el Hume el “deseo de
posesión”.
Adam Smith (1723-1790) y su
amigo David Hume piensan la especialización como algo artificial, mientras que Platón halla armónica concordancia entre el orden social y la natural diversidad de las aptitudes humanas. En efecto,
no todos sirven para lo mismo, y esta fundamental desigualdad encuentra Platón
la necesidad del gobernante y la aparición de la sociedad política. Unos deben
aprender a mandar y otros a obedecer. Opondrá para ello el arte de hacer dinero al arte
de gobernar, basado en la necesidad de defensa y seguridad de quienes se
dedican a lo primero. Gobierno, ejército y educación surgen como respuesta
necesaria, como instituciones generadas por la mecánica de la división del
trabajo, condición de la felicidad en la ciudad.
Así pues, el humano es
naturalmente social por sus
carencias, por su necesidad de cooperación, como en Hume. La sociedad política
es así una exigencia natural a la vez que un producto artificial, del arte y de
la técnica, en el tiempo y la historia. Pues una naturaleza propiamente humana
anterior a la sociedad no es más que una abstracción y una ilusión. Nos hacemos
humanos con-viviendo.
Logos y Eros
Bajo los supuestos del
platonismo, una sociedad de filósofos no necesitaría gobierno, pues estaría
regida por el logos. Pero hete aquí
que nuestra alma no es sólo razón, sino que en ella domina la oscura fuerza del
eros: pasiones, deseos, afectos, manías,
entusiasmos…, determinantes esenciales de la naturaleza humana y que necesitan
control, regulación, sublimación o eliminación, si no queremos que las ciudades
se deshagan como un castillo de naipes.
La educación y la ley son
los mecanismos para el control del eros:
esa lucha de la razón por someter a los oscuros corceles del alma (psique)[5]. Por eso, la educación
platónica implica una economía de los
apetitos y una sublimación del deseo,
pues el hombre sólo amará la ciudad si siente la felicidad de su vida ligada a
la felicidad común.
Pero Platón acabara pensando
que su proyecto educativo es insuficiente, pues la verdad es débil frente al
deseo, y no somos tan racionales como debiéramos. El problema no es controlar a
los trabajadores, ¡sino a los gobernantes! ¿Cómo vigilaremos al vigilante? ¿Quién
guarda al guardián? Evidentemente, cabe esperar que el bien educado en la Academia[6],
el que al fin, pasados los cincuenta, se haga cargo casi a la fuerza del mando
en Heliópolis, sepa controlarse a sí mismo, no meta la mano en el cajón de la
hacienda común, no favorezca a sus familiares y a sus amigos para fastidiar a
sus enemigos o a los desconocidos…
Pero Platón, a pesar del
cuidado que pone en el trazado de la educación superior del gobernante, no
confía en que su programa educativo sea suficiente, de ahí el establecimiento
de su extraño “comunismo aristocrático” y de su insólita comunidad de mujeres e
hijos.
El comunismo platónico como control de los gobernantes
Se ha visto en el comunismo o
comunitarismo de La República un antecedente del socialismo
igualitarista moderno, pero no tienen nada que ver el comunismo platónico con
el socialismo real y totalitario, porque el comunismo platónico:
- Está limitado a guardianes de
la ley, magistrados y militares.
- No se socializan los medios de
producción, sino la comunidad de mujeres e hijos.
- No es un fin en sí mismo, sino
un instrumento al servicio de la justicia.
- No es igualitario.
Muy al contrario, la política
ideal platónica parte del hecho natural de la desigualdad de habilidades y aptitudes entre los seres humanos y lo
que busca es la diferencia en paz, la conjugación de desigualdad y estabilidad,
que cada uno haga aquello que puede y sabe hacer, los trabajadores trabajar,
los guerreros proteger la ciudad y los magistrados gobernar, o sea, promulgar y
guardar la ley.
Muy consciente de los
ilimitados deseos de posesión y la arbitrariedad del afecto personal (imposible
ser justo con quienes amamos), Platón se ve obligado a eliminar el derecho de
propiedad y la familia, pero ¡sólo en las clases superiores!, para evitar que militares
o guardianes se conviertan en tiranos. De esta forma socorre la impotencia de
la razón frente al corazón, y la insuficiencia de la educación frente al
egoísmo de los intereses particulares.
El precio que pagan las clases
superiores por mandar es extremo: renuncian a tocar plata u oro, y renuncian a
tener familia propia. De este modo –piensa Platón- todos se sentirán como
hermanos, padres o hijos de una misma familia[7].
Afirma José Manuel Bermudo Ávila que sorprende la
sobriedad y el realismo de Platón, su conciencia de que será muy difícil evitar
–dada la sombría y poderosa condición del deseo humano- que quienes gobiernen
se desgobiernen, a pesar de haber recibido una educación racional, si no están
ellos mismos sometidos a la ley. Por eso, en Las Leyes, un Platón aún más pesimista que el de República,
establecerá definitivamente la superioridad de la ley sobre el gobernante y
prescribirá castigos especialmente severos y ejemplarizantes para los
gobernantes corruptos.
No es que Platón piense que el
dinero es intrínsecamente perverso y lo corrompe todo, sino que, realista, sabe
que el gobernante no podrá ser nunca del todo filósofo, sino humano y aquejado
de deseos y afectos irracionales. Sabe también que el verdaderamente sabio no
está demasiado interesado en gobernar, prefiere contemplar…, a no ser por miedo
a sufrir el gobierno de gente mediocre o del todo incapaz.
Igual que sabe que será muy
difícil evitar el nepotismo y el amiguismo, si no eliminamos la familia, pues
padre y madre siempre tenderán a
favorecer injustamente a sus hijos, frente a quienes lo merezcan mejor por sus
méritos propios. Eliminada la familia, nadie sabe en Kalípolis quién es hijo de
quién, así que –piensa Platón- todos creerán ser una misma familia…
Si Platón desarrolla una
economía de los deseos para evitar la arbitrariedad del poder, Hume impone
también la autorregulación de las pasiones, precisamente para poder
satisfacerlas mejor. Hemos de asumir la necesidad de la represión como precio a
pagar por el bienestar de la totalidad. Pero ¿quién reprime al que reprime? En los
gobernantes sólo podemos apelar a la autorrepresión, al autocontrol. Mal
gobernará quien no sabe controlarse, mal gobernará quien no sepa sublimar,
quien no crea en la Justicia con mayúscula.
No sólo debemos prever
legalmente la sanción para el gobernante que se pase de la raya, sino que
conviene distribuir sabiamente honores y recompensas (refuerzos positivos) para
garantizar el comportamiento justo de quienes mandan.
Por qué cumplimos las leyes
Al contrario que Platón, Hume
renuncia de entrada a lo absoluto, al ideal racional de la Justicia,
proponiendo la creencia y el sentimiento moral como base de la
sociedad civil (emotivismo). Su
método es genético y depende de una mecánica o dialéctica de las pasiones.
No hay que inventar ningún deber o necesidad racional “fuerte”, basta con la
necesidad natural “débil”, ésta garantiza el orden y el bienestar de la vida
social. Hume es más naturalista que racionalista: la razón no es un fin de la
vida humana, sino un instrumento, y la razón pasa así la corona a la
naturaleza, declarándose “esclava de las pasiones” y sierva de las creencias,
que son también un afección de la mente[8].
Nuestra única obligación natural es buscar el placer y
evitar el dolor, pero el hombre es –también para Hume- un ser necesitado,
indefenso, indigente y, al mismo tiempo, sumamente apasionado. En consecuencia,
está condenado a ser un ente insatisfecho. Sus carencias están –como en Platón-
en el origen de la sociedad, pues sólo puede solventarlas mediante la
colaboración y la división del trabajo.
Al contrario que para Platón,
la sociedad no es para el escocés el resultado de una necesidad racional, sino
resultado del deseo y sus metamorfosis:
- principalmente del apetito sexual que nos fuerza a la
compañía sin reflexión ni cálculo.
- del afecto natural en que se fundamentan las relaciones familiares y
los hábitos que la familia impone.
- del egoísmo[9]
y deseo de posesión, que lleva a
todos los hombres a buscar en la cooperación la maximización de sus beneficios.
Las mismas causas
antropológicas que cohesionan la sociedad son fuente de conflictos[10] , pues que los bienes
susceptibles de posesión son escasos. Además está el principio de benevolencia limitada: es fácil extender el afecto y
ser compasivo con parientes, amigos y vecinos, con quienes sienten o piensan lo
mismo que yo, pero los sentimientos morales pierden fuerza a medida que los
extiendo más allá de lo próximo a mí mismo, más allá del “prójimo”. Y es esto
precisamente lo que exige la justicia, que universalice las exigencias de
igualdad. Y sin justicia no puede haber estabilidad, o sea, no durará el
Estado. Solo habrá paz social en una ciudad relativamente justa.
La dialéctica humeana de las pasiones pone de manifiesto como una
misma pasión, tal el egoísmo, puede ser fuente de solidaridad, tanto como de
insolidaridad. El egoísmo no es absolutamente malo, sino que está en la base de
la unidad social. Los humanos se unen en sociedades por interés egoísta, porque
les interesa, porque se benefician con ello.
Claro que Platón y Hume
difieren. El discípulo de Sócrates quiere templar y controlar el eros, el escéptico parte de la
imposibilidad de tal control y pretende deducir directamente la justicia del
deseo. Quiere explicar naturalmente por qué la justicia es deseable. Pero ambos
coinciden en la impotencia de la razón a la hora de someter completamente el
deseo.
Como hemos visto, el pesimismo
de Platón le lleva a buscar en el comunismo aristocrático una barrera que
impida la corrupción de los gobernantes; Hume deposita su esperanza en la
propia autodeterminación de las pasiones, especialmente en el autocontrol del
deseo de posesión de bienes materiales, dada la inestabilidad y escasez de
estos mismos bienes.
En efecto, para Hume, el hombre[11] es por naturaleza un ser
posesivo e insaciable. Precisamente por ello es necesaria la convención social de la justicia. La
justicia sería innecesaria si el humano fuese capaz de una benevolencia
infinita o la naturaleza de una generosidad ilimitada. Si hubiera todo tipo de
bienes para todos, las normas que regulan la propiedad serían obviamente
innecesarias. Como no es así, el egoísmo y la escasez son la base natural del
artificio de la justicia, que restringe las pasiones por convención o acuerdo (Tratado de la naturaleza humana, 491). Así,
el ilimitado deseo de posesión se estabiliza mediante el derecho de propiedad
que garantiza el goce pacífico de los bienes que cada uno pueda conseguir
gracias a su laboriosidad o su suerte. Desde luego, tal fijación de la posesión
nunca resulta del todo satisfactoria para todos, pues deja insatisfechos a la
mayoría, por posesión escasa o por la infinitud de sus deseos. Pero queda la
esperanza de la transferencia de propiedad por consentimiento, potenciada por
el comercio, que abre para cada uno la esperanza de un acceso a la misma, si se
acepta como principio el cumplimiento de las promesas y acuerdos (pacta sunt servanda).
Así pues, la justicia, hija de
la técnica y el arte, tiene no obstante su raíz en una obligación natural.
Acabamos naturalmente comprendiendo que satisfaremos mejor nuestros deseos
egoístas si los sometemos a las reglas de la justicia.
Para ambos, Platón y Hume, la
posibilidad de la justicia radica en la autolimitación de las pasiones, en
especial del deseo de posesión. Hume confía en la experiencia histórica y en el
juego del principio egoísta, en clave utilitarista; Platón opta sucesivamente
por la educación y, ante la sospecha de su insuficiencia, por la política.
Hume explica psicológicamente
la necesidad y posibilidad del desorden, porque las pasiones se pervierten
naturalmente, igual que las deformidades se dan en animales y plantas. Los racionalistas
extraían de aquí la necesidad racional del
gobierno. Pero Hume, fiel a su emotivismo, debe explicar más bien cómo se llega a desear el gobierno, como
se llega a amar la ley, que es algo lejano y abstracto, en lugar de eso próximo
y concreto que excita y satisface inmediatamente las pasiones aun contra ley. O
sea, ¿por qué dejamos de pisar el acelerador más allá de la velocidad
permitida, si lo que deseamos y nos gusta es correr?
Como Hobbes, Hume reconoce que
el hombre tenderá con frecuencia a transgredir la ley. Pero no siempre. El hombre
cumplirá con la ley sin que esta se le imponga por la fuerza…, puede que ese deseo
sea débil, interesado (evitar la multa, conservar los puntos del carnet para
poder seguir corriendo), pero al fin es amor a la ley.
Hume ve el remedio en la
enfermedad misma, en la dialéctica de las pasiones, pues ellas mismas están
condenadas a auto-regularse e invertirse, para
satisfacerse.
El “espectador imparcial” que diseña Adam Smith en La Teoría de los sentimientos morales es aquí anticipado como “espectador
distanciado”. Se trata de una tercera vía entre el interés inmediato, pasional,
del hombre díscolo por naturaleza de Hobbes, y el deber abstracto,
incondicionado y trascendente que postulará Kant. Esa distancia que nos permite
juzgar la justicia o injusticia de nuestras acciones solo es posible en el silencio de las pasiones. En esa
elevación hacia la humanidad en general es posible el reconocimiento del bien y
del mal, lo correcto y lo incorrecto, o sea, del interés objetivo y genérico. Se
trata así de preferir el bien general y remoto, al inmediato y concreto, ¡pero
esto es lo contrario a lo que tiende la naturaleza humana! El reconocimiento
del bien común posibilita el establecimiento de las normas de justicia, ¡pero
ahora queda hacerlas cumplir!, y ello frente a la fuerza de la imaginación y
del deseo subjetivo.
Solo hay que conseguir que lo
remoto y general se vuelva concreto y presente, algo impensable para la mayoría
de los humanos, pero posible para unos pocos, que acaban por ver en el
cumplimiento de la justicia su interés propio y condición de supervivencia. Para
ello es necesario la formación de una clase
gobernante que –como en Platón- carezca de vínculos económicos con la
sociedad civil para que pueda hacer suyo el interés general, o sea, un cuerpo
elitista de funcionarios civiles y militares.
Lejos del contractualismo
Ni para Platón ni para Hume el
gobierno nace de un pacto o contrato, para el escocés su origen es más prosaico
y se difumina en el tiempo. Ninguno de los dos son contractualistas. Para ambos
la legitimidad de una ley no depende de su procedimiento de formulación, sino
de su contenido y función, de su servicio al bien y felicidad de los hombres. Ni
la vida social ni la política dependen del arbitrio de un contrato o de la
arbitrariedad de una convención.
A Platón le repugnaba el relativismo utilitarista de los
sofistas, y Hume sospechaba que la naturaleza era demasiado sabia para dejar a
la veleidad de la razón lo importante. Ambos construyen la idea del Estado justo formulando leyes justas que
permitan contar con hombres capaces de renunciar a sus pasiones para establecer
la hegemonía de la justicia.
Platón en La República se centra en formar al buen gobernante cuya voz será
ley, pero luego reconoce en Las Leyes
que comúnmente nos las habemos con hombres que gobiernan accidentalmente, por lo que defenderá el reinado de la ley, lo que
llamamos actualmente Estado de derecho.
Ambos filósofos se esforzaron
por diseñar un camino entre el determinismo naturalista (la dialéctica de la
fuerza), y el racionalismo convencionalista (la dialéctica de las opiniones o creencias).
Intentaron así superar la dicotomía phýsis/nomos para poner el fundamento de la cosa
pública en una razón razonable (logos).
Platón levanta su filosofía
política por encima del fatalismo de Homero y Hesíodo. El autor de la Ilíada
hacía que sus reyes recibieran su cetro de los dioses, y para el autor de la
Teogonía la justicia no era más que la expresión de la voluntad divina. Pero el
divino ateniense desprecia igualmente la posición protagórica del hombre como
medida de todo y la vida social como mero arte de supervivencia. Le parece
inadmisible una vida social sin absolutos y sin dioses, en la que se anteponga
la retórica y la propaganda, a la justicia y la verdad. Enfrenta así su lógica de la educación con la lógica del poder de Trasímaco (Rep. I) y Calicles (Gorgias) que definen la justicia como el derecho del más fuerte.
De manera análoga, aunque se
suele asociar la filosofía del escocés con el naturalismo y el pragmatismo, su fenomenismo tiene muy poco que ver con
el materialismo determinista. Su naturalismo es metodológico, en el que la
naturaleza carece de sustancia y necesidad. La regla básica de su filosofía política
no es la satisfacción de las pasiones, sino su auto-regulación, pues es esta
autolimitación la que permite su mejor satisfacción. Lo cual pone también la
vida civil sobre el logos, sobre una
racionalidad instrumentada por las pasiones mismas.
Tanto Platón como Hume recurren
a una solución semejante: separar la sociedad política de la sociedad civil
para que los gobernantes puedan velar por el negocio común del bien general,
sin abusar de tal poder para servir a sus intereses privados o contentar a
amigos y familiares (nepotismo).
Cuestiones
1. El artículo refiere a La República de Platón y al Tratado acerca de la naturaleza humana de
Hume. Busque información relevante sobre estas obras, cuándo se escribieron, de
qué tratan, cuáles son sus partes, qué lugar ocupan dentro de la obra de su
autor…
2. Qué le parecen las definiciones de la
justicia que se proponen al principio de La
República. Complete la posición de Trasímaco. ¿Qué relación guarda con la
expuesta por Calicles en el diálogo Gorgias?
3. Elabore un cuadro con las analogías y
diferencias entre Hume y Platón respecto de sus respectivas filosofías
políticas.
4. Por qué es Platón pesimista y realista en
su filosofía política. Qué medidas adopta para evitar que los gobernantes
abusen de su poder o se conviertan en tiranos.
5. Por qué es David Hume fenomenista. Por qué
no es racionalista.
6. Por qué aceptan las pasiones
autolimitarse, según Hume.
7. Qué ventajas ven ambos autores en la
separación de la sociedad civil de la política.
8. Cómo enfrenta Sócrates las tesis de Calicles
en el Górgias.
9. Resuma el mito de Giges en La República II. Cuál es su moraleja.
10. Distinga entre la virtud individual de la
justicia y la justicia como orden público.
[1] Agora 11/1 (1992) 149-162 y Agora II/2 (1992), 7-21.
Universidad de Santiago de Compostela.
[2] El libro I (al que se ha
llamado Trasímaco) presenta
importantes diferencias de vocabulario con los restantes y debió ser escrito
por Platón entre 395 y 388 a. C.
[3] Con esta expresión se
refiere Glaucón, no Sócrates, a una primitiva ciudad sana, de vegetarianos,
donde no hay más crecimiento que el que permiten los escasos recursos, un
boceto de ciudad en que dominan los deseos necesarios.
[4] Esta otra ciudad es una
ciudad enferma, la gente no se conforma con la alimentación, el vestido y el
calzado, importa artículos innecesarios y se llena de imitadores de todas
clases y artículos cosméticos…
[5] En Fedro, Platón desarrollará una de sus grandes alegorías con la
figura del carro alado, en el que el
pegaso negro de los apetitos y blanco y noble de los afectos ponen la fuerza,
mientras que el auriga, ‘tò logistikón’,
pilota y señala la dirección del viaje de la vida.
[6] Platón fundó su Academia
en Atenas hacia el 387 a. C., el objetivo final de la misma era educar personas que
merecieran gobernar en base a sus conocimientos científicos y su capacidad
dialéctica.
[7] En el Liceo discutirán
esta pretensión, diciendo que este comunitarismo sería más propio de un
enjambre de insectos que de una sociedad de humanos, o que es preferible ser
sobrino natural a “hijo de Platón”.
[8]
Creemos una opinión cuando nos afecta positivamente, tomándola por verdadera.
[9] La palabra “egoísmo” no
tiene para Hume, ni para el pensamiento liberal en general, el mismo sentido negativo que
en la doctrina cristiana tradicional, doctrina que está en el origen de la
crítica marxista del “individualismo
posesivo”. Habría tal vez que interpretarlo como “amor propio”, su versión
contemporánea más ajustada y extrema es la filosofía del egoísmo inteligente de
Ayn Rand.
[10]
Kant desarrollará esta idea en su filosofía de la historia con su oxímoron de
”la insociable sociabilidad” del humano.
[11]
Uso aquí “hombre” en el universal sentido filosófico, varón o mujer.
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