Y SU DESTRUCCIÓN
"Demetrio de Falero fue puesto al mando de la biblioteca real y se pusieron a su disposición grandes sumas de dinero para recopilar, si era posible, todos los libros en el mundo conocido. Mediante adquisiciones y transcripciones llevó a su cumplimiento el proyecto del rey en la medida de sus posibilidades. Yo estaba allí cuando el rey le preguntó: «¿Cuántos miles de libros tenemos?». Él respondió: «Más de doscientos mil, señor; pero procuraré llegar pronto a los quinientos mil".
Pseudo Aristeas, Carta a Filócrates 9–10
Durante siglos se contó en las escuelas que los árabes habrían
destruido la célebre biblioteca de Alejandría cuando conquistaron la ciudad en
el siglo VII. Se trata de una infamia sin fundamento histórico. Los árabes
nunca pudieron incendiar la Gran Biblioteca de Alejandría, ni siquiera la
Pequeña Biblioteca, porque, cuando las tropas de ‘Amru llegaron a la ciudad en
el 641, ya hacía cientos de años que no existían. Lo que encontraron los árabes
fue una ciudad dividida, arruinada y exhausta por siglos de luchas civiles.
Alejandría fue fundada
por Alejandro Magno en el 331 a. C. como nueva capital de Egipto. Un general de
Alejandro, Ptolomeo I Sotero (305-282) fundó la Biblioteca y el Museo en 295 a.
C., gracias al consejo de los sabios Eudoxio, Demetrio de Falero (discípulo de
Teofrasto y su primer director y bibliotecario) y del propio Aristóteles, quien
–según Estrabón- enseñó a los Ptolomeos a organizar su Biblioteca. Más tarde
colaboró Estratón de Lampsaco, preceptor del príncipe heredero Ptolomeo
Filadelfo, filósofo aquel que sucedió a Teofrasto como director del Liceo fundado por Aristóteles. La Biblioteca
fue una institución helenística, cuyo director, cargo de gran relevancia
social, era nombrado directamente por el rey.
Alejandría ostentó la
primacía en casi todas las disciplinas científicas hasta el final de la
Antigüedad. La Gran Biblioteca era un complemento indispensable del Museo o Templo dedicado a las Musas. Fue descrita por Tito Livio como “el más bello de
los monumentos”. Tenía numerosas salas con estantes para libros –los “armaría”
que consultaban los sabios- y habitaciones para los escribas y artistas que
copiaban los rollos, cobrando a tanto por línea. Todos los Ptolomeos
coleccionaron miles de manuscritos griegos, judíos, egipcios, persas e indios,
hasta los tiempos de Cleopatra VII, la célebre amante de Julio César y Marco Antonio.
Los navíos y viajeros que pasaban por
Alejandría estaban obligados a dejar en ella los manuscritos originales que
poseían, a cambio de copias. En el Museo llegaron a reunirse más de cien sabios.
Se clasificaban a sí mismos en “filólogos” y “filósofos”. Los primeros se
interesaban por todo lo referente a textos y gramática, sin descuidar los
estudios eruditos de historiografía y mitografía. Los “filósofos”, de
orientación “peripatética” o “aristotélica”, eran pensadores menos dados a la
meditación moral o metafísica, que científicos versados en las ciencias
particulares: matemática, astronomía, geografía y medicina. Por lo demás,
algunos espíritus enciclopédicos como Eratóstenes, brillaron a la vez como
“filólogos” y como “filósofos”.
Tenían aulas de
lecciones, instrumentos astronómicos, salas de disección, jardines botánicos y
zoológicos. Sus sueldos procedían directamente del rey. Los ptolomeos asistían a los banquetes en que se
intercambiaban puntos de vista (symposios).
Los alejandrinos construyeron máquinas de vapor, relojes muy sofisticados,
diseñaron complicadas palancas (Arquímedes estudió en Alejandría) e incluso
midieron la altura de las montañas de la luna y la longitud de la
circunferencia de la Tierra, con una exactitud admirable.
Ptolomeo II Filadelfo
(285-246) compró la biblioteca de Aristóteles y Teofrasto, y reunió alrededor
de medio millón de libros. Ptolomeo III Evergete (246-222) fundó en el Serapeum
la Biblioteca-Hija, la segunda biblioteca pública de la ciudad, seguramente por
haberse quedado pequeña la Gran Biblioteca o Biblioteca-Madre. La Gran
Biblioteca fue la más grande, rica e importante de la Antigüedad. No sólo
griegos, sino también egipcios, fenicios, árabes, persas, judíos e indios
buscaban en sus archivos y se sentaban en sus bancos de piedra, bajo sus
pórticos, mirando el Faro y el mar azul... La cultura griega se enriqueció
aquí, como las restantes, con el contacto de otras.
Su proximidad al mar fue
causa accidental de su trágico destino. La mítica Biblioteca ardió a causa de
una acción militar de Julio César. Lo cuenta un sobrino de Séneca, el
historiador Marco Anneo Lucano (39-65) en su obra Farsalia: Julio César, en el 47 a. C., torpemente involucrado en
las rivalidades dinásticas alejandrinas, y sitiado por el general Achillas en
el palacio real de Lochias, a orillas del mar, mandó incendiar su propia flota
o la de los Ptolomeos, más de sesenta barcos anclados en el Gran Puerto
oriental. El incendio se propagó rápidamente a los muelles, y de éstos a la
ciudad real y los depósitos de la Biblioteca... “las casas vecinas a los
muelles prendieron fuego; el viento contribuyó al desastre; las llamas eran
lanzadas por el viento furioso como meteoros sobre los tejados. Los soldados
egipcios tuvieron que abandonar el sitio de César para tratar de salvar
Alejandría de las llamas”.
Lucio Anneo Séneca, el filósofo cordobés, menciona
en su De tranquilitate animi la cifra
de cuarenta mil libros quemados, citando a Tito Livio, contemporáneo del
desastre. Plutarco también registra el incendio en su Vida de César. Julio César, sin embargo, en su Bellum Civile describe la batalla, pero
silencia el incendio de la Biblioteca. Nadie, hasta el final de la dinastía
Julio-Claudia, se atreverá a revelar su responsabilidad en el desastre (secreto de Estado).
Domiciano (81-96) mandó
reconstruir las bibliotecas del Imperio, entre ellas la de Alejandría. Pero la
ciudad sería destruida dos veces por Caracalla (211-217) y Valeriano (253);
otra, cuando en el 269 se dio la desastrosa conquista de la ciudad por Zenobia,
reina de Palmira; y en el 273, cuando Aureliano la saqueó. Muchos sabios
emigraron a Bizancio. Cuando Diocleciano destruyó la ciudad de nuevo (294-5),
el Museo y su Biblioteca aneja estaban ya abandonados.
En la Acrópolis de la
colina de Rhakotis, en el rincón de Alejadría más alejado del mar y, por tanto,
más resguardado, la Biblioteca-Hija perduró algo más. Fue engrandecida por
todos los emperadores romanos, sustituyendo definitivamente a la Gran
Biblioteca. Incorporaba calefacción central por tuberías para mantener secos
los libros en sus depósitos subterráneos. Cleopatra VII Philopator, la famosa reina de Egipto, que hablaba siete idiomas, tuvo un gran interés en ella, así como en el templo de
Serapis, que llegó a ser una de las siete maravillas del mundo, donde aparecía
ataviada con los insinuantes velos de Isis en las ceremonias sagradas.
A fines
del siglo I a. C. la Biblioteca-Hija debió ser el receptáculo de los despojos
que quedaron de la Gran Biblioteca y de los doscientos mil rollos que Marco
Antonio saqueó en Pérgamo para regalar a su amada Cleopatra, resarciéndole así
de las pérdidas irreparables que el fuego de César había provocado, según
Plutarco.
El complejo de la
acrópolis alejandrina incluía el templo de Serapis, el Anubión, la
Biblioteca-Hija, el Iseum y la necrópolis de los animales sagrados, uno de los
mayores hipogeos de Egipto, con 153 metros de fondo, dos obeliscos de Sethi I,
así como la sagrada Columna de Serapis, que guiaba refulgente a los marineros
hacia el puerto desde los altos de Serapeum, la “Columna de Helios”, que aún
vieron ilustres viajeros en el siglo III de nuestra era.
Tanta belleza no fue
destruida por los guerreros árabes que tomaron las ruinas de la ciudad en el
641, sino por los cristianos monofisitas en el año 391. En efecto, tras el
mandato del emperador Teodosio I mandando cerrar los templos paganos, los
cristianos destruyeron e incendiaron el Serapeum alejandrino. Las llamas
arrasaron también la última y fabulosa biblioteca de la Antigüedad. Según las Crónicas Alejandrinas (V d. C.), fue el
Patriarca monofisita de Alejandría, Teófilo (385-412), caracterizado por su
fanático fervor en la demolición de templos paganos, el instigador de aquella
hecatombe. Es verosímil que una parte de
los fondos de la Biblioteca-Hija fueran retirados a tiempo. Tal vez las mismas
manos, realmente piadosas, que pusieron a salvo los restos mortales de
Alejandro para evitar su profanación, se llevaron la parte más señalada de los
fondos de la biblioteca. La existencia en algún lugar lejano de una cámara
oculta, enterrada en el desierto líbico o en el valle del Nilo, donde aún se
halle la urna de cristal en la que reposan los restos mortales del joven alumno
de Aristóteles, junto, ¡quién sabe!, a cientos de libros del Serapeum, suscita
una esperanza magnífica y romántica.
Tras el 391, la colina
de Rhakotis quedó como un lugar maldito, embrujado por las almas de las
víctimas insepultas o amontonadas en fosas, alrededor de los escombros de la
Columna del Sol. Este espectáculo dantesco fue presenciado por los asombrados
ojos de los arqueólogos del siglo pasado, que excavaron las terrazas del
santuario entre los fragmentos de columnas y paramentos, rotos con
encarnizamiento. Sus testimonios científicos, cuidadosamente silenciados, como
si de un tabú se tratara, revelan sin lugar a dudas que aquel lúgubre y
terrible lugar fue el final indigno de la milenaria cultura faraónica y griega.
Más tarde, durante el
siglo VI, Alejandría fue presa de violentas luchas civiles entre cristianos
monofisitas y melquitas, la emperatriz bizantina Teodora, esposa de Justiniano
(527-567), incendió la ciudad por esta causa. Para remate, los persas
destruyeron completamente lo que quedaba de Alejandría en el 619.
Así pues, cuando el
caudillo árabe ‘Amru entró en la ciudad en el 641, tras la expulsión de los
bizantinos, el Museo y la Biblioteca estaban completamente olvidados. Sin
embargo, es seguro que quedaban decenas de miles de libros en bibliotecas
privadas y mansiones abandonadas de una ciudad que llegó a contar con 600.000
habitantes a principios del VII. Se dice que los árabes acabaron con este
resto, utilizándolo como combustible para sus baños, junto a miles de muebles
astillados.
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