Juan Valera fue un brillantísimo escritor, diplomático y político español, nacido en Cabra en 1824. Falleció en Madrid en 1905. Su novela Pepita Jiménez se hizo celebérrima. Cultivó con acierto otros géneros como el teatro, el cuento, la poesía o el ensayo. Políglota, tradujo a Longo, Byron, Goethe, Heine, Víctor Hugo…, del inglés, del alemán, del francés. Se ha editado su epistolario que consta de más de cuatro mil cartas destinadas a ilustres personajes de su época. Polemizó con Emilia Pardo Bazán sobre el naturalismo estético. Ejerció como crítico literario y como intelectual señero. Se pronunció sobre el krausismo (El racionalismo armónico), sobre la Psicología del amor y sobre la libertad religiosa.
En uno de sus cuentos, El bermejino prehistórico, confiesa su afición a las ciencias y cómo esa afición con los años, debilitadas otras pasiones más mundanas, ha triunfado en su alma. Indica que afortunada o desgraciadamente le ocurre algo muy singular: que las ciencias le gustan en razón inversa a las verdades que demuestran con exactitud. Es decir, que apenas le interesan las ciencias exactas y, al contrario, las inexactas le enamoran. “De aquí –dice- mi inclinación a la filosofía”. Justifica su actitud alegando que no es la verdad lo que le seduce, sino el esfuerzo de discurso que se emplea en alcanzarla, la sutileza e imaginación que se usan por descubrir la verdad, aunque no se descubra. Es el caso que la verdad demostrada y patente le deja frío. El hombre sería un mueble si conociese la verdad por muy hermosa que esta sea. Si conociésemos la verdad nos aquietaríamos en su posesión y goce y nos volveríamos tontos. Mejores seremos, si sabemos pocas cosas.
Un siglo después, la irlandesa Iris Murdoch (1919-1999), profesora en Oxford, triunfó también como novelista. Sin embargo, publicó sus primeros ensayos de filosofía moral discutiendo con maestros como Gilbert Ryle, Stuart Hampshire, Richard M. Hare o A. J. Ayer. Además de latín y griego, Murdoch leía alemán, francés, italiano, español y ruso. Su obra se desarrolla en un mundo filosóficamente exhausto. Wittgenstein, que la influyó ostensiblemente y al que muchos tienen por el mayor filósofo del siglo XX, había acabado con el sujeto pensante cartesiano, consolidando una relación de desconfianza hacia el lenguaje. Heidegger, maestro y amante de Hannah Arendt, había desmontado la metafísica sin saber qué hacer con sus pedazos. Su segundo tomo de Ser y tiempo (1927) nunca llegó a aparecer. Por su parte, la Filosofía Analítica reducía la filosofía al análisis del lenguaje y también el Existencialismo y sus angustias dejaron a Murdoch insatisfecha. La ciencia había ido ocupando todo el espacio del saber, relegando a la filosofía a un papel cada vez más marginal, como sierva de la ciencia, igual que antes lo había sido de la teología, a la filosofía le quedaban la lógica y la epistemología. Los filósofos se fueron convirtiendo en custodios de las verdades reveladas por la ciencia y en fiscales de los excesos metafísicos de su propia disciplina, cuando no en enterradores de la misma.
Por otra parte, Murdoch renegaba de la tendencia a reducir el juicio moral a explicación psicológica, conductista o psicoanalítica. Parecía que la filosofía había abdicado de estudiar la vida interior, convirtiendo el examen socrático en terapia clínica. La también filósofa Philippa Foot explicó la posición de su colega: “Nosotros [los analíticos] estábamos interesados en el lenguaje moral y ella lo estaba en la vida moral. Al final nos dejó”. Murdoch (otra de sus “extravagancias”) estaba más interesada por la “filosofía continental” de lo que estaban sus compañeros ingleses. Hoy, filósofos americanos como John McDowell, Stanley Cavell, Martha Nussbaum o Charles Taylor –que fue alumno suyo en Oxford- han elogiado y aprovechado su filosofía.
La vuelta a Platón de Murdoch fue tomada en Oxford también como une excentricidad, y en el mundo anglosajón quizá sólo George Santayana puede citarse como precedente relevante de su neoplatonismo. Murdoch llegó a traducir el Fedro y buscó descristianizar el pensamiento del divino Ateniense aprovechando su ímpetu místico, con atención especial a su consideración del problema del arte. El conflicto entre la magia del arte y la libertad del bien, entre el artista y el santo, es uno de sus temas recurrentes. También lo fue de Kierkegaard… Por eso, Murdoch reformuló su idea del bien como orientación moral, asumiendo tanto la inexistencia de un Dios convencional como la naturaleza contingente y azarosa de los seres humanos, nuestra insignificancia. Conserva la noción de la gracia como efecto iluminador conseguido por la contemplación de la belleza, resplandor del bien, y toma de Simone Weil el concepto de atención como mirada o contemplación justa y amorosa dirigida a una realidad individual. En castellano, todavía guardamos la consideración de un buen varón bajo la calificación de “persona atenta”.
Nuestra vida moral está siempre rehaciéndose y es contradictoria. Como hubiera podido decir don Juan Valera, precisamente activa el pensamiento lo que presenta contradicciones, o esas relaciones que ofrecen una apariencia de contradicción, de correlación de contrarios. En el cuento que antes hemos citado de Valera, el santo idolatrado en el reino resulta ser un hedonista impenitente en otra satrapía, un vividor que reniega de su pasado ascético… El carácter indefinible del Bien está relacionado con la variedad inagotable del mundo, con la diversidad de personas y situaciones, y con la inutilidad de la virtud, pues los buenos están sujetos a enfermedad, sufrimiento y muerte, igual que los malos.
Un siglo después, la irlandesa Iris Murdoch (1919-1999), profesora en Oxford, triunfó también como novelista. Sin embargo, publicó sus primeros ensayos de filosofía moral discutiendo con maestros como Gilbert Ryle, Stuart Hampshire, Richard M. Hare o A. J. Ayer. Además de latín y griego, Murdoch leía alemán, francés, italiano, español y ruso. Su obra se desarrolla en un mundo filosóficamente exhausto. Wittgenstein, que la influyó ostensiblemente y al que muchos tienen por el mayor filósofo del siglo XX, había acabado con el sujeto pensante cartesiano, consolidando una relación de desconfianza hacia el lenguaje. Heidegger, maestro y amante de Hannah Arendt, había desmontado la metafísica sin saber qué hacer con sus pedazos. Su segundo tomo de Ser y tiempo (1927) nunca llegó a aparecer. Por su parte, la Filosofía Analítica reducía la filosofía al análisis del lenguaje y también el Existencialismo y sus angustias dejaron a Murdoch insatisfecha. La ciencia había ido ocupando todo el espacio del saber, relegando a la filosofía a un papel cada vez más marginal, como sierva de la ciencia, igual que antes lo había sido de la teología, a la filosofía le quedaban la lógica y la epistemología. Los filósofos se fueron convirtiendo en custodios de las verdades reveladas por la ciencia y en fiscales de los excesos metafísicos de su propia disciplina, cuando no en enterradores de la misma.
Por otra parte, Murdoch renegaba de la tendencia a reducir el juicio moral a explicación psicológica, conductista o psicoanalítica. Parecía que la filosofía había abdicado de estudiar la vida interior, convirtiendo el examen socrático en terapia clínica. La también filósofa Philippa Foot explicó la posición de su colega: “Nosotros [los analíticos] estábamos interesados en el lenguaje moral y ella lo estaba en la vida moral. Al final nos dejó”. Murdoch (otra de sus “extravagancias”) estaba más interesada por la “filosofía continental” de lo que estaban sus compañeros ingleses. Hoy, filósofos americanos como John McDowell, Stanley Cavell, Martha Nussbaum o Charles Taylor –que fue alumno suyo en Oxford- han elogiado y aprovechado su filosofía.
La vuelta a Platón de Murdoch fue tomada en Oxford también como une excentricidad, y en el mundo anglosajón quizá sólo George Santayana puede citarse como precedente relevante de su neoplatonismo. Murdoch llegó a traducir el Fedro y buscó descristianizar el pensamiento del divino Ateniense aprovechando su ímpetu místico, con atención especial a su consideración del problema del arte. El conflicto entre la magia del arte y la libertad del bien, entre el artista y el santo, es uno de sus temas recurrentes. También lo fue de Kierkegaard… Por eso, Murdoch reformuló su idea del bien como orientación moral, asumiendo tanto la inexistencia de un Dios convencional como la naturaleza contingente y azarosa de los seres humanos, nuestra insignificancia. Conserva la noción de la gracia como efecto iluminador conseguido por la contemplación de la belleza, resplandor del bien, y toma de Simone Weil el concepto de atención como mirada o contemplación justa y amorosa dirigida a una realidad individual. En castellano, todavía guardamos la consideración de un buen varón bajo la calificación de “persona atenta”.
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Nuestra vida moral está siempre rehaciéndose y es contradictoria. Como hubiera podido decir don Juan Valera, precisamente activa el pensamiento lo que presenta contradicciones, o esas relaciones que ofrecen una apariencia de contradicción, de correlación de contrarios. En el cuento que antes hemos citado de Valera, el santo idolatrado en el reino resulta ser un hedonista impenitente en otra satrapía, un vividor que reniega de su pasado ascético… El carácter indefinible del Bien está relacionado con la variedad inagotable del mundo, con la diversidad de personas y situaciones, y con la inutilidad de la virtud, pues los buenos están sujetos a enfermedad, sufrimiento y muerte, igual que los malos.
"Sancho la consoló"... Cerámica de Paco Tito |
Murdoch era consciente de que aquello que le interesaba filosóficamente, la vida moral, podía estudiarse y representarse mejor a través del arte y de la literatura, lo cual implicaba devolverle la confianza al lenguaje y a la imaginación, una imaginación, por decirlo así, realista, no fantástica. Para ella, la humildad es difícil y cenital virtud que no consiste en bajar la voz, sino en un generoso respeto por la realidad. Atenta a la realidad, cualquier persona acaba acercándose a una acción irreprochablemente correcta, mientras que las ilusiones de la fantasía nos devuelven al infierno del egoísmo.
Eligió la novela a sabiendas de que era un género bastardo, realista, y esencialmente cómico después de Cervantes. Rechazó al héroe trágico y nihilista de las novelas y el teatro del momento: de Sartre, Camus, Lawrence o Hemingway. Intentaba también superar el romanticismo reinsertando al hombre en la naturaleza moral y espiritual sin religión. Su preocupación por el bien está fundada por un conocimiento del mal y de los extremos morales. El bien asoma así como sol platónico y objeto trascendente que exige el esfuerzo de una ascensión y de una reorientación de la mirada. Pero no es posible verlo directamente, es indefinible, como forma incoherente, proteica, ambigua e inimaginable para los humanos, como ciertos conceptos de la física. Y es un hecho que, en el día a día, el bien suele salir derrotado y toda espiritualidad tiende a degenerar en magia.
Valera y Murdoch, cada artista y pensador a su manera, nos ofrecen un claro ejemplo de consiliencia frente a una ciencia sin humanidad y a una humanidad ilusionada con utópicas fantasmagorías. Una y otro fueron conscientes en su siglo de que…
“Es muy tramposo hablar de dos culturas, una humanística y otra científica, como si tuvieran la misma jerarquía. Hay sólo una cultura, de la que la ciencia, tan interesante y tan peligrosa, es hoy una parte importante. Pero el aspecto esencial y fundamental de la cultura es el estudio de la literatura, puesto que constituye un ejercicio de educación sobre cómo representar y entender situaciones humanas. Somos hombres y somos agentes morales antes que científicos, y el lugar de la ciencia en la vida humana debe discutirse con palabras” (I. Murdoch. La soberanía del bien).
Esa es la razón por la que es más importante saber sobre Cervantes que sobre cualquier científico. Murdoch cita a Shakespeare, añadiendo que si hay un Shakespeare de la ciencia su nombre es Aristóteles.
Del autor:
https://www.amazon.com/-/e/B00DZLV35M
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https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm
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