Heinrich Heine, tomada de la Wikipedia |
Poeta y periodista comprometido
Heinrich Heine (1797-1856) se autodenominaba a sí mismo "enfant perdu" y "último rey de la fábula abdicado". Tuvo mucho de niño terrible, listo, rebelde y soñador. Estudió Derecho en Bönn, Gotinga y Berlín. Fracasó en los negocios. Procedente de una acomodada familia judía, se convirtió al luteranismo "como billete de entrada en la cultura europea". En su juventud conectó con Byron (+1824), que encarnaba el espíritu romántico de los años veinte, el "dolor universal" sufrido por una subjetividad radical y por una conciencia reflexiva y sentimental abatida, el desgarramiento de un alma problemática y díscola como la del Hamlet shakesperiano. La protesta ante la realidad provocaba una necesidad de evasión. Heine llama "primo" a Byron y afirma que le ha descubierto el dolor de mundos nuevos.
Luego superará Heine el romanticismo y su "poesía del desmayo" en publicaciones teóricas (Historia de la religión y su filosofía en Alemania, 1834, La escuela romántica, 1836), en ellas define la nueva "función social" de la Literatura, buscando hacer de los artistas tribunos populares y apóstoles de la revolución. Enfrentado a una burguesía farisaica, evolucionará desde el lirismo romántico a la prosa de polemista, que sin embargo conserva una raíz romántica a la que ahora se contempla con humor y sarcasmo, el de un idilio que acabó en frustración.
La intuición profética de Heine anticipa la reacción nacional contra la revolución liberal, denuncia la aristocracia del dinero y preludia el auge del socialismo, del anarquismo y del comunismo. De poeta romántico pasa a poeta político y agitador panfletario, más allá de la depresión artística romántica, explicándose y exponiéndose en contra de la servidumbre medieval y de la opresión. En sus diarios de viaje, relatos y crónicas, no falta el cascabel del humor cuando Heine se pone voluntariamente el gorro de bufón. Arranca las hojas de parra a las ideas desnudas, jugando a escandalizar los oídos melindrosos y mojigatos de la burguesía cristiana. No es de extrañar que la Dieta de Francfurt prohibiese sus escritos en Alemania. Ya goza de fama internacional en su exilio parisino. Publica poemas, ensayos y libros de viajes. Desde París manda artículos a sus editores alemanes. Más famoso cuanto más prohibido, como suele pasar.
Heine escribió la sátira alemana más importante de su siglo: Alemania. un cuento de invierno (Deutschland. Ein Wintermärchen, 1844), un poema con 27 capítulos. Su personalísima ironía y su genio satírico le costaron la censura de sus obras y el exilio durante más de doce años. Admira las libertades francesas y, tras un viaje por Alemania en 1843, describe su país, al que ama, anclado anacrónicamente y subdesarrollado políticamente. En el prólogo de su poema declara que lucha contra la opresión para salvar a Dios, que en la tierra vive en el hombre, de su humillación, cuando el pueblo pobre recupere su dignidad perdida. Heine es consciente de las limitaciones de la revolución burguesa, que ha ampliado las libertades y mejorado las instituciones, "aunque para el estómago de la mayoría dejen mucho que desear". Por eso anima a la revolución... "¡Poeta alemán! Canta y loa / la libertad alemana... / Al compás de la Marsellesa... / Deja de ser flauta dulce / del espíritu idílico // Sé trompeta de la patria / sé cañón, sé bombarda, / Trompetea, resuena, truena, mata // ... Hasta que huya el último opresor..., / Pero mantén tu poesía / tan universal como sea posible" (1).
En 1841, Heine se casó con la hija ilegítima de una campasina a la que llamaba Mathilde. En 1843, Heine conoció a Carlos Marx (1818-1883) en París. En 1844 se hicieron amigos. En junio de ese mismo año Heine escribe un poema revolucionario Die armen Weber (Los pobres tejedores) a favor de la rebelión de los tejedores silesios, reprimidos por las tropas prusianas. También amigará con Engels. Los músicos Shumann y Liszt compondrán melodías sobre poemas de Heine. En sus Memorias, Heine confiesa las dos pasiones a las que fue fiel durante toda su vida: "el amor por las mujeres hermosas y el amor por la revolución francesa, por 'el Furor francés' moderno, quien llegó a apoderarse de mí en la lucha junto a los siervos del medievo"(2).
Quiza uno de los grandes méritos de H. Heine fue fundir la prosa periodística con la lírica popular, la sátira con el himno, la ironía con la aspiración utópica, la comedia con la tragedia (3). Busca el compromiso del arte con la redención de la miseria social. Tras la revolución de 1848, que también inspiró, vivirá amarrado a un lecho por la misma enfermedad que dejará lelo a su admirador finisecular Friedrich Nietzsche (1844-1900): la sífilis cerebroespinal, hasta su muerte en 1856. Dirige sus últimas miradas al futuro: "ojalá se venga abajo este viejo mundo en el que ha desaparecido la inocencia y crecido el egoísmo, donde el hombre es explotado por el hombre" (cursivas nuestras).
Heine es el tronco del árbol por el que circula la savia romántica que alimentará y se diversificará en las dos ramas de la "filosofía de la sospecha": el vitalismo nietzscheano y el materialismo marxista. Marx y Engels, con los que amistó en París, le reconocerán como el poeta alemán más grande después de Goethe. Nietzshe elevará la sospecha de que la moral puritana sea un producto del resentimiento de los débiles y Marx denunciará que por debajo de la conciencia moral subyacen intereses económicos y dominaciones de clase.
El nacional-socialismo (nazi) declaró a Heine autor non grato y el renano fue olvidado, incluso como autor del popular poema Lorelei, pues acabó teniéndose su canción por anónima. Fue difamado por judío, afrancesado y antialemán. Se le llamó "periodista de revolver", "libertino sin carácter", "comunista despreciable" y eso a pesar de que había sido el último alemán cuyas obras consiguieron rango europeo para la literatura alemana, como lo habían conseguido antes Goethe y E.T.A Hoffmann. El intento de hacerle un monumento en su ciudad natal Düsseldorf fracasó a fines del XIX y Heine fue excluido de los libros de texto alemanes y prohibida la publicación de sus obras, cuyo valor no ha sido reconocido hasta tiempos recientes.
El vitalismo romántico de Heine
"Yo vivo, y eso es lo principal" -escribe en Ideas. El libro de Legrand (1826). Como poeta, Heine exaltaba la vida y se burlaba de las convenciones de su tiempo. Su talento para la sátira le costó como hemos dicho censuras y exilio. Como buen romántico lector de Walter Scott (1771-1832) y de Calderón de la Barca, autor español muy importante en el clasicismo alemán (4), pensó la maraña del mundo como el sueño de un dios borracho, de un dios que se escabuyó de una francachela de dioses y se echó a dormir en una estrella solitaria, sin saber que creaba cuanto soñaba bien como una bizarra locura, bien como una bella melodía armónica. Puede que cuando despierte se eche a reír y nuestro mundo se disuelva en la nada... "lo mismo da: yo vivo".
La idea del universo como sueño de un dios borracho, asociada a la justificación estética del mundo (Schopenhauer, Nietzsche) |
Medio siglo antes que Nietzsche escribiera La visión dionisíaca del mundo (1870), Heine la había anticipado como un ensueño romántico. Heine enaltece la vida como el mayor de los bienes, "porque vivir y respirar es la cosa más grande". En esta línea, el vitalismo entrará en hipérbole, sin reparar en la posibilidad de que la vida humana pueda ser criminal, miserable, desgraciada, muy dolorosa o ¡indigna de ser vivida! Nosotros pensamos que es la dignidad de la vida humana lo que merece ser sacralizado, no la vida en sí misma. Piénsese en una persona atormentada por el sufrimiento o conectada a una máquina, en estado vegetativo, o la que prefiere morir luchando a vivir de rodillas, etc.
Si uno lee las ingeniosas y excitadas prosas de Heine, sorprende lo mucho que debe el profético y poético vitalismo nietzscheano al periodista hebreo. No es casual que el filólogo bigotudo y zaratustriano calificase a Heine como "el mayor poeta de todos los tiempos". Heine insiste en que "todos los hombres fuertes aman la vida" y su compromiso con el pueblo sencillo y menesteroso no le impide reclamar una aristocracia del espíritu y la apuesta romántica por el genio.
Ya está en Heine la denuncia del transmundanismo cristiano y la intuición del eterno retorno: "Cada instante es para mí un infinito... no tengo ninguna necesidad de que ningún cura me prometa una segunda vida". Tal celebración de la vida propia, mundana, no está exenta de egolatría: "Me hacen guiños las estrellas. Y me elevo. Y floto sobre la pequeña tierra y los pequeños sentimientos de los hombres".
La imaginación, incluso el delirio, se imponen sobre la razón, la mitología sobre la racionalidad filosófica. A Heine le hubiese gustado resucitar a los dioses antiguos, besa la boca fría de la Afrodita abatida por "la catástrofe maldita y el gobierno de la cruz y del martirio". Prefiere -como Nietzsche- la ligereza y la jovialidad griega frente a "ese judaísmo sombrío, descarnado, asensual y superintelectualizado". Recuerda con nostalgia aquellos tiempos en que las gentes gozaban de una diversión sublime en sus templos, en sus festividades y misterios.
Reclama -como Nietzsche- una nueva élite de hombres fuertes, de amadores de la vida contra una sociedad en la que cuando un individuo trata de elevarse por encima de ella, la mayoría lo rechaza mediante el ridículo y la difamación; una sociedad en la que quien destaca sufre el ostracismo y es obligado a retirarse a la soledad de sus pensamientos (como Nietzsche de anacoreta en su ermita de Sils-María). "Y es que la sociedad es republicana por esencia. Toda grandeza le es odiosa, tanto la espiritual como la material. Esta última se apoya, por lo común, sobre la primera más de lo que se sospecha comúnmente" -escribe en su presentación de la edición alemana del Quijote, porque "el ser escarnecido era algo tan propio de la heroicidad como las heridas del cuerpo".
Heine se pregunta si Cervantes quiso poner en ridículo, no sólo la literatura de caballerías, sino todas las manifestaciones del entusiasmo humano con la invención del Quijote. Y responde: "Cervantes escribió la mayor de las sátiras contra el entusiasmo humano". Heine no duda de la catolicidad del Manco de Lepanto, de su carácter de soldado fiel al rey absoluto, y concluye que "hemos de venerar en Cervantes al fundador de la novela moderna... al introducir en la novela de caballerías la descripción fiel de las clases bajas, al mezclar en ella la vida del pueblo" con su refranera sabiduría representada por Sancho en su apreciado asno. Ve en esa mezcla de lo ideal con lo común el gran mérito del inmortal relato. "El elemento noble es ahí tan poderoso como el popular. Ese elemento noble, caballeresco y aristocrático dasapace totalmente, sin embargo en las novelas de los autores ingleses, los primeros en imitar a Cervantes". Según Heine, "Walter Scott restauró en la novela ese hermoso equilibrio que tanto admiramos en Cervantes" y considera al escocés el verdadero fundador de la llamada "novela histórica". Es curioso que vea en Cervantes el prototipo de "la serenidad del carácter nacional español". Quijano y Sancho continuamente se parodian, complementándose de manera tan maravillosa que las dos forman el auténtico personaje principal de la novela. Don Quijote habla el idioma de la educación, Sancho el del bufón.
Volvamos a Heine, su temperamente hiperestésico (se desmaya ante el poema recitado por una niña) y su posterior enfermedad no le impidieron apostar por la redención de la sensualidad contra el puritanismo y la hipocresía dominantes, como hará otrosí Nietzsche. En su obra Espíritus elementales (Elementargeister, 1837) personifica su radical escepticismo en la persona de su "pobre amigo Henrich Kitzler, magister artium en Gotinga, erudito y rico en ideas, persona honrada a la que tenían todos por asno porque después de escribir una tesis con todos sus argumentos cimentadores, se sentía obligado a exponer igualmente las objeciones, y lo hacía pensándolas con tal rigor y juzgándolas con tal ecuanimidad que acababa por cambiar su pensamiento y tiraba la tesis con su tratado al fuego. Heine especula sobre ello y afirma que el diablo entiende de lógica y es maestro en metafísica, por eso engaña a todos con sus sofismas. Como antítesis de Cristo y del Espíritu Santo, el diablo reivindica todos los derechos de la materia y, como representante de la razón, es el padre de la mentira... Kitzler acababa de terminar su gran obra sobre "Las virtudes del cristianismo", pero no se alegraba por ello. Había ensalzado allí el triunfo del cristianismo creyendo que suponía también el triunfo de la verdad y la razón sobre el libertinaje y la locura, pero ahora duda... Heine le conmina (o finge que le conmina):
"Aún cuando quieras negar el milagro del Evangelio, no puedes negar que el triunfo mismo del Evangelio fue un milagro... El carcomido paganismo tembló y se derrumbó ante el verbo de esas mujeres y hombres extraños, quienes anunciaban un nuevo reino de los cielos y nada temían en la vieja tierra, ni las garras de los animales salvajes ni la ira de los hombres más salvajes aún, ni la espada ni la llama, pues ellos mismos eran espada y llama, ¡llama y espada de Dios! Esa espada cortó las hojas marchitas y la leña seca del árbol de la vida y lo curó así del cáncer de la putrefacción; esa espada le devolvió el calor interior al tronco paralizado, del que brotaron follaje fresco y retoños fragantes...; el fenómeno más terriblemente glorioso de la historia mundial es esa aparición del cristianismo, su lucha y su victoria".
Heine deja claro a continuación la poca fe que pone en estas palabras al añadir que su expresión solemne derivaba del hecho de que aquella noche había tomado mucha cerveza Eimbecker y su voz sonaba profunda. Pero Kitzler -su alterego, su heterónimo, su disfraz para evitar ser tenido por blasfemo- no se deja impresionar por la defensa que ha hecho su interlocutor del cristianismo. Todos esos argumentos ya han sido tenidos en cuenta en su manuscrito y con más fundamento, pero luego han venido los contraejemplos, la "hazaña" cristiana de recurrir a la espada y a las llamas terrenales cuando las espirituales resultaban insuficientes y, ante la victoria del cristianismo, siente Kitzler -como deja claro Heine en su obra Los dioses en el exilio- una compasión profunda por los restos del paganismo (5), por aquellos monumentos de ese periodo primaveral de la humanidad, que no se repetirá y que sólo pudo florecer una vez, porque "sucumbieron de manera irreparable ante el obscuro afán de destrucción de los cristianos". La piedad bárbara del cristianismo obscureció aquel valiosísimo espíritu artístico con el que los helenos adornaron el mundo.
En Los dioses en el exilio o Los dioses en la miseria (Die Götter im Elend, 1853), Heine explica con detalle cómo los dioses antiguos fueron transformados en demonios por el cristianismo, y sus sacerdotisas en brujas...
"Esos pobres dioses antiguos de los que hablo, cuando llegó la época del triunfo definitivo del cristianismo, en el siglo III, se vieron de pronto en apuros... La mayoría se dirigió a Egipto, donde, para mayor seguridad, adoptaron formas de animales... Y de igual manera tuvieron que huir de nuevo los pobres dioses paganos, en disfraces de todo tipo y buscando cobijo en escondrijos apartados, cuando el amo verdadero del mundo colocó el estandarte de su cruz en la fortaleza del cielo y los celotes iconoclastas, las negras bandas de monjes, profanaron todos los templos y persiguieron con fuego y anatema a los dioses expulsados".
Heine exibe parecido anticlericalismo y ansia de retorno al politeísmo que podemos espigar en los escritos de Nietzsche o en el polifacetismo propuesto para el pensar por Fernando Savater en sus Escritos politeístas (1975), un pensar sensible a la voz de los mitos: "frente a quienes se parapatean en la mitología de la razón, cuadra esgrimir la razón de la mitología", "Ay, Razón soberana! ¿Cuando renunciarás al Poder?" (6). Savater piensa, como Eugenio Trías, que el monoteísmo científico o cientifista, al contrario de lo que pensaron los positivistas, no es suficiente para afrontar la complejidad amenazadora de la realidad, que para poder ser expresada necesita el "suplemento simbólico" (Trías) y la superación de la lógica binaria verdadero/falso (Savater). La verdad que contienen las imágenes simbólicas, como las que ofrecen las alegorías, las fábulas, los grandes relatos y mitos, no pueden ser traducidas al lenguaje científico ni explicados, "por la sencilla razón -dice Savater- que no hay nada que explicar en ellos: no transmiten un contenido, sino que expresan una realidad", casi siempre trágica, añadiría yo, dramática como la condición humana.
Si los antiguos dioses regresaran -sueña Heine- sentirías estrimecimiento sensual y espanto estético. Saldrían de sus sarcófagos como fantasmas graciosos "para celebrar una vez más el alegre culto, para repetir, entre juegos y bailes, la marcha triunfal del Salvador divino, del Redentor de la sensualidad, para danzar de nuevo la danza alegre del paganismo, el cancán del mundo antiguo, sin enmascaramientos hipócritas, sin la presencia del sargento de policía, representante de una moral espiritualista, para divertirse y gritar con júbilo, al uso de la desenfrenada locura de los viejos tiempos: ¡evohé, Baco!" (7).
En el fantasmagórico tropel dionisíaco de la ensoñación todavía romántica de Heine no faltan las coribantes, abriéndose heridas en el propio cuerpo, con espadas cortas, buscando alocadamente el placer en el mismo dolor..., es la sugestión masoquista y sádica que con razón y motivo escandaliza en algunos impiadosos y crueles aforismos de Nietzsche, porque como dice explica Antonio Machado...
"Su lectura es mucho menos divertida que la de Schopenhauer, aunque este es todavía un filósofo sistemático, y Nietzsche, casi un poeta. Sin embargo, aquella su invención de la Vuelta eterna... su tono, tan patético y tan seguro ante cosas tan improbables, tienen su grandeza. Este jabato de Zaratustra es realmente impresionante. Tuvo Nietzsche además de talento malicia de verdadero psicólogo -cosa poco frecuente en sus paisanos-, de hombre que ve muy hondo en sí mismo y apedrea con sus propias entrañas a su prójimo. El señaló para siempre ese resentimiento que tanto envejece y degrada al hombre (Juan de Mairena, XLVI).
Un poco antes, en XLI, recuerda Mairena a su maestro Abel Martín, quien afirmaba que leyendo a Nietzsche "se diría que es el Cristo quien nos ha envenenado. Y bien pudiera ser lo contrario -añadía-: que hayamos nosotros envenenado al Cristo en nuestras almas".
Notas
(3) Peter Stein, en Historia de la Literatura alemana, Cátedra, Madrid 1991.
(5) Heine cita a Edward Gibbon como escritor contemporáneo que no se pronuncia de manera especialmente favorable por aquella victoria del cristianismo.
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