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Interpretación de la Atlántida (fundamento de Kalípolis)
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Publicada por: A.M.Canto
Publicada por: A.M.Canto
Dejamos al pensativo Platón diseñando la posibilidad de una ciudad ideal, en la que brillara la virtud de la Justicia y que permitiese el acceso a la verdad a sus ciudadanos. Para tan noble tarea era imprescindible un correcto uso del Alma humana, pues era imprescindible ordenar nuestra alma para conseguir ordenar la ciudad (esto es lo que Tomás Calvo llamaba con la expresión “Isomorfismo Estructural”).
Con la llegada del Cristianismo la Ciudad Ideal se traslada hasta el mismo Mundo Inteligible, cuando S. Agustín nos habla de dos tipos de ciudades: la terrenal, que hereda todas las taras que Platón había señalado para el mundo sensible, y la ciudad celestial o la Ciudad de Dios, que, evidentemente, contendrá la verdad y eternidad que caracterizaban al mundo inteligible de Platón. El problema se planteaba al tratar de conjugar el sitio de la razón humana y del propio ser humano con los dictados de la Revelación Divina. En general, en este terreno, la filosofía mantiene que la Razón está supeditada a la Fe, pero, poco a poco, se alzarán voces que independicen las dos formas de dirigir la vida del ser humano.
Santo Tomás es el punto de inflexión en esta problemática al mantener que Fe y Razón son dos fuentes de conocimiento distintas e independientes tanto en el método que emplean como por el objeto formal que estudian. Eso no significa que obtengan resultados o verdades opuestas. Ambas llegan a las mismas conclusiones, pues sólo hay una verdad. La razón tiene la misión de ayudar a la fe, clarificando los contenidos de la revelación, y la fe ayuda a la razón confirmando las verdades que la razón descubre (es decir, que si la razón hallaba una verdad que entraba en contradicción con lo que la fe decía, la razón debía estar equivocada). De todos modos es importante el avance para que la filosofía y la razón humana encuentren, de nuevo, un puesto destacado en el Cosmos. Pero no sólo nos interesa Santo Tomás por esta aportación sino por la recuperación que hace de la Filosofía aristotélica y, en particular, de la Ética Eudemonista.
La Felicidad es el fin último al que se dirige la acción humana. En Aristóteles esa felicidad coincidía con lo que el ser humano apetecía en virtud de su naturaleza, que era la racionalidad. Saber, pues, hacía al ser humano feliz, pero para Santo Tomás ese fin último o bien supremo coincide con Dios (saber es ahora creer, siguiendo la teoría iluminista de San Agustín). La coincidencia con Aristóteles se manifiesta cuando habla de la necesidad de ordenar la vida terrenal “socialmente”, porque ella misma es un bien útil para alcanzar el bien supremo, que es Dios.
En su concepto de “sociedad”, el de Aquino expone cómo es aquello que posibilita la paz y la seguridad del individuo y, además, permite satisfacer las necesidades materiales, siempre y cuando en ella se impongan las Leyes Naturales, es decir, las leyes dictadas por la propia naturaleza humana (que recordemos que es ser racional). Pero como la razón humana busca o apetece el Bien Supremo, Dios es en realidad el que ordena las Leyes Humanas. La distinción que aparece entre Ley Eterna (abarca el plan divino de la creación que es incomprensible para la mente humana), y Ley Humana (las leyes positivas o civiles que rigen los Estados y las sociedades), se resuelve a favor de la primera ya que es la Ley Natural (el reflejo de ese plan divino en la esencia de las cosas) el fundamento de la Ley Moral Humana.
¿Bastaría con la Ley Natural? No, los seres humanos necesitamos concretar la ley natural según las circunstancias concretas de los pueblos y Estados, y necesitamos una autoridad humana que garantice el cumplimiento de la misma. Hasta aquí la omnipotencia divina se había apoderado del ser humano y gobernaba en la ciudad terrestre y en la ciudad celeste.
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