En 1696 Newton fue nombrado celador, y luego director de la
Casa de la Moneda en Londres. Desde ese momento, un erudito sensible,
melancólico y soñador, el genio de la mecánica clásica, se transformaría en un grueso, irascible y pomposo administrador, envuelto en terciopelos y ricos brocados, transportado a través de Londres en
una silla de manos, y por fin, en un autócrata de la ciencia, cuando asumió la
presidencia de la Real Sociedad (Royal Society).
Ideológicamente, los estudiosos y biógrafos nos describen al
gran científico como un solterón de ideas fijas y espíritu puritano,
antipapista y antiestuardos, fervosoro secuaz de la Casa de Orange y Whig hasta
su muerte. Aunque Newton se reuniera, obligado por sus cargos y como personaje público, con los corrompidos
y libertinos políticos Whigs y recibiera a nobles extranjeros, casi todos "malditos papistas", no hay que pensar que participase en las orgías organizadas por lord
Halifax ni que fuera invitado al Kit-Kat club. Probablemente le atraían más los profetas
milenaristas que fascinaron a su joven amigo Fatio de Duillier, que la
ingeniosa sociedad literaria de Pope, Swift y Gay. En el retiro de su cámara
fue siempre el sabio concentrado en la historia sagrada, el creyente devoto,
dispuesto a desvelar en los avatares de la historia del mundo y la órbita de los planetas la secreta
intención y sabiduría de Dios, su inescrutable providencia.
A muy pocos íntimos reveló su unitarianismo
absoluto, es decir, la creencia en la
esencia absolutamente unitaria de Dios y, por tanto, la negación de la Trinidad. Obispos y arzobismos de la Iglesia de
Inglaterra buscaron su compañía y proclamaron su ejemplar piedad.