"La verdad no es el todo"
Adorno
En su artículo "El ensayo en la crisis de la modernidad" (1991), Pedro Cerezo aborda la historia del género. La forma ensayística no tiene nada que ver con la concepción sistemática de la filosofía, pero esta es cosa de los modernos (yo añadiría que ya en el siglo XIII, la plenitud de la escolástica engendraría sistemas como "summas"). Pero desde luego ni Platón ni Aristóteles pretendieron construir una representación cerrada y coherente del mundo. Los diálogos platónicos, verbigracia, son "experimentos de exploración de la esfera de lo universal".
Dejando a un lado los intelectualistas tratados teo-lógicos de los escolásticos, los sistemas o los tratados sistemáticos modernos aparecerán cuando se fundamente el ser a partir de la propia conciencia racional, en el momento en el que es el pensar lo que fundamenta el ser, más bien que al revés, digamos post-cogito. El sistema es la consumación del principio de razón suficiente, según el cual todo tiene una esencia o explicación racional por la que existe, sea esta en última instancia -como presumió Leibniz- la Razón Divina (verdades de razón) o Su Divina Voluntad (verdades de hecho).
Es posible que en la pretensión de sistema anidara una voluntad de artificio muy propia del barroco. Nietzsche verá en esa voluntad de sistema una voluntad de poderío, de dominio, e incluso de consuelo: el intento de someter la realidad a control congelándola, amortajándola, para no aceptar su dimensión efímera, temporal (res est forma fugax), problemática, o sea, su dinamismo trágico.
El afán de sistema culmina en Hegel, para el cual lo verdadero es, precisamente, el todo, aunque ese todo tenga un interno movimiento y su esencia se complete mediante un desarrollo dialéctico. Así, la verdad de la historia de la filosofía sería todo su devenir, todo su llegar a ser, desde Tales a Hegel. Pero ese llegar a ser se cierra, precisamente, ¡qué casualidad!, con el sistema hegeliano. ¿Fin de la historia? El resultado es una devaluación de la actualidad y, sobre todo, una neutralización de la crítica.
Pero, después de los dos grandes desastres mundiales del siglo XX, el gran relato, la explicación de la historia como una aventura de salvación (cristianismo) o un progreso hacia el completo descubrimiento de la verdad, la emancipación del género humano o el desarrollo de sus potencialidades (Kant)..., ese relato optimista, como han señalado con razón los postmodernos, ha quebrado.
Mediante ensayos, el individuo afirma su dignidad inalienable, su derecho a existir diferenciado, aquí y ahora, incluso al margen del todo, frente a la totalidad de la historia o del Estado. Así, la existencia individual se convierte en el gozne de la crítica al dogmatismo racionalista, contra la logomaquia de Hegel.
Kierkegaard o Nietzsche; dos espíritus religiosos. El alemán desenmascara la totalidad como una ilusión ordenadora y embalsamadora de la conciencia y erige frente a ella la sabiduría trágica del Sileno: "la voz sombría del vacío universal". Lo que quedará en pie de la razón ilustrada será tal vez la crítica. La crítica hace valer la diferencia, la facticidad temporal del individuo frente al sistema intemporal. De este modo se asume la biografía como un drama (Ortega), la existencia como un problema, el conocimiento como un ir buscando a Dios entre las sombras (Machado).
Si el espíritu de sistema concibe la realidad sub specie aeternitatis, el pensamiento crítico lo hace sub specie instantis, es decir, bajo el apremio de la urgencia y la necesidad. La filosofía se vuelve con ello tentativa, aventura, provisionalidad, fragmento, o sea, ensayo.
Todo sistema, totalizador o totalitario, pretende ser único y vive en guerra a muerte con lo que no es él, con lo que no congrúe con su tratado. En el Ensayo, sin embargo, reina la diferencia que fragmenta el texto único o lo deconstruye, el ensayo alienta en el espacio modal de la posibilidad y la contingencia, del quizá, que echa a pique toda certidumbre.
Por eso el sentido del ensayo es más poético que especulativo, de creación, como el arte de los seudónimos de Kierkegaard, los apócrifos de Machado o los heterónimos de Pessoa. Importa mucho la forma y el sujeto de las formas. En esos personajes inventados -"Victor Eremita", "Juan de Mairena" o "Bernardo Soares"-, estos formidables autores ensayan diversos estilos existenciales -del vivir y del pensar- que descentran el yo y lo entregan, fragmentario y disperso al juego de la diferencia. ¿No es también el yo -como insinuó Hume- la imaginativa invención de una pasión irrefrenable?
Estos son los tres caracteres -concluye Cerezo- del ensayo como género filosófico:
- cinscunstancialidad, momentaneidad y fragmentarismo.
El ensayo ocupa así las épocas de crisis, en el espacio intermedio entre dos sabidurías. Con el importante antecedente del tratado latino de Francisco Sánchez el escéptico (Que nada se sabe, Quod nihil scitur) el paradigma moderno es Michel de Montaigne con sus justamente célebres Essais (1580). Entre los grandes sistemas escolásticos (verdaderas catedrales góticas de conceptos) y los grandes sistemas modernos, también racionalistas, Montaigne con su filosofía impremeditada y fortuita no persigue otra cosa sino aclararse a sí mismo en su íntima perplejidad.
El ensayo vive del escepticismo (y en su origen moderno está el redescubrimiento de la tradición pirrónica, sobre todo de la edición francesa de los textos de Sexto Empírico). Pero en el ensayo la duda no se enroca en la negación, sino que el ensayista emplea la duda como ejercicio de vagabundeo espiritual, de crítica y exploración. Montaigne renueva así la antigua alianza socrática entre duda y reflexión, ironía vital y formación del propio juicio. Esta ignorancia que se sabe a sí misma no es una completa ignorancia.
"Es el aire ligero y libre del que va de camino, sin impaciencias ni apremios, porque sabe que la verdad no está en ningún sitio por estar en todas partes" (Merleau-Ponty).
El pensar del ensayo es un pensar vagabundo, peregrino. Instalado en la contingencia, describe y no demuestra. No muestra evidencias, sino que meramente conjetura argumentando, bien está que cite para ello a los maestros (ad autoritatem), a los clásicos, pero elude lo absoluto. Se trata de una caza sin presa. Pinta el devenir, en lugar de fosilizarlo forzándolo a entrar en una estructura permanente, apriorística. El alma de Montaigne se ensaya porque no se resuelve, hallándose siempre en aprendizaje y prueba. Se trata de una experiencia heurística, un viaje motivado por la pasión del descubrimiento y, sobre todo, se trata de una experiencia de libertad.
El ensayismo tiene en cuenta la inconmensurabilidad del ser o -como diría un apócrifo de Machado- su esencial heterogeneidad. No existe pues una perspectiva única y definitiva, pero, al mismo tiempo, ninguna perspectiva es superflua. Su fidelidad no es a un método (a la tiranía del método), sino a la propia experiencia y condición humana. Monólogo inacabable..., como los Soliloquios de Marco Aurelio, tiene también mucho de confesión personal (San Agustín), de relato biográfico. Esto se siente, aún, como eco al menos, también en el Discurso del Método de Descartes:
"...le commencement de l’hiver m’arrêta en un quartier où, ne trouvant aucune conversation qui me divertît, et n’ayant d’ailleurs, par bonheur, aucuns soins ni passions qui me troublassent, je demeurois tout le jour enfermé seul dans un poêle, où j’avois tout le loisir de m’entretenir de mes pensées." (Discours de la méthode, deuxième partie, éd. Cousin)
A pesar de todo, después de Hegel, el espíritu de sistema persistió, en la obra de Schopenhauer, en la de Comte o en la de Marx. Habermas ha señalado como con Nietzsche se produce el gran viraje, la plataforma giratoria de entrada a la postmodernidad. Con la crisis de la Ilustración resucitará este espíritu del ensayo metamorfoseado con Nietzsche en juego y aforismo, en juego transgresivo y subversivo, en invención vital. Las "filosofías de la sospecha" insistirán en que, por debajo de los sistemas y las teorías metafísicas o morales, pueden esconderse intereses de clase, sucios resentimientos o peligrosos instintos destructivos.
Se impone pues un vigoroso rechazo al logocentrismo que era propio de la cultura moderna, ¡y eso que todo el siglo XX estuvo obsesionado con el lenguaje (filosofía del lenguaje)! Nadie se atreve ya a hablar de pensamiento metafísico, aunque algunos afirman tímidamente que vivimos tiempos post-metafísicos aunque no anti-metafísicos. La realidad, por decirlo de otro modo, es lógicamente injustificable, no hay "razón suficiente" que la explique. La incredulidad respecto a los "grandes relatos" propicia -curiosamente- una emergencia de los pequeños relatos, microrrelatos, "verdades pequeñas que gritan a voz en cuello" como quería Nietzsche, ligeras, joviales, ¡provisionales! Apuntes, esbozos, consignas, aforismos, "Minima moralia"... Verdades condensadas que caben en un tuit.
¿Estaremos ya curados de la nostalgia de lo absoluto? Lo dudo. En la Escuela de Francfurt se da esa mezcla originalísima de materialismo y teología en Benjamin. Marcuse rescata un sentido positivo y liberador para la sublimación... Tal vez, lo que caracterice a la postmodernidad sea aquello que Montaigne veía como incapacidad para resolverse. A fin de cuentas, con las cosas todo se explica, pero entre personas todo se complica.
Como dice el "hombre sin atributos" de Musil, en los tiempos de progreso y democracia no surgen filosofías convincentes. La democracia no se lleva bien con los sistemas, sino mejor con una pluralidad de teorías, ideologías, creencias, hábitos de pensamiento, pues su marco ampara la diferencia, se hace cargo de la diversidad, y el espíritu de sistema no persigue otra cosa que la eliminación pura y simple de la diferencia bajo el primado de la identidad. ¿No es esto "vivir peligrosamente", como quería Nietzsche? No dejarse atar por ningún consenso de lo previamente pensado.
Concluyendo: diremos que el ensayo tiene una doble función, crítica y heurística, que le permite una posición privilegiada en la crisis de la modernidad. Al venirse abajo el mito de una experiencia pura, originaria, de una evidencia racional exacta, el ensayista le pregunta a la vida y se deja preguntar por ella. Su juego entra en simbiosis con la literatura. Mezcla géneros, tonos, la representación de la realidad con la ficción, el experimento mental con la fantasía, en un pensar intermitente.
Al final de su artículo, y a modo de epílogo, el profesor Pedro Cerezo se pregunta si el ensayo acaparará en los próximos tiempos todo el discurso filosófico. Y cree que no. La aspiración de elevarnos a lo incondicionado -como dijo Kant- es una tendencia incoercible de la razón humana. La razón no se aviene fácilmente con lo rapsódico y limitado [por desgracia, tampoco la fe]. Pero la misma fuerza que la impulsa hacia el sistema la impulsa a repudiar lo concluso y cerrado como una forma de capitulación ante lo dominante.
Como el eros platónico, la razón siempre se encuentra de camino. Las alternancias históricas del espíritu sistemático y el espíritu de ensayo prueban que la razón no se satisface ni con lo fragmentario ni con lo concluso. Tal vez nos esperen nuevas formas de sistematismo sin sujeto. Quizá, quién sabe.
"Y es que el ensayo y el sistema constituyen el doble ritmo de diástole y sístole con que respira la filosofía"
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