Estatua de Benito Jerónimo Feijóo en Oviedo |
El celebérrimo doctor Marañón, excelente humanista, literato y académico, celebró la magna obra ensayística del padre Benito Jerónimo Feijóo (1676-Oviedo 1764) dedicándole un espesa pero amena obra: Las ideas biológicas del P. Feijóo (1941). Le considera biólogo de vocación y promotor de la mentalidad científica en España.
Lo cierto es que durante la primera ilustración al fraile polígrafo y erudito le consultaban los sabios de medio mundo, en varios idiomas. La actitud general del fraile benedictino respecto de la salud es clara: hay que servir a la naturaleza y no contrariarla, salvo en casos excepcionales.
Respecto a la dieta, conviene comer en general lo que apetece, aunque nunca en demasía: “Observar con cuidado qué es lo que abraza bien el estómago, qué es lo que digiere sin embarazo”. El médico no puede saber nunca tanto como el paciente si este atiende a las señales de su cuerpo con inteligencia y observa con cuidado las reacciones de su organismo, lo que le sienta mal o bien.
No hay alimento reprobable per se: “No hay alimento tan bueno que sea bueno para todos, ni lo hay tan malo que no sea bueno para alguno”. Tan absurdo es predicar que hay que comer sólo “superalimentos” o verduras, como sólo carne o pescado, y es que cada cuerpo es único. Elogia, no obstante (y con razón, añade Marañón) el uso del pescado. Refiere el caso de una señora sometida por su galeno a una dieta de pucherito de ave y carnero. Su inapetencia era absoluta, excepto para las ensaladas. Se las dejó comer y se curó. Cita también casos de pacientes desahuciados a los que se permitió ingerir alimentos raros que apetecían, y con ello se repusieron.
Elogia el chocolate, citando el bizarro caso del marqués de Mancera, que llegó a vivir ciento ocho años sin tomar apenas otro alimento. Es Feijóo sagaz en la observación de que las calidades de las carnes dependen de las del pasto que consumen las reses. En cuanto a la cantidad, afirma que mayores errores se cometen estrechando la dieta que no en excederla en algo de lo justo. El apetito da la pauta. Sin embargo, Marañón contesta en este punto al asturiano, pues hoy sabemos que muchos, glotones por ansiedad patológica, ansían comer y comen (o comemos) mucho más de lo que les conviene.
No está mal que eventualmente –como en las comidas y cenas de Navidad- se coma con notable abundancia, siempre que en la generalidad de los días se mantenga una dieta sobria. Lo mejor es una alimentación variada (nosotros añadiríamos que también ajustada al tiempo de cada producto y estación). Distingue Feijóo dos apetitos: el del paladar y el del estómago. En caso de desacuerdo entre ambos y de que nos apetezca probar lo que nos sienta mal, hemos de obedecer al estómago. Combate el adagio de que los enfermos siempre apetecen lo dañino. “¿Cómo –se pregunta- es creíble que sea tan madrastra nuestra naturaleza que cuando más necesitamos de su socorro nos inspire sólo una infeliz propensión a lo que nos es nocivo?”. Igualmente arremete contra el prejuicio de que el agua fresca siente mal a los enfermos. Feijóo adoraba el agua de nieve y la bebía en ayunas con frecuencia.
Piensa que el retorno del deseo de comer es señal de recuperación en el convaleciente y –como Avicena- busca una explicación lógica para el extravagante apetito de “picar” yeso, tierra, ceniza, etc. En los tiempos de Feijóo el comer trozos de barro cocido (búcaro) estaba de moda entre las señoras elegantes que creían suavizar y emblanquecer así sus pieles. La condesa de Aulnay cuenta cómo en la tertulia de la princesa de Monteleón las damas de la corte, después de zamparse, algunas, seis jícaras de chocolate, se daban con delicia a comer tierra arcillosa, aunque la madama francesa exagera buscando una visión pintoresca y exótica de España, su testimonio tenía un fondo de verdad. Lo que no mata engorda.
Feijóo anticipa la teoría microbiana de la infección adhiriéndose a la sugestión de Paulino de que sea por causa de “insectos minutísimos” que pasan de unos cuerpos a otros y aumentan su número. En la estela de Oliva Sabuco (Nueva Filosofía de la naturaleza del hombre, 1587), autora a la que ensalza, Feijóo percibe la estrecha relación entre la salud y la economía de las emociones. La alegría, el trabajo y el aire libre, curan. Defiende con entusiasmo la siesta (“sueño meridiano”).
Se interesó mucho por el estudio de los sentidos, proponiendo un sentido del tiempo, pero sobre todo estudió el gusto y el olfato, a los que llama “porteros del domicilio del alma”, pues informan de si es amigo o enemigo el huésped que llama a la puerta. ¡Agudo el monje! En efecto, nadie se moriría por comer una almeja en mal estado si la olfateara bien antes, y todo el mundo escogería el mejor melocotón y no el malo grandote que se corrompe de prisa, si usara su olfato en lugar de la vista, para informarse de su sabor. Ya se percató el monje de lo decisivo que es el olfato en nuestras simpatías y antipatías.
Feijóo vivió larga, lúcida y saludable vida. Se cuenta que a los ochenta y cuatro todavía citaba de memoria pasajes enteros de sus autores favoritos. Prueba de que no es mal consejero. Y eso, ¡habiendo sido fumador! Alguna debilidad ha de tener incluso el más sensato.
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