Shrödinger junto a un icono aludiendo a su célebre paradoja: el gato que, en superposición cuántica, está a la vez muerto y vivo. |
Erwin Schrödinger (Viena, 1887-1961) obtuvo el premio Nobel de
Física y fue uno de los formuladores matemáticos de la mecánica cuántica, pero aquí
nos interesa principalmente porque ha sido uno de los pocos grandes científicos del
siglo XX con suficiente talento filosófico como para reflexionar sobre los
supuestos y límites de la ciencia, y lo suficiente perspicaz como para proponer
su alianza y subordinación al humanismo filosófico.
En La naturaleza y los
griegos (Tusquets, Barcelona, 2006, traducción y prólogo de Victor Gómez
Pin) se recogen sus conferencias Shearman, pronunciadas en Londres en mayo de
1948, o sea, poco después del gran conflicto desatado por una de las mayores
potencias tecnocientíficas que ha conocido la historia (la Alemania de Hitler) y
que forzó a Schrödinger a abandonar Berlín y adoptar la nacionalidad irlandesa.
Demuestra en sus discursos una fina erudición sobre los
presocráticos y una sincera admiración por los físicos jonios, a los que vuelve justificadamente en la esperanza de incrementar
la intelección de la ciencia moderna. En lugar de llenar los huecos de nuestra
comprensión de la naturaleza (physis) con dioses y titanes, aquellos griegos de Jonia o
la Magna Grecia supieron que la superación de la ignorancia mediante la
superstición o la fantasía elimina el imperativo de perseguir una respuesta
racionalmente admisible. Con la crítica del antropomorfismo mitológico abrieron el camino al saber probado o, por lo menos, razonado.
Aunque pueda ser “natural”, a Shrödinger sin embargo le
parece inaceptable la hostilidad entre ciencia y religión, cuyas disputas
no obstante reflejan un interés mutuo, e inaceptable la relativa tregua que no es fruto
de su armonización, sino de la decisión de ignorarse mutuamente, no sin cierta
dosis de desprecio. Deplora pues cómo los unos sólo toman en serio la
información científica, mientras los otros clasifican la ciencia como mera
actividad “mundana”.
Así, uno de los encantos que ofrece la vuelta al pensar
genuino de los griegos es la disolución, en su origen, de ese muro que separa
ambos senderos: el de la ciencia y el de la metafísica. “Merece la pena volver
atrás y ver qué se puede aprender de esta atractiva unidad original”, sobre
todo en la presente crisis de las ciencias fundamentales y cuando se diluye la
frontera entre el observador y lo observado. También es pertinente volver a las
raíces para constatar el origen de nuestros prejuicios y para restaurar la
libertad de pensamiento que caracterizó sus indiscutibles logros.
Shrödinger asume la afirmación de Burnet: “la ciencia nunca
ha existido excepto entre los pueblos que vivieron bajo la influencia de Grecia”.
¿Cuáles son los rasgos peculiares, específicos, de esa
imagen científica del mundo que hemos heredado de los antiguos griegos?
1. El primero de estos rasgos es la hipótesis de que el
despliegue de la naturaleza puede ser
inteligido, aunque esa compresión -después de la crítica de David Hume al
venerable principio de causalidad-, sólo nos ofrezca descripciones de
regularidades probables y no auténticas explicaciones causales.
2. El segundo rasgo es que la ciencia, en su intento de
describir y comprender la naturaleza, expulsa la personalidad del sujeto de
ella. En efecto, la ciencia aspira a ser “objetiva”. Inadvertidamente, el
pensador se retrotrae al papel de observador externo suponiendo como hipótesis
la existencia de un mundo real que está ahí, al margen del sujeto que lo
observa. Shrödinger halla los vestigios más antiguos de esta idea en Heráclito,
en su noción de Logos como regla de
un “mundo en común”. Se trata de la hipóstasis o hipótesis de un mundo real a
nuestro alrededor construido de hecho sobre las partes superpuestas de nuestras
distintas conciencias.
Y sin embargo, tanto el mundo real y objetivo que construye
la ciencia, como nosotros mismos, es decir nuestras mentes, proceden de la misma realidad. Percepciones sensibles, recuerdos, imaginación, pensamiento,
voluntad…, podemos pensar estos "elementos", bien como constituyentes de la
mente, bien como integrantes del mundo material. Pero no podemos, o podemos
sólo con enorme dificultad, pensar ambas cosas al mismo tiempo.
El científico desconecta su mente cuando construye el mundo
real a su alrededor. Y luego se queda perplejo por que la imagen científica del
mundo real resulte tan deficiente. Proporciona mucha información de los hechos,
pero es horriblemente muda acerca de todas esas cosas que nos tocan el corazón
y que realmente nos interesan:
“No nos puede decir una palabra acerca de rojo y azul, amargo y dulce, dolor físico y placer físico; no sabe nada de bello y feo, bueno o malo, Dios y eternidad. La ciencia a veces pretende contestar a preguntas en estos dominios, pero las respuestas son muy a menudo tan endebles que ni siquiera las tomamos en serio”.
Y es que no pertenecemos a este mundo material que la
ciencia construye para nosotros. No estamos en él, estamos fuera. Somos
espectadores. La razón por la que creemos que estamos dentro de él es que
nuestros cuerpos están en el cuadro, el cuadro de un mecanismo de relojería que
nunca llega a conectar con la conciencia, la voluntad, el deber, el dolor, el
placer, la responsabilidad…, poderes estos que, evidentemente, también operan
en el mundo…
Parece como si nuestra personalidad se hubiera evaporado o se
hubiera hecho ostensiblemente innecesaria. Por eso, la visión científica del mundo no contiene en sí
misma valores éticos ni estéticos, ni una palabra acerca de nuestra finalidad
última o destino, y nada de Dios (dicho en términos teológicos). ¿De dónde vengo, adónde voy?
La ciencia es reticente también cuando se trata la cuestión de la gran Unidad –el
Ser de Parménides-, del cual todos formamos parte de alguna manera y al cual
pertenecemos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario