jueves, 24 de diciembre de 2015

ALMA, MÁQUINA O PROCESO

Tres ideas de Naturaleza

 Introducción

Nuestras ciencias suponen siempre una cierta idea, una imagen previa de lo que es el sujeto que conoce, o sea del ser humano, y de lo que es el objeto conocido, o sea de la naturaleza. Esta idea no es del todo consciente, depende, aun sin darse cuenta de ello los científicos, de prejuicios religiosos, imágenes míticas o poéticas, de necesidades sociales, de conflictos históricos y de prejuicios epocales. 

La idea que domina a las demás como una concepción del mundo o una visión general de la naturaleza no se vuelve consciente sino hacia el final, cuando entra en crisis. Por eso decía Hegel que el mochuelo de Minerva sólo alza su vuelo a la caída de la tarde. Cuando un paradigma científico entra en crisis es cuando la reflexión filosófica está en condiciones de reconocer sus principales conceptos y, más importante, la estructura de los mismos, el orden que guardan entre sí. Lo mismo puede suceder en lo social: piénsese en las teorías de Platón o de Aristóteles sobre la polis, surgen cuando el orden de la ciudad-estado, su autonomía, sucumbía entre estertores y resistencias (de las que forman parte las políticas de ambos), subordinándose al marco triunfante del imperio.


 

Griegos y renacentistas

Los griegos pensaban que el mundo natural se hallaba penetrado de alma, de mente e inteligencia. Plantas y animales están emparentan con los humanos, que se mueven familiarmente entre ellos. Incluso a las plantas se les atribuye psique (ψυχή), ya que poseen un poder interno de crecimiento y movimiento. Para Platón el mundo es un todo con alma (v. su diálogo Timeo), un organismo vivo y autoconsciente.

Los científicos del Renacimiento, sin embargo, desarrollaron una idea de la naturaleza diferente. Negaron que el mundo estudiado por la física fuese un organismo. Tal vez con la excepción de Giordano Bruno, pensaron el universo astral más bien como un todo desprovisto de vida. El mundo natural se convirtió en una máquina, un artefacto diseñado y cifrado matemáticamente por una Inteligencia todopoderosa situada fuera de la naturaleza.


Para los griegos, la inteligencia estaba en la naturaleza misma, para los sabios cristianos esa inteligencia era sobrenatural: el sumo Hacedor, creador y gobernante divino. Por eso, la mente que estudiaron Sócrates, Platón y Aristóteles fue, sobre todo, mente natural, mente en el cuerpo y del cuerpo. Artistóteles define el alma como inteligencia de un cuerpo orgánico, o sea, como actividad auto-subsistente del organismo. Sin embargo, insinúa que el noûs (intelecto), si bien es parte del alma, puede resultar “separable” del cuerpo (De Anima, 429b). Esto lo dice desconcertado, como quien da por sentado que la mente pertenece esencialmente al cuerpo.

Muy al contrario, para Descartes, el cuerpo es una sustancia y la mente otra. Y tan independientes resultan que el racionalismo moderno tendrá que contar con Dios para que este garantice la conexión entre el pensamiento y la extensión. Para el filósofo francés está claro que el alma es distinta de los cuerpos, espíritu trascendente, metafísico, libérrimo… Puede existir incluso sin la existencia del mundo físico. Aunque Spinoza se burla de la hipótesis cartesiana de la glándula pineal como conector entre materia y espíritu, el filósofo sefardita separa también el pensamiento de la extensión, como dos atributos extremadamente distintos de una misma sustancia.


Berkeley, Hume, Kant, Hegel…, todos se enfrentaron al problema de cómo es posible que la mente libre se conecte con algo tan extraño, determinista y mecánico, como la naturaleza. Al final, el idealismo acabará decidiendo que la mente hace a la naturaleza, como si esta fuese un producto subalterno de la actividad autónoma y autoexistente de la mente o, más concreta y narcisistamente, el mundo como un producto de la acción creadora del Yo (Fichte).

La visión que los griegos tenían de la naturaleza se basaba en la analogía entre esta y el hombre individual, de modo que este aparecía como un microcosmos análogo al macrocosmos. Parafraseando a Anaxágoras, diríamos que en el hombre hay semillas de todo, incluso de inteligencia.

Por su parte, la analogía renacentista de la naturaleza como máquina se basa en la idea cristiana de un Dios Creador y Omnipotente así como en la experiencia humana de producir artefactos. Se basa en la idea de una naturaleza semejante a un reloj, a la que ha dado cuerda un Dios relojero. El gran éxito de las ciencias naturales renacentistas estuvo en el maridaje de la observación y la matemática. Platón creía en las figuras esenciales de las matemáticas, garantes de claridad racional y certidumbre metafísica, pero Aristóteles, su continuador empirista, con una mentalidad más de médico y biólogo que de matemático o místico, nunca se tomó en serio la realidad de los números. Las cantidades le parecían menos importantes y esenciales que las cualidades. Las sustancias no son números.

La visión actual de la naturaleza es heredera de la griega y la renacentista. Se puede decir que hay entre las tres visiones continuidad, pero también que la actual difiere de sus antecesoras. Siguiendo en esto a R. G. Collingwood, diremos que la diferencia entre nuestra visión de la naturaleza y la de los antiguos se distingue principalmente por la analogía que la ciencia actual establece entre la naturaleza y los procesos históricos. Para los griegos, la naturaleza (physis) era aquello que cambiaba cíclica, rítmicamente, pero que había existido y existiría siempre. Para los renacentistas, el Dios relojero había dado unas leyes inflexibles a la naturaleza, que regirían su destino per secula seculorum.

Nuestra idea de la naturaleza


De otro modo, nuestra idea actual de la naturaleza insiste en la analogía entre el devenir de esta y el devenir de la historia humana. La naturaleza es una explosión, un proceso, un puro desarrollo. Esta concepción de la naturaleza como “historia natural” arranca del siglo XVIII, de Turgot, Voltaire, los Enciclopedistas… Y se confunde al principio con la gran idea ilustrada del “progreso”, para más tarde especificarse en la noción hegeliana de “superación” o en la darwiniana de “evolución”.


Si para los griegos llegó a ser un axioma que sólo puede conocerse lo inmutable (la forma esencial o idea platónica, eterna e inespacial: inmóvil); si para los renacentistas lo inmutable son las “cualidades primarias”, cuantificables, de los objetos y sus leyes; la ciencia del siglo XX no sólo acabará con la idea de una materia o sustrato inmutable, sino que las propias leyes de la naturaleza sufren cambios. ¿Es posible el conocimiento científico de objetos que se hallan en perpetuo cambio? De eso se trata, de reducir toda la física a cinética.

La idea histórica del cambio o proceso científicamente cognoscible se aplicó, con el nombre de progreso, dialéctica histórica, o evolución, al mundo de la naturaleza. Collingwood describe con claridad las consecuencias de esta aplicación e interpretación de la naturaleza como un proceso, como un devenir:

1. El cambio ya no es cíclico, sino progresivo

Del modelo geométrico del círculo, del eterno retorno de las estaciones, o de las rotaciones regulares de las estrellas, tal y como las entendía la astronomía antigua, pasamos al modelo geométrico de la elipse en el Renacimineto (y a las parábolas de los proyectiles de la guerra moderna), pero a partir del XVIII el modelo geométrico será el de la espiral. De las rotaciones uniformes, a la incesante innovación, a la teoría de los juegos inventados y a la teoría de las catástrofes posibles.





En el nuevo modelo de evolución natural y de progreso histórico no dejan de ocurrir eventos nuevos, y si no ocurren, en los modelos sociales, se los provoca, se invierten grandes sumas en innovación. ¿Acaso no nacen también galaxias nuevas, no colisionan, no evolucionan, decaen, mueren? Incluso el conflicto puede ser considerado como algo bueno, como el cuervo de los huevos de oro. En realidad, lo que se había tomado por idéntico, no es más que semejante. No hay dos estrellas idénticas. En el nuevo modelo en espiral, el radio está cambiando continuamente, el centro desplazándose de continuo.

2. La naturaleza ya no es mecánica

No es una máquina. Una máquina es un sistema cerrado o un producto acabado. El nuevo modelo de la naturaleza no supone que la naturaleza esté acabada, sino más bien que se despliega en un proceso evolutivo cuyo final no se alcanza.

La idea de una naturaleza que se autorregula, de un sistema cibernético, la hipótesis gaia cobra sentido desde un modelo en parte mecanicista todavía, aunque se trate de una máquina automática.


3. En cierto sentido se reintroduce la teleología... 

... Aunque se soslaya todo propósito moral. No se trata de que las cosas perseveren en su ser, como creía Spinoza al hablar de conatus, tal conatus no se dirigía hacia la realización de algo que no existía todavía. Para una ciencia evolucionista de la naturaleza el esse de algo natural es su fieri, todo en la naturaleza trata de perseverar en su propio hacerse, en su propio devenir. 

Resulta imposible explicar la inteligente complejidad de la realidad sólo a partir del azar y la necesidad. Es como creer que la catedral de Burgos puede resultar al amontonarse al azar sus materiales. El propio Jacques Monod, tras afirmar que en aras a la objetividad las ciencias naturales han de negarse sistemáticamente a toda interpretación de los fenómenos en términos de causas finales, no tiene más remedio que reconocer: 

“La objetividad nos obliga a reconocer el carácter teleonómico de los seres vivos, a admitir que en sus estructuras y performances realizan y prosiguen un proyecto”[1].

4. La sustancia se resuelve en función

El ser de una cosa es su llegar a ser, las propiedades estructurales de las viejas sustancias son ahora complejos de funciones. La naturaleza consiste en procesos. Un nombre significaría entonces un modo de comportarse, p. ej., un tipo de movimiento de las partículas: su momento angular.

Robin George Collingwood (1889-1943)

5. Espacio y tiempo mínimos

Todo movimiento ocupa lugar y necesita tiempo. Y cada tipo especial de “sustancia” necesita su cantidad específica de espacio-tiempo. En un lapso más breve no puede existir tal cosa. Un movimiento de cierto tipo, como el movimiento de la flecha de Zenón, se compone de movimientos que no son de este tipo. La física evolucionista niega la distinción tajante entre cosa en movimiento y cosa en reposo. Toda materia se compone de partículas diminutas que se mueven incesantemente.

Las leyes que explican el movimiento son leyes estadísticas que describen el comportamiento medio en masa.

“De acuerdo con el principio de espacio mínimo, allí donde hay una sustancia natural s1 (como el agua) hay una cantidad de ella la más pequeña posible (la molécula de agua) y cualquier cantidad menor no sería porción de esas sustancia sino una sustancia diferente (oxígeno e hidrógeno). De acuerdo con el principio de tiempo mínimo hay un tiempo mínimo t durante el cual los movimientos de los átomos (de oxígeno e hidrógeno) dentro de una sola molécula (de agua) pueden establecer su ritmo y de este modo constituir esa molécula. En un lapso menor que t existen los átomos (de oxígeno e hidrógeno) pero no existe la molécula. No hay s1; hay únicamente s2, la clase de sustancias a que pertenecen el oxígeno y el hidrógeno”[2]

Whitehead reflexionó sobre las consecuencias de este principio que compendió en un apotegma: “no hay naturaleza en un instante”. Nosotros podríamos añadir: “no hay naturaleza en un punto”. Si la ciencia moderna resuelve la sustancia en funciones espacio-temporales, en formas de movimiento, y todos los movimientos necesitan tiempo, igual que el punto geométrico ya no está hecho de espacio, el instante matemático ya no está hecho de tiempo. Nada se mueve ni en un punto ni en un instante.

Si bien el aspecto con que nos aparece el mundo natural depende del tiempo que nos toma observarlo, esto no implica que debamos caer en un idealismo subjetivista. El agua, que para existir necesita de un lapso de tiempo y un hueco de espacio determinados (t1, e1), es tan real como los átomos de oxígeno e hidrógeno que la componen, que requieren un tiempo y un espacio de orden t2, e2, y estos tan reales como los electrones y núcleos que los componen, que requieren un lapso menor t3, e3, etc.
De acuerdo con la física actual, si detenemos en flujo de la naturaleza no queda nada. Pero tal hipótesis carece de sentido pues implica una distinción entre sustancia y función que la física no admite.


En cualquier caso, el mundo que podemos estudiar es antropocéntrico, ya que por debajo de cierta fracción de tiempo-espacio no podemos mirar, y tampoco podemos observar, hacia arriba, los procesos que ocupan más espacio-tiempo de aquel que constituye nuestro horizonte mortal.

Así, las leyes que pueden valer para cierto rango espacio-temporal, pueden no valer para otros rangos. Collingwood pone el ejemplo de la segunda ley de la termodinámica, que resultaría innecesaria para un microbio inteligente. Como el lapso de tiempo en el que nos movemos y funcionamos, incluso históricamente es breve (desde una perspectiva geológica, y no digamos desde una cosmológica), y como, en general, el hacer las cosas lleva más tiempo que el destruirlas, puede que los procesos evolutivos naturales (e históricos) que más fácilmente percibamos sean precisamente los destructivos, la disipación de una energía almacenada no se sabe cómo.

Históricamente, esto supone el mito del Paraíso perdido o de una Edad de oro primigenia, roída por el colmillo del tiempo. La visión moderna de un universo “cuesta abajo” puede que resulte de una ilusión análoga, resultado de una visión basada en la observación familiar de procesos relativamente breves.




[1] Jacques Monod. El azar y la necesidad, 1, trad. Francisco Ferrer Lerín, Orbis, 1985, pg. 30.
[2] R. G. Collinwood. Idea de la naturaleza, trad. Eugenio Ímaz, FCE, México, 2006, pg. 41.

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