El problema estético
Los hombres producen una esfera especialísima de enseres que
no expresan verdades ni normas de acción, que no son conocimiento ni moralidad (costumbres),
sino objetos de un puro y peculiarísimo deleite, llamado placer estético o
artístico. La Filosofía es tan relevante por sus respuestas y sistemas
históricos como por sus preguntas, las cuales progresan en su complejidad a la
luz del saber probado.
En su magistral estudio sobre la filosofía de Kant[1],
Manuel García Morente afirma que el problema estético no fue formulado con
precisión hasta el filósofo de la Crítica del juicio. Los antiguos confundían lo bello con lo bueno. De ahí el
concepto griego de kalokagathía (bello y bueno). Y la palabra helénica
techné, viene a significar tanto lo útil, de donde "técnica", como aquello que simplemente se ofrece
como bello para ser contemplado. Los antiguos no distinguían con claridad lo útil, lo bello
y lo artístico. Ni diferenciaban la ética de la estética. Acaso sea la
principal contribución de Kant el haber formulado con precisión e independencia del problema estético.
El juicio estético
Lo bello nos produce una emoción compleja, que no coincide
ni con el asentimiento que le prestamos a una verdad lógica, ni con la
aprobación o desaprobación ética que nos merece una acción moral. Esa especie de
agrado o desagrado artístico o estético se expresa universalmente en el juicio:
me place, me gusta. Hay pues un juicio de gusto distinto del juicio lógico o
moral.
El juicio estético no pretende determinar el concepto del
objeto contemplado. No habla del objeto, sino del sujeto: la lectura del poema,
la visión de la estatua, el monumento o el cuadro, la audición de la cantata..., me ha producido una
determinada impresión sentimental. El fundamento del juicio estético es el
hallazgo en mi ánimo de una emoción especial de agrado o deleite. El juicio de
gusto no dice por tanto la existencia en el objeto de unas determinadas
propiedades, sino la existencia en mí, sujeto, de una determinada emoción. El
juicio estético es, por consiguiente, sentimental.
En mi conocimiento de lo que es bueno hay un interés
fundamental por la existencia de lo que debe ser: la salud, la libertad, la
dignidad, el bienestar. El juicio moral nace de esa aspiración por la
perfección ideal. Pero en el juicio estético no hay tal interés. El juicio
estético es desinteresado. Su interés descansa sólo en el placer que produce el
objeto artístico, su contemplación o su creación. Como dijo Thomas Mann, el
arte no es un poder, es sólo un consuelo. Su interés es, por decirlo con un
oxímoron, un interés desinteresado.
El juicio lógico, científico, consiste en situar el objeto
dado bajo una ley universal de la naturaleza, como un caso de esa ley. El
juicio moral compara un objeto con una ley universal de moralidad, lo debido,
con un tipo ideal de perfección ética. El juicio estético, por su parte, no
refiere el objeto dado a ley alguna, considera el objeto dado como una
individualidad única, incomparable, germen de su propio universo; el fundamento
del juicio estético se halla únicamente en la sombra sentimental que el objeto
artístico proyecta en nuestra alma.
Kant busca un principio específico que dé cuenta de los
caracteres diferenciales del goce estético en la unidad superior de la
conciencia humana. Sin embargo, el arte es irreductible a leyes generales,
refiere sólo a la emoción por él producida. Mientras que la verdad y el bien
son algo objetivo, universal y necesario, pudiéndo hasta cierto punto
fundarse en condiciones a priori, la belleza resulta algo subjetivo. Nada más
variable que el gusto y por eso se dice que, para gusto, los colores, o que sobre
gustos no hay nada escrito. Pero aceptar este tópico supone reducir el deleite
estético al nivel de lo puramente individual y fisiológico, de los deleites
sensibles en manjares o bebidas, dejando al juicio estético sin más
fundamento que las ganas, el capricho o la costumbre de cada individuo.
Placer sensual y deleite estético
El placer sensual no es el deleite estético. El primero es
un deleite operativo, que consume el objeto o lo usa para una satisfacción
inmediata, mientras que el goce artístico es contemplativo. En el goce estético
los sentidos no son el fin sino el medio, vehículos y condiciones
indispensables para representarnos el objeto placentero y bello. Beethoven, ya
sordo, ni siquiera necesitaba ya del oído para representarse el efecto estético
de su música.
“Un deleite es tanto más sensual cuanto pertenece a uno de los sentidos más íntimos, menos objetivos; y es tanto más estético cuanto se consigue mediante un sentido menos íntimo, más vuelto hacia fuera. La vista, el oído, son los sentidos menos aptos para proporcionarnos deleites sensuales; en cambio el gusto, el olfato, el tacto, son los sentidos menos aptos para proporcionarnos placeres estéticos. El placer estético no es, pues, deleite sensual; hay en el placer estético un olvido casi total de los sentidos; en él interviene la capacidad interior de representar; es un goce que, habiendo de pasar por los sentidos, viene, sin embargo, a cuajar en el espíritu mismo. Es un placer espiritual, de seres que tienen conciencia, de hombres, en suma; mientras que el deleite sensible lo halla todo animal, en la satisfacción de sus necesidades fisiológicas, en el mero funcionamiento normal de sus órganos.” (Manuel Gª Morente, op. cit., pg. 182).
No significa lo mismo “me gusta” que “eso es bello”. El
segundo, propiamente un juicio estético, si bien no es universal, aspira a la
universalidad. Cuando decimos que El nacimiento de Venus de Botticelli es un cuadro bello, no decimos sólo que es objeto de mi gusto, sino que toda criatura
racional podría o debería reconocer su belleza con tal de poseer sensibilidad estética. Su excelencia estética, aun fundada
en mi emoción subjetiva, se me aparece como una verdad. En expresión
paradójica, podríamos decir que dicha excelencia estética posee una objetividad
subjetiva. En el juicio estético hay espíritu; el objeto bello o sublime
proporciona un placer especial, más espiritual que sensible.
Lo bello y lo sublime
Kant distingue lo bello de lo sublime. Lo bello es
sentimiento estético de la forma, de lo bien delimitado, de lo finito; lo
sublime es sentimiento de lo informe, de lo grandioso, de lo infinito. Así,
mientras que lo bello es una cierta acomodación de la experiencia, lo sublime
anima a superarla. En lo sublime, la razón, por encima del entendimiento, se
pierde en el pensamiento de lo infinito, de lo incondicionado, de lo absoluto.
Al contemplar lo absoluto nos sentimos como dominando in mente el conjunto
total de lo real.
Dentro de lo sublime, Kant distingue lo sublime matemático o
de la cantidad, de lo sublime dinámico o de la fuerza. La apreciación lógica de
la magnitud, según medida, es diferente de su apreciación sensible, estética.
Cuando la cantidad es tanta, que las percepciones transcurridas no pueden
quedar sujetas en la imaginación, esta cae como rendida, incapaz de seguir paso
a paso la inmensidad de lo real. Entonces surge la idea de lo infinito, y la
razón que concibe esta idea se opone victoriosa a la imaginación, que ha
pretendido infructuosamente ir pegada a la experiencia. Comprendemos, sentimos
entonces lo infinito, pero no podemos pensarlo o imaginarlo en concreto. De
aquí el sentimiento de lo sublime: vemos nuestra pequeñez y al mismo tiempo
nuestra grandeza. Esa mezcla de humillación y de orgullo, de respeto y de
desdén hacia sí mismo, constituye el que llamamos sentimiento de lo sublime.
En el sublime dinámico sucede parecida oposición entre la
fuerza inquebrantable de las leyes naturales y la idea de libertad que anima
nuestro espíritu. Es sublime esta posibilidad, entrevista en ocasiones, de
cumplir con nuestro deber, a pesar de la oposición de la naturaleza entera. El
martirio es sublime, allí vence la idea y mantiénese firme por encima de todo y
contra todo. La muerte heroica expresa la indiscutible superioridad del deber.
Sublime es vencer a la naturaleza en vez de obedecerle. Sentimos por ello
también el sentimiento de lo sublime ante los grandes ingenios de la ciencia,
como el submarino o la nave espacial, pero si recorremos con la mente el nexo de dispositivos
que permiten funcionar a esos artefactos, entonces vemos que es natural y
lógico, desaparece el sentimiento de lo sublime sustituido por el de admiración
u otro semejante.
Así, el pensamiento de lo sublime deriva de nuestra
percepción de una idea de infinitud y libertad que supera las limitaciones
constantes de nuestra experiencia y de las leyes naturales. Es la victoria
momentánea y extraordinaria de lo ideal y absoluto, sobre lo natural y
corriente.
La belleza y los seres vivos
La belleza, por el contrario, surge de una acomodación de la
naturaleza y de una transformación de la experiencia. En manos del artista, la
naturaleza inerte muda de forma esencial para ofrecer los caracteres todos de
la naturaleza viva. El trozo de mármol nos habla, ríe, llora, se enoja, se
exalta, ruega, ataca, duerme, sueña… El mármol, que era cosa, pasa a ser individuo,
sujeto, algo singularísimo que no puede ser encogido en un concepto,
sino que ha de ser percibido en su estricta individualidad.
Adopta así la obra de arte el carácter de un organismo,
materia organizada en un todo con sentido propio. Hay una esencial semejanza
entre la obra de arte y el ser vivo, por eso Kant reúne en una sola
investigación el problema estético y el problema biológico. La Crítica del
Juicio se divide en dos partes: la primera trata de la belleza; la segunda de
la ciencia de los organismos, pues la biología hace uso de un principio que
repugna al sistema mecánico de la naturaleza, el principio de finalidad.
El principio teleológico
Toda la técnica consiste en emplear, como medios, causas
naturales para obtener fines provechosos para el hombre. Aquí la representación
de un fin (efecto) actúa como causa que produce realmente ese efecto. Kant
propone que al nexo mecánico medio-fin se le llame nexo real, y al nexo final (representación
del fin-causa-efecto-fin) se le llama nexo ideal. En el nexo ideal interviene la
inteligencia que previendo los efectos los transforma en fines que a su vez
ponen en movimiento la cadena causal. Así, nuestra intención de medir con precisión el tiempo pone en marcha la construcción del reloj que acaba midiendo el tiempo.
Toda explicación de la naturaleza es necesariamente mecánica
–o por lo menos lo era en tiempos de Kant cuando triunfaba el mecanicismo-.
Para relacionar los fenómenos naturales con el nexo final hay que introducir
dos hipótesis metafísicas: habría que pensar una inteligencia que previera el
fin del universo y los medios para realizarlo; y segundo, hay que tener un
conocimiento exacto de ese fin del universo. No hay nada en la experiencia,
según Kant, que pueda servirnos para fundar dichas conjeturas, ya que el
principio teleológico o de finalidad no nace de la experiencia, ni la
constituye a priori; es simplemente un principio práctico de la acción del
hombre. Al aplicarlo a la naturaleza simplemente incurrimos en antropomorfismos,
les atribuimos a los fenómenos naturales intenciones humanas, como si la lluvia cayera para nutrir los cultivos o satisfacer las necesidades de los vivientes. No sabemos para
qué sirven en general las cosas, las inertes, los hongos, las plantas o los
animales. La ciencia se limita a buscar y hallar una explicación para sus causas necesarias.
Finalidad interna
No obstante, en los organismos la explicación mecánica no
basta, porque están constituidos de tal suerte que en ellos se da lo que Kant
llama una finalidad interna. Un animal es, al menos mientras vive, causa y
efecto de sí mismo. Las encinas organizan sus funciones de acuerdo a la
finalidad de preservarse, conservarse y reproducir la especie, la encina se engendra a sí
misma, transforma los elementos materiales con la finalidad de incorporarlos a
su forma. En el ser vivo, la conservación del todo depende de la conservación y
funcionamiento de las partes, pero éstas a su vez dependen de la conservación
del todo. El conjunto del ser orgánico es así un fin, cuyo mantenimiento se
proponen, aun inconscias, las partes y órganos.
También un reloj, objeto de la técnica humana, está
organizado de modo que las partes dependen del todo y el todo de las partes,
pero no por ello decimos que posee una finalidad interna, pues se la hemos
otorgado desde fuera: marcar las horas. Es un enser organizado por otro ser. Para
que una cosa posea finalidad interna, o sea, para que sea un organismo, es
preciso, además, que el todo resulte a su vez de la forma y función de las
partes. Esto es paradójico, pues por un lado el organismo en su idea total
determina los órganos particulares y su función (la gallina antes del huevo);
pero por otro lado, son los órganos y sus funciones los que engendran y
conservan el organismo (el huevo antes que la gallina). Esta contradicción –dice
Kant- es el problema capital de la biología, ciencia de la vida. La vida es una
finalidad interna: un sistema de formas en donde cada parte es determinada y a
la vez determinante, en donde cada parte engendra el todo y a la vez es
engendrada según la idea del todo.
Finalismo y mecanicismo
La finalidad interna no es la explicación de la vida, sino
su carácter específico, carácter que debe ser explicado mecánicamente. Sin
embargo el conocimiento que necesitamos adquirir de las formas (morfología) y
de las funciones (fisiología) de la vida será necesariamente fundado en el
principio de finalidad, pues debemos siempre indagar el para qué de esta forma
y de aquella función, para qué somos bípedos y para qué pestañeamos, por
ejemplo. El principio de finalidad tiene así una función auxiliar, regulativa,
indicativa en el estudio de los organismos[2].
Manuel García Morente afirma en su estudio de la tercera
crítica de Kant que este anticipó la explicación mecánica (evolucionista) de la
vida en el año 1799, al menos como vislumbre: el de que la analogía de las
formas vivientes, a pesar de su diversidad, parecen producidas según un
prototipo común. Ello fortalece la sospecha de que “existe una verdadera afinidad
entre ellas y de que todas provienen de una madre común primitiva”.
Finalidad sin fin
Como el organismo, la obra de arte –decíamos- es una
individualidad irreductible a leyes universales mecánicas. Kant se sirve
también aquí de la idea de finalidad para definir la producción bella, pues en
la obra de arte la idea del todo condiciona y determina las partes, que a su
vez producen e informan el todo. La obra artística es, pues, una causa, que es al mismo tiempo
efecto, una causa de sí misma, una finalidad interna.
No obstante, la obra de arte es sólo un organismo
aparentemente vivo, vivo en mi sensación, no objetivamente. Vivo para mí que
soy capaz de sentir esa vida ficticia. Se trata por tanto de una finalidad
subjetiva, es la forma pura de la finalidad o –como dice Kant- la finalidad sin
fin. Objeto vivo es el que suscita en mí la idea de la vida, pero sólo la idea.
Mis facultades funcionan así en balde, no con el interés científico o práctico,
como sucede en los actos cognitivos o morales. Cuando contemplo una obra de
arte, mis facultades espirituales funcionan como si todo cuanto siento e imagino perteneciese realmente a la obra de arte, como si la belleza de la obra fuera
objetiva y real, como si perteneciese a ella esa finalidad interna, por eso en
el juicio estético hay una exigencia, una aspiración de universalidad.
El arte es juego
Con la noción de finalidad sin fin que define a la belleza se
enlaza la del juego. El funcionamiento en balde, gratuito, de nuestras facultades superiores
por puro deleite caracteriza en efecto al juego, el juego que se juega por
gusto y no por el interés del dominio o del dinero. El juego es también una
ficción de vida cuya finalidad carece de fin teórico o práctico. El verdadero
juego no es el del adulto que juega para ganar, que necesita del acicate de la
ganancia, sino el del niño que juega por el placer de jugar. Es el arte por el
arte, el recreo en la contemplación y la acción bella, una fuente inagotable de
satisfacción. El arte es esa tarea, que como ocurre también en la obra del
artesano a veces, embarga por sí misma todo el ánimo del trabajador, en la
pureza de un movimiento bien hecho (de danza por ejemplo), en la gracia de un
contorno bien trazado (en un dibujo), en la delicadeza o consonancia armónica de
un esfuerzo de voz (canto).
Ese esfuerzo, artístico, ya no es trabajo. Desaparece toda
idea de utilidad. El artista se complace y deleita en su propio trabajo… Algo
que desaparece obviamente con el maquinismo, con el producto generado por
máquinas.
El genio
El genio artístico es –dice Kant- la disposición nativa del
espíritu, mediante la cual la naturaleza da la regla al arte. El arte tiene sus
reglas y la producción estética obedece a preceptos (el de la proporción aurea,
por ejemplo). La obra se dispone intencionadamente según normas y reglas. Pero
el arte es una finalidad sin fin y sin concepto, irreductible a leyes lógicas
universales, por lo tanto, no se aprende como la ciencia. Las reglas a que el
artista obedece no le son impuestas desde fuera, sino que nacen de lo profundo
de su alma sin que ni él mismo pueda formularlas con exactitud. El genio es, él
mismo, naturaleza creadora, como si en su espíritu por nativa disposición se
hubiera alojado una parcela del poder poético del Supremo Hacedor.
Kant pretende resolver así la polémica entre realismo,
naturalismo e idealismo en el arte. Ni una cosa ni otra. El arte es una creación
tan natural como los productos de la naturaleza. Tampoco la corrige. El genio
es naturaleza creadora. Lo que hay que preguntar no es si el artista copia o
inventa, sino si crea bien, si sus obras son organismos vivos, si sus engendros
tienen hálito espiritual.
Romanticismo y positivismo
Ni qué decir tiene que las ideas de Kant influyeron mucho en
los grandes filósofos y poetas de la filosofía del idealismo alemán. Hegel, Schelling y Krause colocaron en lugar principal de sus
sistemas filosóficos la teoría del arte, llevados a considerar la realidad toda
como un organismo con finalidad interna. Acabaron por concebir el mundo como
una inmensa y autosuficiente obra de arte. Para ellos la verdad misma era poética y el universo un
conjunto armónico de órganos, propios de un organismo majestuoso, total,
absoluto.
El positivismo por su parte se fijará en las propiedades
objetivas de las bellezas elementales y por otro lado profundizará en el
análisis psicológico de la emoción estética. Del extremo objetivismo de querer
fijar en proporciones matemáticas lo bello en sí, en la sección
dorada, etc., se saltará al extremo contrario, subjetivista, la belleza
exclusivamente como expresión de una emoción particular y la estética como mero
análisis de dicha emoción.
[1] La filosofía de Kant (Una introducción a
la Filosofía), Espasa-Calpe, Madrid 1975. Dedicado a la memoria de D. Francisco
Giner de los Ríos.
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