Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716-), sello de 1927 |
Ortega define a Leibniz como “una de las mentes más poderosas con que ha sido regalado el destino europeo”. Políglota, polímata, dominaba todos los saberes de su época e inventó algunos nuevos. Renovó la lógica, amplió la matemática, reformó los principios de la física, fecundó la biología, depuró la jurisprudencia, modernizó los estudios históricos y dotó a la lingüística de nuevos horizontes (gramática comparada).
En su tiempo la civilización europea llegó a su máximo grado de integración con la convergencia del humanismo clásico, el espiritualismo cristiano y la innovación científica. Leibniz fue un genial integrador, más inclinado a la conciliación entre creencias e ideas que a la polémica. A pesar de lo cual acabó siendo objeto de mofa generalizada con la expresión "glaubt nichts", descreído. Y murió solo. Sus restos fueron enterrados por la noche con la única asistencia de un amigo y sin contar con la presencia de un pastor.
El optimismo de su metafísica se ha popularizado ¡y malinterpretado!, en parte gracias al modo en que lo ridiculizó Voltaire en su Cándido o el optimismo, bajo la figura del Doctor Pangloss.De la Perfección Suprema de Dios se sigue que al producir el Universo ha escogido el mejor Plan posible, en el cual se dé la mayor variedad con el mejor orden; en que el terreno, el lugar, el tiempo queden mejor arreglados; en que se produzca el mayor efecto por las vías más sencillas; en que haya al máximum de potencia, de conocimiento, de dicha y de bondad que el Universo puede admitir. Porque todos los posibles, pretendiendo a la existencia en el entendimiento de Dios proporcionalmente a sus perfecciones, dan como resultado de todas estas pretensiones el Mundo Actual más perfecto posible. Y sin esto no sería posible dar la razón de por qué las cosas son como son y no de otra manera (Philosophische Schriften, VI, 603).
La pregunta que sirve de protocolo a su doctrina es radicalmente ontológica: “¿Por qué hay algo y no simplemente nada?”. Según Leibniz llegamos a la realidad desde posibilidades, lo real es, antes que nada, posible. Leibniz desarrollará una ontología de la modalidad (posible, real, necesario, contingente), desde el ser posible. Lo posible, aún sin ser todavía, es más que nada. Es consistente porque no incluye contradicción. Todo cuanto no incluye contradicción es posible. A los posibles llama Leibniz esencias. Desde luego, mil euros posibles no son mil euros reales, el ser posible es un ser menguado, diminutum, pero todo posible tiene tendencia a realizarse, pugna por ser real (exigentia essentiae), su modo de ser es eterna y dinámicamente presente en el entendimiento divino.
Aunque todo los mundos posibles estén en futuro de existir, pues "el presente está grávido de futuro", esto no significa que todos los órdenes posibles lleguen a existir porque, aunque cada posible sea consistente, no es necesariamente compatible (composible) con los demás posibles. El universo es dinámico y múltiple, pero ¿por qué tenemos este universo y no otro? Lo contrario de nuestra realidad no es imposible, pueden existir otros mundos posibles y ni siquiera es imposible que no existiese nada.
Prima facie, parece que el mundo real poblado de hechos contingentes resulta irracional, como ciertos números[1], pero tal irracionalidad es sólo aparente. Cada mundo es un agregado de esencias o posibilidades compatibles. El mundo existe, es una madeja y una cadena bien ordenada de hechos, y existe porque aquel poder absoluto que solemos llamar Dios lo quiso así. Para ello tuvo que decidir crearlo y elegir entre los posibles. Su elección no fue un razonamiento lógico, sino una preferencia voluntaria o, dicho de otra manera, la “razón” de que Dios eligiese este mundo, esta naturaleza y no otra, no fue lógico-entitativa, sino estimativa. Este le pareció el mejor de los mundos posibles. Del mismo modo, cada uno de nosotros, a su imagen y semejanza, de entre las posibilidades que la naturaleza del mundo nos ofrece, escogemos la que nos parece mejor para realizarnos, es decir para llegar a ser reales.
“Tan pronto como Dios ha resuelto crear alguna cosa, tiene lugar un combate entre los posibles, ya que todos pretenden a la existencia. Aquellos que juntos producen más realidad, más perfección, más inteligibilidad, triunfan” (op. cit. VI, 236).
El optimismo de Leibniz no es cuestión de humor o temperamento, su optimismo no es una actitud de su talante, sino que viene exigido por su ontología modal, que supone un salto absoluto desde la posibilidad a la existencia, mediado por la idea semita de creación. No obstante, el Dios de Leibniz no crea desde lo imposible ni desde la nada, sino desde las posibilidades contenidas en su entendimiento, análogas a las ideas como razones seminales agustinianas. La creación supone así un salto del orden lógico (que Hegel llamará "mente divina antes de la creación del mundo") al orden ético. Para nada sirve el cálculo de si el placer del depredador, la zorra, es superior al sufrimiento de la liebre, su presa. No se trata de un optimismo extraído de los hechos del mundo, sino de un optimismo a priori.
Sin duda resuena con fuerza aquí el eco de la Idea del Bien platónica “más allá de la esencia en dignidad y poder” (epekeine tes ousías) e incluso el fragmento 102 de Heráclito, que reza: “Para el dios todas las cosas son bellas y buenas y justas”. (Recordemos que Platón tuvo un maestro heraclitano, Crátilo, antes de Sócrates). Para Leibniz nuestro mundo no es el mejor porque exista, sino que existe porque es el mejor de los posibles. Ortega ve en el optimismo de Leibniz un motivo perenne de la filosofía. También la Escolástica reciprocaba el ente y lo bueno, y el neoplatonismo hacía del bien un trascendental del Uno. El mismo Aristóteles dejó escrito: “La Naturaleza hace lo mejor entre lo que es posible” (Sobre las partes de los animales, 687 a 16).
A este respecto es muy interesante la nota de los manuscritos de Ortega recién editada por Javier Echeverría[3] en la que refiere al concepto griego del Ser, al que atribuye una connotación tácita, que tiene que ser inteligible y lo inteligible es lo que da razón de sí, esto es, que justifica su existencia. “Al griego le parece selbstverständlich [natural, evidente, lógico, por supuesto] que nada puede ser si no es lo que ‘debe ser’ = bueno. La bondad es “posibilidad” del Ser. Bondad no en el sentido moderno sino de la areté”. Y a la inversa, los términos éticos griegos como areté tenían un valor ontológico, la virtus es lo que hace que lo que es sea como debe ser.
Pero Leibniz no dice que el ser sea bueno simpliciter, sino que es el mejor de los posibles, lo cual significa que los demás mundos posibles son menos buenos porque incluyen mayor densidad o cantidad de mal, que son peores. En rigor, lo que dice Leibniz es que este mundo es el mejor de los no-buenos, por tanto de los malos. Para Leibniz un mundo totalmente bueno, sin depredadores ni presas, por decirlo así, sin enfermedades ni conflictos, es sencillamente imposible o incomposible.
Leibniz tuvo que hacer congruente su monadología y su ontología. Las mónadas son discernibles, o sea diversas, y lo son porque suponen distinto grado de realidad y perfección. Cada mónada, es decir cada uno de los seres vivos percipientes y apetentes forma parte del universo y el Dios leibniciano contabilizó los bienes y males de todas las mónadas, no sólo de las humanas. Para Leibniz perfección es cantidad de realidad (quantitas realitatis), por tanto no hay mónadas si no hay relativa imperfección y, por ejemplo, percepción confusa, que es un mal. Y sin ese mal constitutivo no podría haber nada, ni zorra ni liebre. Un ente –salvo Dios- que no fuese imperfecto sería “un desertor del orden general”. También Platón limitó su optimismo al decir que las cosas buenas de este mundo sólo lo son relativamente, son, en rigor, ἀγαθοειδής, o sea "buenoides", casi buenas (Rep. 509ª). El bien para Leibniz no consiste en que la cosa sea perfecta, pues nunca lo es; de lo contrario sería ella el Creador, sino en que siempre avanza hacia la perfección[4].
Leibniz veía a Dios luchando contra la maldad del ser que su entendimiento le hacía presente. En la Teodicea[5] Dios pacta con la maldad para evitar males mayores, algo que hacemos los mortales todos los días que sale el sol con el fin de sobrevivir. En el Dios de Lebniz hay dos principios Entendimiento y Voluntad:
“El Entendimiento proporciona [suministra, fournit] el principio del mal, sin ser empañado por él, sin ser malo; y representa las naturalezas como son en las verdades eternas; contiene en sí la razón por la cual el mal es permitido, pero la voluntad no apunta sino al bien” (Ibd., VI, 198s).
Ortega propone, siguiendo sus pasos, una disteleología metafísica y empírica, es decir, una investigación, definición y análisis, de la imperfección de la Naturaleza. ¡Interesante iniciativa! En sus notas de trabajo sobre Leibniz[6] cita Ortega al fisiólogo vegetal Molisch que a la vista del diseño de la hoja del plátano especula si no padecemos un error al suponer que la naturaleza lo hace todo por lo mejor, para luego rectificar diciendo que el hendirse de la hoja por el viento revela la providencia del finalismo natural. “¡Y se queda tan tranquilo! -contesta Ortega- ¿No se le ocurre dar un paso más? Preguntarse si no es un error de la naturaleza haber dado al plátano una forma tal que apenas es compatible con el bienestar de su tronco”. Así pues, para Ortega, los razonamientos teleo- y disteleológicos muestran un carácter móvil y caleidoscópico.
Optimismo y Biodiversidad
Ante las críticas de Voltaire al presunto optimismo de Leibniz (hemos visto que lleva larvado en su corazón el pesimismo), Rousseau replicará defendiendo a los optimistas (Leibniz, Wolff, Pope…). Lo hará distinguiendo entre el mal particular, “cuya existencia nunca ha sido negada por filósofo alguno, y el mal general negado por el optimista. No se trata de saber si cada uno de nosotros sufre o no, sino si era bueno que el universo existiese y nuestros males eran inevitables en su constitución” (Cartas morales, Madrid 2006[7]). Rousseau afirma la compatibilidad del mal general con los males particulares. Según Javier Echeverría, el filósofo de El Contrato social introduce en la filosofía los que hoy llamamos “valores ecológicos”. La conservación de una pluralidad de géneros y especies, es decir, la biodiversidad, es un bien para el Dios de Rousseau.
Este tipo de pensamiento ya había sido anticipado por Leibniz. Ocupándose a fondo del problema del mal, Bayle respondió desde una perspectiva antropocéntrica justificando en mal de la naturaleza en beneficio del hombre, o de las criaturas inteligentes. Leibniz acepta como uno de los designios de la providencia divina la felicidad humana, pero para Leibniz este no es el único fin de la creación. No sólo los humanos tienen valor para el Dios, también los demás seres vivos. El Dios leibniciano es poco antropocéntrico y nada antropomórfico. De hecho, Leibniz critica explícitamente el antropomorfismo de muchos pensadores que al hablar del bien y del mal sólo se preocupan de los bienes y males humanos (Teodicea, I, 122 y 125). Y su mundo admite una maravillosa biodiversidad… “Si sólo hubiera espíritus [bondadosos], carecerían de la vinculación necesaria, al no haber el orden de los lugares y de los tiempos; dicho orden requiere la materia, el movimiento y sus leyes” (Teodicea, II, 120).
A parte de la especie humana –explica Echeverría refiriendo a Leibniz-, Dios tuvo en cuenta muchas más variables al hacer el cálculo de mundos posibles que le llevó a determinar cuál es el mejor, creándolo ipso facto. Al dilucidar qué mundo sería menos malo, el Dios de Leibniz contabilizó los males humanos, pero también los del resto de las especies. No sólo tuvo en cuenta el dolor y el gozo, sino también otros muchos bienes y males. Dios eligió un mundo en el que los espíritus encarnan en cuerpos materiales para poder actuar y así se interrelacionan en el espacio (orden de coexistencia) y en el tiempo (orden de sucesión). Contra Newton, Leibniz piensa que ni el tiempo ni el espacio son sustancias: son órdenes de relación infinitos que posibilitan infinitas relaciones entre los vivientes. La perfección del mundo óptimo creado por Dios no se muestra en la ausencia de males, sino en la multiplicidad de modos de ser y en la diversidad de sus interacciones.
Esta concepción del mundo, el “optimismo trágico” de Leibniz, según expresión acuñada por Echeverría, es dramática y congruente con la que desarrollará siglos después Darwin; millones de especies y de individuos luchando entre sí por su supervivencia, que únicamente logran los más aptos.
A la pregunta que da lugar al dilema Epicúreo: ¿no puede o no quiere Dios evitar el mal? (O Dios es impotente o es malvado), Lebniz respondería que Dios ni puede ni quiere. “No puede porque la existencia del mal es precisa para que exista el mejor de los mundos posibles. Tampoco quiere, porque el entendimiento divino ha calculado todos los mundos posibles y ha determinado cuál es el mejor”[10]. Leibniz jamás negó la existencia del mal, incluso fue prudente reconociendo tácitamente que los males que sufre un individuo particular en este mundo pueden ser mayores a los bienes que disfruta, su optimismo consiste en afirmar que “en el universo no sólo el bien sobrepasa al mal, sino que el mal sirve también para aumentar el bien” (Teodicea, II, 216).
Leibniz (1646-1716) no llegó a conocer el terremoto de Lisboa (1755) y sus devastadores efectos, que conmovieron la fe de Voltaire, pero si lo hubiera conocido –comenta Echeverría- tal vez hubiera preguntado qué otras víctimas a parte de los hombre hubo o qué bienes se derivaron para otras especies de las víctimas humanas. No hay duda de que si nos ponemos en el lugar de los microbios o de los insectos detritívoros y necrófagos dicho terremoto fue un gran bien.
Diptero del género Lucilia alimentándose de los restos de un caqui, 28 octubre 2012, Cerros de Úbeda. |
Puede extraerse una interesante conclusión de todo esto: “Sólo se puede intentar incrementar la proporción de bienes en relación a los males. No es posible nada mejor. El Bien Absoluto no existe ni puede existir en ningún microcosmos” [11]… Por eso las golondrinas emigran cada año para buscar un microcosmos mejor.
Agradecimiento
A Antonio de Lara Pérez por su invitación al grupo de debate (Sevilla, AAFi) sobre la conferencia de Ortega "Del optimismo en Leibniz", cuyo estudio motivó este ensayo.
[1]
La hipótesis pitagórica de una armonía matemática y racional del cosmos pesa sobre
Leibniz, así como su crisis, al descubrir el análisis la existencia de números reales no racionales. Para la crisis antigua del pitagorismo v. Víctor Gómez
Pin. Pitágoras, “Cimentación y
quiebra del pitagorismo”, Shackleton Books, 2019.
[2]
El principio de lo mejor da por
supuesto no sólo que lo que existe es lo mejor, sino que existir es mejor que
no existir, que Ser es mejor que Nada. Anota Ortega que el alemán podría haber probado
esto razonando así: “El hecho de que existe algo es ya prueba de que es mejor
el existir porque si no Dios habría preferido la nada” (Manuscritos editados
por Javier Echeverría, 2020, C) nota 102, v. infra, nota 3).
[3]
José Ortega y Gasset. La idea de
principio en Leibniz… C) Manuscritos inéditos de Ortega…C.I. Léxico leibniziano,
32. Edición a cargo de Javier Echeverría, CSIC 2020, pg. 410.
[4]
V. Bernardino Orio de Miguel. Leibniz y
el pensamiento hermético, II, ed. UPV, Valencia 2002, pg. 368.
[5]
Leibniz escribió la Teodicea (1705)
respondiendo a Bayle con el subtítulo “Sobre la bondad de Dios, la libertad del
hombre y el origen del mal”. Aunque, según Simon Critchley en El libro de los filósofos muertos (1960) también lo hizo para halagar los oídos de su protectora, la reina Sofía Carlota.
[6]
Edición citada de Javier Echeverría de los manuscritos de Ortega. C) nota 85.
[7]
Citado por Javier Echeverría en Ciencia
del bien y del mal. 2.6., Herder, Barcelona 2007.
[8]
Leibniz. Observaciones al libro sobre El
Origen del Mal publicado recientemente en Inglaterra, anexo a la Teodicea,
p. 392. Citado por J. Echeverría, op. cit. pg. 291, nota 161.
[9]
Javier Echeverría, Ciencia del bien y el
mal. 2.6. “El origen del mal: Bayle y Leibniz”, pg. 292.
[10]
Ibidem, pg. 294.
[11]
Ibidem, pg. 295s. Las cursivas son mías.
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