sábado, 5 de febrero de 2022

GENIO DE CARÁCTER

 

Fragmento de la pg 325 del libro de Agustín García Calvo:
Razón común, edición, traducción y comentario
de los restos del  libro de Heráclito, Lucina, 1985.

Interpretaciones del fragmento 119 (Diels-Kranz) de Sobre la naturaleza de Heráclito de Éfeso 

ἮθΟΣ  ἈΝΘΡΏΠΟΙ  ΔΑÍΜΩΝ

Antonio Escohotado en Hitos del sentido (Barcelona 2020) traduce el famoso fragmento 119 (D-K) de Heráclito “êthos anthrópoi daímon”: “el carácter es el sino del hombre” o “la costumbre moldea el carácter”. “Daímon” o demon, la interioridad individual divinizada o la divinidad íntima, remite, según el comentarista a perfiles heroicos; êthos, a la conducta habitual de un grupo. Recuérdese el Demon socrático, que impulsaba al Tábano ateniense a proseguir incansable su indagación ética. Otra cosa piensa Agustín García Calvo, como veremos más adelante.


Los dos nominativos de la frase sin verbo son interpretados por Escohotado como una antítesis, una contrariedad productiva, como la tensión entre la cuerda y el bastidor que dota al arco de potencia de tiro, esa tensión de la que, según la cosmología del príncipe de Éfeso, procede la más bella armonía de la naturaleza. El contraste según esta interpretación vendría dado entre las leyes humanas, es decir la costumbre hecha norma o rutina, y la necesidad de la ley eterna, esa en función de la cual Antígona, hija incestuosa de Edipo, acepta morir enterrada antes que dejar a su hermano insepulto, aunque sea esto último lo que dicten las leyes de la ciudad como castigo para un traidor al statu quo.

Según Friedländer, Heráclito comprendió la estructura antitética del Lógos. A esto se le llamará dialéctica, aunque el término servirá también para referirse a muchas otras abstracciones y métodos, que representan tanto instrumentos lógicos como actitudes o formas de ser de la evolución histórica, o de la disputa intelectual. Para Escohotado la frasecita tiene que ver con la secularización de las religiones mistéricas. Lo que dice Heráclito es que nuestro destino (demon) está determinado por lo que hacemos y que, por repetido, nos constituye como costumbre o segunda forma de ser (êthos, carácter), doble naturaleza añadida pero regidora de la biológica o meramente  física (temperamento).

El fragmento 119 lo hemos conservado gracias al Florilegio de Juan Estobeo (S. V d. C.). En su edición de Los Filósofos Presocráticos, Conrado Eggers y Victoria E. Juliá traducen: “El carácter es para el hombre su demonio”. Anotan los traductores su duda de que tal vez hubiera sido más correcto en el caso de Estobeo hablar de “comportamiento” para êthos. Entonces, Heráclito anticiparía la profunda y acertada idea aristotélica de que somos moralmente lo que hacemos, las acciones que repetimos y que se convierten por ello en hábitos positivos (virtudes, aretai) o negativos, en vicioso defectos (“obras son amores y no ‘buenas’ razones”). Téngase en cuenta la afirmación aristotélica “la naturaleza es ciertamente daimónica, pero no divina” (Parva naturalia: De divinatione per somnum, 463b14), que sirve de lema a la obra de Félix Duque Filosofía de la técnica de la naturaleza, 2019).


Detalle de Heráclito en la Academia de Rafael Sanzio

Plutarco también recogió la heraclitana máxima de marras en sus Cuestiones platónicas. “¿Acaso no fue algo divino y demoníaco lo que verdaderamente guio a Sócrates a este género de filosofía?”.

R. Dodds clasifica los daimones griegos en tres clases: 1) Agentes de la cólera o envidia divina que emergen en el hombre como impulsos irracionales. Algo de esto quedaría en la expresión española “estar endemoniado”. 2) Poderes divinos con que los dioses persiguen a los hombres impiadosos o sacrílegos (ángeles justicieros). Y 3) Divinidad personal asignada a cada individuo desde que nace y que lo guía en su vida hasta la muerte. Aceptaremos que este tercer sentido es el que entra en juego tanto en Heráclito como en los Diálogos socráticos. Su análogo cristiano es la voz de la conciencia, el Pepito Grillo de la fábula de Pinocho. Más remotamente, cabe hallar su análogo en el Ángel de la guarda (dulce compañía…).

Lo que estaría diciendo Heráclito es que, a pesar de la cósmica razón común (Lógos) o precisamente por ella, nadie está exento de labrar su propio sino forjando su ser personal, su carácter moral. En este sentido, cabe interpretar el aforismo de Heráclito como carta fundacional o protocolo constituyente de la tradición humanista, representada en el Renacimiento por la Oratio de hominis dignitate de Pico de la Mirandola, el melancólico efesio sería iniciador del giro antropológico de la filosofía antigua.

Por otro lado muy diferente fue la interpretación de Orígenes (185-257) al contraponer en Contra Celso (VI, 12) la sabiduría humana y la divina: “el carácter humano no cuenta con pensamientos inteligentes, el divino sí”, escribe, recordando el desprecio de Pablo por la sabiduría de los filósofos.

Kirk y Raven (Los filósofos presocráticos, Madrid, Gredos 1974) afirman en su comentario al fragmento que con su aserto Heráclito “niega la opinión, generalizada en Homero, de que al individuo no se le puede imputar con frecuencia la responsabilidad de sus actos: En este pasaje, δαίμων (demon) significa simplemente el destino personal de un hombre, que está determinado por su propio carácter, ἦθος (êthos), sobre el que ejerce cierto control, y no por poderes externos y frecuentemente caprichosos, “que actúan acaso a través de un ‘genio’ asignado a cada individuo por el azar o el Hado”. En Heráclito, como antes en Solón, que había reaccionado también contra el desamparo de moral heroica que hace del héroe juguete de los dioses, hay ya una verdadera referencia a la conducta racional, inteligente y prudente, como agente moral. Esto haría de Heráclito el “abuelo” de la Ética como disciplina filosófica, si tomamos a Sócrates por “padre” de la Ciencia del bien y del mal. Ya no cabe que Helena –como en Homero- culpe a Afrodita de las debilidades de su êthos.




Parménides y Heráclito, que tuvieron su acmé o florecimiento hacia el 500 a. C., razonaron –explica Ortega-, pero todavía no lo sabían. Sócrates será el primero en darse cuenta de que la Razón es un nuevo universo (OO. CC. 3, pg. 175). Con Sócrates la razón se hará reflexiva, o recursiva, pero también problemática.

En su monumental edición de las reliquias del libro de Heráclito (Razón común, Lucina, Madrid 1975, Agustín García Calvo traduce explicando: “Su modo de ser es lo que es para un hombre su genio divino”. En su comentario recuerda que Plutarco empareja la sentencia heraclitana con un verso de Menandro: “Pues es el seso el dios nuestro”. Es difícil suponer una distinción tajante y helénica entre nuestra naturaleza biológica y la moral. Alejandro de Afrodisia (150-259) sigue insistiendo en la identificación de êthos y phýsis (naturaleza viva)… “También en el alma puede uno hallar, según la constitución natural (physikén), que resultan diferentes en cada uno las preferencias y las acciones y las vidas: pues ‘su modo…divino’ según Heráclito: esto es, natura”. Es decir, no parece haber diferencia entre lo que nosotros llamaríamos temperamento heredado, disposiciones genéticas, y el carácter educado, elegido, construido según preferencias y decisiones, carácter que, por supuesto, se desarrolla y se soporta en aquel, con el que debe de algún modo armonizar o congruir, so pena de transtorno mental y conductual.

Cita Agustín García Calvo en beneficio de su interpretación las Epístolas heraclitanas apócrifas: “Me lo presagia mi modo de ser, el que es para cada cual genio divino”. Propone el filólogo zamorano una lectura alternativa de la sentencia, en la que tomemos uno de los dos términos (êthos, daímon) de las dos maneras: como tema y predicado. Ya Aristóteles acusaba de obscuro a Heráclito por no usar comas. En este caso es evidente para Agustín García Calvo que el sentido de la frase cambia si insertamos coma antes o después de anthrópoi. En un caso estaríamos ensalzando el valor del êthos atribuyéndole rango divino, de demon; en el otro caso “más bien ateística”, pues se amengua o anula el prestigio del daímon en cuanto se le reduce a ser el êthos de cada hombre.

“Êthos” es para el filólogo “usanza” y significa “el hábito o forma de ser que se adquiere y se ratifica por costumbre, hasta venir a ser el conjunto de actitudes y reacciones que a uno lo caracterizan, la costumbre de ser de una manera determinada”. Para García Calvo esto no implica nada innato en esa constitución, más bien al contrario.

“Daímon”, seguramente esté asociado a la raíz daínymi, dar parte de manjares y a daío, distribuir. Sería el repartidor de bienes y males, el genio o hada de los cuentos que concede a sus protagonistas las gracias o desgracias que merezcan. El término se usó en griego con el valor general de deidad o divinidad. En su concepto cabrían, junto a los dioses (theoí) propiamente dichos, otros seres divinos de menor rango. Los cristianos tomaron el término para referir a las divinidades paganas que quedaron así convertidas en demonios. Pero, según García Calvo, ya en Hesíodo “daímon” también refiere a una divinidad privada. Hay quien piensa que la impiedad de Sócrates consistió precisamente en reducir a dicha divinidad privada, íntima a la conciencia, el panteón completo de los theoí atenienses. Pero para García Calvo el uso que Sócrates hizo de su demonio no fue “ni en broma ni en serio”, podríamos decir que fue a burlaveras. Nunca le animaba a nada (¿), pero le decía “No” de vez en cuando. El demonio socrático es escurridizo, pues nunca sabremos si es exterior o interior a la persona, si ángel o voz de la conciencia, ese otro razonador imparcial que, no siempre, llevamos dentro.

En todo caso, su análogo romano sería el genius, que llegará a valer entre nosotros para el “genio” como temperamento y reacción que caracteriza la individualidad diversa de la persona. García Calvo insistió en que el fragmento 119 de Heráclito abre la crítica de las creencias religiosas, pero esto no parece consistente con otras sentencias próximas en que no sólo se afirma la existencia del daímon, sino que se confirma la superioridad de su inteligencia sobre la del hombre: “El hombre sin seso oye de boca de un genio divino (daímonos) tal como niño de boca de un hombre” (79 D-K). La crítica también puede oscilar sobre el êthos en el sentido de que esté equivocado aquel que toma su temperamento por divinidad. Este sería un caso de idiotismo. La soberbia del que piensa que su mundo es todo el mundo le impediría estar atento a la razón común (Lógos). “Aunque el Lógos es común la mayoría vive como si poseyese su propia sabiduría” (2 D-K).

No sé por qué, Félix Duque añade en su trascripción de la frase la cópula “esti”: “Êthos anthrópoi daímon esti”. Reconoce que la sentencia es casi intraducible. No obstante, aventura una interpretación: “la casa, y por extensión la estirpe, es aquello que imprime carácter (el genius familiar) al hombre”. Recuerda que en su Carta sobre el humanismo, Heidegger ofreció una traducción ‘pro domo’ del aforismo heraclitano, que podría también apoyar su propuesta de lectura: “la morada (hospitalaria y común) le es al hombre lo abierto para la parusía del dios (de lo inhóspito y fuera de lo común [monstruoso]”. A nosotros, la ingeniosa interpretación del alemán nos parece tan fantástica (o monstruosa) como extravagante, tan profética como extrafalaria. 

Mucho más sensata nos parece la humanista de Kirk y Raven a la que antes nos hemos referido y que, si no es verdadera, está bien hallada -como dicen los italianos-, pues vale, como diría Kant, en su efecto propulsor. El carácter es el ángel y el demonio de cada persona, no el obscuro azar de los genes ni el capricho –a veces cruel- de los dioses.

En este sentido, tiene razón el historiador marxiano George Thomson al describir cómo Heráclito anticipa el individualismo de Demócrito, Sócrates y Epicuro (Los primeros filósofos, siglo XX, Buenos Aires, 1975). Para Thomson, con Heráclito, que se opuso a la democracia y despreció al populacho, surgió sin embargo “la verdadera dialéctica” al impugnar la doctrina pitagórica de la unidad como armonía, sustituyéndola por la tensión y la lucha. Se le olvida a Thomson que es precisamente esa tensión la que engendra la unidad de la armonía según el orden del Lógos, en un kosmos (orden) que se enciende y apaga con medida.

Cabe desde luego una interpretación mistérica de este y los demás fragmentos (unos 130) que conservamos del libro que la tradición llamó Acerca de la naturaleza y que Heráclito depositó en el templo de Artemisa en Éfeso, una de las maravillas del mundo antiguo. Su discurso sería un hieros logos. Como miembro de la realeza y descendiente de los fundadores de la ciudad, Heráclito probablemente ejerció el sacerdocio hereditario de Deméter eleusina. Su libro estaría asociado a los misterios órficos y los legómena o expresiones crípticas, oraculares. Heráclito estaría contra una interpretación idolátrica de lo religioso y a favor de otra iniciática o esotérica. La dificultad entonces de interpretar a Heráclito “el Obscuro” (ho skoteinós) o “el Adivinador” no resultaría solo de que no escribiese comas o de que sólo conozcamos unos fragmentos de su obra, sino, bien de la suposición de su aristocratismo esotérico, pues siempre se lo tuvo por un hombre de pensamiento “altanero y desdeñoso” al que gustaba formular frases oraculares (Guthrie. Los filósofos griegos, FCE, México 1953), como oráculo de Delfos que “ni dice del todo ni oculta su sentido, sino que lo manifiesta por un indicio” (93 D-K).

“El carácter del hombre es su hado”, traduce Copleston, que insiste en que a pesar del lenguaje que emplea su actitud es panteística. La misma tensión que divide unifica, la tensión entre los clanes conforma su alianza en tribu, la tensión entre las tribus se resuelve en la unidad de la polis, esa misma tensión puede leerse entre el êthos y el daímon del hombre, entre su ser cultural y su ser criatura natural (o sobrenatural, según creencias). Es cierto que con su insistencia en la ley universal y en la participación del hombre en la inmanencia de la Razón natural Heráclito anticipó los ideales universalistas del estoicismo. Y efecto, los estoicos lo tuvieron por precursor y mentor.

Heráclito clama por que sus contemporáneos despierten. Esa vigilia que se impone y quiere imponer es la investigación atenta que desdeña las apariencias porque atiende al Lógos, la ley o principio racional (el Verbum juanista, Dios mismo) que lo rige todo y que también debe regir el orden público. Tal conciencia no es sólo erudición o pensamiento, sino sabiduría (frónesis) que determina el temperamento del hombre. Es en este contexto en el que Abbagnano (Historia de la filosofía, II, 11) interpreta el fragmento 119 D-K. Esta atención a la Razón común, esta obediencia al Lógos –o desobediencia, a elegir- determinaría el carácter del hombre, su êthos, que es por tanto su destino discrecional, electivo.

Para Ortega, al contrario que Parménides, Heráclito habla desde un yo distante, tremendo e individualísimo, del que salen fulgurando enigmas, aforismos e imperativos, “dinamita doctrinal” en estilo sibilino con apotegmas oraculares (OO.CC. IX, VII). Su absoluta soberbia se alimenta de una absoluta humildad, pues es el Lógos quien habla por su boca de médium y lo hace “sin chiste, sin ornato y sin perfume” (92 D-K). Por eso la filosofía del efesio no dice, sugiere. El sugerir es el modo de decir de su proto-filosofía, como la llama en alguna ocasión Ortega. Dios significa en Heráclito el punto de vista desde el cual se ve el auténtico ser… Asistimos al genuino nacimiento de la filosofía: “Para el Dios todas las cosas son bellas y buenas y justas. En cambio, a los hombres les parecen justas unas e injustas otras”. He aquí nuestra dimensión ética frente a una naturaleza divina que trasciende en a-moral, más allá o más acá del bien y del mal. Es como decir que en la cocina (la propia y la de la mente) también hay dioses y que nos salvamos en lo menudo de la acción cotidiana.

Con el “todo fluye” que se le atribuye y su juego de contrarios, algunos han interpretado a Heráclito como fundador de una “dialéctica” que pondría en cuestión el principio de no-contradicción: ¬ (A & ¬A). Pero, como recuerda Gómez Pin (Pitágoras, 2019) ni Hegel ni nadie niega el Principio de no-contradicción como ley principal del entendimiento. Aristóteles, al que irritaba cualquier duda al respecto, dice, evocando a Heráclito, que una cosa es decir que lo que sube baja, y otra cosa es que un humano en sus cabales vea bajar lo que sube. Al que le pasa esto, mejor no hablarle para no perder el tiempo. Lo que denuncia Heráclito es la vacuidad del que toma su inmediata percepción del mundo como incuestionable. Los vigilantes –verdaderos filósofos- atienden al solo mundo que tienen en común como regido por la Razón y buscan el mutuo entendimiento evitando caer en contradicciones; son pocos, pues los muchos viven como dormidos, hundidos en su propio y contradictorio sueño.

 

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