Fragmento de la pg 325 del libro de Agustín García Calvo: Razón común, edición, traducción y comentario de los restos del libro de Heráclito, Lucina, 1985. |
Interpretaciones del fragmento 119 (Diels-Kranz) de Sobre la naturaleza de Heráclito de Éfeso
ἮθΟΣ ἈΝΘΡΏΠΟΙ ΔΑÍΜΩΝ
Antonio Escohotado en Hitos
del sentido (Barcelona 2020) traduce el famoso fragmento 119 (D-K) de
Heráclito “êthos anthrópoi daímon”: “el carácter es el sino del hombre” o “la
costumbre moldea el carácter”. “Daímon” o demon,
la interioridad individual divinizada o la divinidad íntima, remite, según el
comentarista a perfiles heroicos; êthos,
a la conducta habitual de un grupo. Recuérdese el Demon socrático, que impulsaba al Tábano ateniense a proseguir
incansable su indagación ética. Otra cosa piensa Agustín García Calvo, como
veremos más adelante.
Los dos nominativos de la frase sin verbo son interpretados
por Escohotado como una antítesis, una contrariedad productiva, como la tensión
entre la cuerda y el bastidor que dota al arco de potencia de tiro, esa tensión
de la que, según la cosmología del príncipe de Éfeso, procede la más bella
armonía de la naturaleza. El contraste según esta interpretación vendría dado
entre las leyes humanas, es decir la costumbre hecha norma o rutina, y la
necesidad de la ley eterna, esa en función de la cual Antígona, hija incestuosa
de Edipo, acepta morir enterrada antes que dejar a su hermano insepulto, aunque
sea esto último lo que dicten las leyes de la ciudad como castigo para un
traidor al statu quo.
Según Friedländer, Heráclito comprendió la estructura
antitética del Lógos. A esto se le
llamará dialéctica, aunque el término
servirá también para referirse a muchas otras abstracciones y métodos, que
representan tanto instrumentos lógicos como actitudes o formas de ser de la
evolución histórica, o de la disputa intelectual. Para Escohotado la frasecita
tiene que ver con la secularización de las religiones mistéricas. Lo que dice
Heráclito es que nuestro destino (demon)
está determinado por lo que hacemos y que, por repetido, nos constituye como
costumbre o segunda forma de ser (êthos,
carácter), doble naturaleza añadida pero regidora de la biológica o
meramente física (temperamento).
El fragmento 119 lo hemos conservado gracias al Florilegio
de Juan Estobeo (S. V d. C.). En su edición de Los Filósofos Presocráticos, Conrado Eggers y Victoria E. Juliá
traducen: “El carácter es para el hombre su demonio”. Anotan los traductores su
duda de que tal vez hubiera sido más correcto en el caso de Estobeo hablar de “comportamiento”
para êthos. Entonces, Heráclito
anticiparía la profunda y acertada idea aristotélica de que somos moralmente lo
que hacemos, las acciones que repetimos y que se convierten por ello en hábitos
positivos (virtudes, aretai) o
negativos, en vicioso defectos (“obras son amores y no ‘buenas’ razones”).
Téngase en cuenta la afirmación aristotélica “la naturaleza es ciertamente
daimónica, pero no divina” (Parva
naturalia: De divinatione per somnum, 463b14), que sirve de lema a la obra
de Félix Duque Filosofía de la técnica de
la naturaleza, 2019).
Detalle de Heráclito en la Academia de Rafael Sanzio |
Plutarco también recogió la heraclitana máxima de marras en sus Cuestiones platónicas. “¿Acaso no fue algo divino y demoníaco lo que verdaderamente guio a Sócrates a este género de filosofía?”.
R. Dodds clasifica los daimones griegos en tres clases: 1)
Agentes de la cólera o envidia divina que emergen en el hombre como impulsos
irracionales. Algo de esto quedaría en la expresión española “estar
endemoniado”. 2) Poderes divinos con que los dioses persiguen a los hombres
impiadosos o sacrílegos (ángeles justicieros). Y 3) Divinidad personal asignada
a cada individuo desde que nace y que lo guía en su vida hasta la muerte.
Aceptaremos que este tercer sentido es el que entra en juego tanto en Heráclito
como en los Diálogos socráticos. Su
análogo cristiano es la voz de la conciencia, el Pepito Grillo de la fábula de
Pinocho. Más remotamente, cabe hallar su análogo en el Ángel de la guarda
(dulce compañía…).
Lo que estaría diciendo Heráclito es que, a pesar de la
cósmica razón común (Lógos) o precisamente por ella, nadie está exento de
labrar su propio sino forjando su ser personal, su carácter moral. En este
sentido, cabe interpretar el aforismo de Heráclito como carta fundacional o
protocolo constituyente de la tradición humanista, representada en el
Renacimiento por la Oratio de hominis dignitate
de Pico de la Mirandola, el melancólico efesio sería iniciador del giro
antropológico de la filosofía antigua.
Por otro lado muy diferente fue la interpretación de Orígenes (185-257) al
contraponer en Contra Celso (VI, 12)
la sabiduría humana y la divina: “el carácter humano no cuenta con pensamientos
inteligentes, el divino sí”, escribe, recordando el desprecio de Pablo por la
sabiduría de los filósofos.
Kirk y Raven (Los
filósofos presocráticos, Madrid, Gredos 1974) afirman en su comentario al
fragmento que con su aserto Heráclito “niega la opinión, generalizada en
Homero, de que al individuo no se le puede imputar con frecuencia la
responsabilidad de sus actos: En este pasaje, δαίμων (demon) significa
simplemente el destino personal de un hombre, que está determinado por su
propio carácter, ἦθος (êthos), sobre el que ejerce cierto control, y no por
poderes externos y frecuentemente caprichosos, “que actúan acaso a través de un
‘genio’ asignado a cada individuo por el azar o el Hado”. En Heráclito, como
antes en Solón, que había reaccionado también contra el desamparo de moral
heroica que hace del héroe juguete de los dioses, hay ya una verdadera
referencia a la conducta racional, inteligente y prudente, como agente moral.
Esto haría de Heráclito el “abuelo” de la Ética como disciplina filosófica, si
tomamos a Sócrates por “padre” de la Ciencia del bien y del mal. Ya no cabe que
Helena –como en Homero- culpe a Afrodita de las debilidades de su êthos.
Parménides y Heráclito, que tuvieron su acmé o florecimiento
hacia el 500 a. C., razonaron –explica Ortega-, pero todavía no lo sabían.
Sócrates será el primero en darse cuenta de que la Razón es un nuevo universo
(OO. CC. 3, pg. 175). Con Sócrates la razón se hará reflexiva, o recursiva,
pero también problemática.
En su monumental edición de las reliquias del libro de
Heráclito (Razón común, Lucina,
Madrid 1975, Agustín García Calvo traduce explicando: “Su modo de ser es lo que
es para un hombre su genio divino”. En su comentario recuerda que Plutarco
empareja la sentencia heraclitana con un verso de Menandro: “Pues es el seso el
dios nuestro”. Es difícil suponer una distinción tajante y helénica entre
nuestra naturaleza biológica y la moral. Alejandro de Afrodisia (150-259) sigue
insistiendo en la identificación de êthos y phýsis (naturaleza viva)… “También
en el alma puede uno hallar, según la constitución natural (physikén), que resultan diferentes en
cada uno las preferencias y las acciones y las vidas: pues ‘su modo…divino’
según Heráclito: esto es, natura”. Es decir, no parece haber diferencia entre
lo que nosotros llamaríamos temperamento heredado, disposiciones genéticas, y
el carácter educado, elegido, construido según preferencias y decisiones,
carácter que, por supuesto, se desarrolla y se soporta en aquel, con el que
debe de algún modo armonizar o congruir, so pena de transtorno mental y
conductual.
Cita Agustín García Calvo en beneficio de su interpretación
las Epístolas heraclitanas apócrifas: “Me lo presagia mi modo de ser, el que es
para cada cual genio divino”. Propone el filólogo zamorano una lectura
alternativa de la sentencia, en la que tomemos uno de los dos términos (êthos,
daímon) de las dos maneras: como tema y predicado. Ya Aristóteles acusaba de
obscuro a Heráclito por no usar comas. En este caso es evidente para Agustín
García Calvo que el sentido de la frase cambia si insertamos coma antes o
después de anthrópoi. En un caso
estaríamos ensalzando el valor del êthos atribuyéndole rango divino, de demon;
en el otro caso “más bien ateística”, pues se amengua o anula el prestigio del
daímon en cuanto se le reduce a ser el êthos de cada hombre.
“Êthos” es para el filólogo “usanza” y significa “el hábito
o forma de ser que se adquiere y se ratifica por costumbre, hasta venir a ser
el conjunto de actitudes y reacciones que a uno lo caracterizan, la costumbre
de ser de una manera determinada”. Para García Calvo esto no implica nada
innato en esa constitución, más bien al contrario.
“Daímon”, seguramente esté asociado a la raíz daínymi, dar parte de manjares y a daío, distribuir. Sería el repartidor de
bienes y males, el genio o hada de los cuentos que concede a sus protagonistas
las gracias o desgracias que merezcan. El término se usó en griego con el valor
general de deidad o divinidad. En su concepto cabrían, junto a los dioses (theoí) propiamente dichos, otros seres
divinos de menor rango. Los cristianos tomaron el término para referir a las
divinidades paganas que quedaron así convertidas en demonios. Pero, según
García Calvo, ya en Hesíodo “daímon” también refiere a una divinidad privada.
Hay quien piensa que la impiedad de Sócrates consistió precisamente en reducir
a dicha divinidad privada, íntima a la conciencia, el panteón completo de los theoí atenienses. Pero para García Calvo
el uso que Sócrates hizo de su demonio no fue “ni en broma ni en serio”,
podríamos decir que fue a burlaveras. Nunca le animaba a nada (¿), pero le
decía “No” de vez en cuando. El demonio socrático es escurridizo, pues nunca
sabremos si es exterior o interior a la persona, si ángel o voz de la
conciencia, ese otro razonador imparcial que, no siempre, llevamos dentro.
En todo caso, su análogo romano sería el genius, que llegará a valer entre
nosotros para el “genio” como temperamento y reacción que caracteriza la
individualidad diversa de la persona. García Calvo insistió en que el fragmento
119 de Heráclito abre la crítica de las creencias religiosas, pero esto no
parece consistente con otras sentencias próximas en que no sólo se afirma la
existencia del daímon, sino que se
confirma la superioridad de su inteligencia sobre la del hombre: “El hombre sin
seso oye de boca de un genio divino (daímonos)
tal como niño de boca de un hombre” (79 D-K). La crítica también puede oscilar
sobre el êthos en el sentido de que esté equivocado aquel que toma su
temperamento por divinidad. Este sería un caso de idiotismo. La soberbia del
que piensa que su mundo es todo el mundo le impediría estar atento a la razón
común (Lógos). “Aunque el Lógos es común la mayoría vive como si poseyese su
propia sabiduría” (2 D-K).
No sé por qué, Félix Duque añade en su trascripción de la frase la cópula “esti”: “Êthos anthrópoi daímon esti”. Reconoce que la sentencia es casi intraducible. No obstante, aventura una interpretación: “la casa, y por extensión la estirpe, es aquello que imprime carácter (el genius familiar) al hombre”. Recuerda que en su Carta sobre el humanismo, Heidegger ofreció una traducción ‘pro domo’ del aforismo heraclitano, que podría también apoyar su propuesta de lectura: “la morada (hospitalaria y común) le es al hombre lo abierto para la parusía del dios (de lo inhóspito y fuera de lo común [monstruoso]”. A nosotros, la ingeniosa interpretación del alemán nos parece tan fantástica (o monstruosa) como extravagante, tan profética como extrafalaria.
Mucho más sensata nos
parece la humanista de Kirk y Raven a la que antes nos hemos referido y que, si
no es verdadera, está bien hallada -como dicen los italianos-, pues vale, como
diría Kant, en su efecto propulsor. El carácter es el ángel y el demonio de
cada persona, no el obscuro azar de los genes ni el capricho –a veces cruel- de
los dioses.
En este sentido, tiene razón el historiador marxiano George
Thomson al describir cómo Heráclito anticipa el individualismo de Demócrito,
Sócrates y Epicuro (Los primeros
filósofos, siglo XX, Buenos Aires, 1975). Para Thomson, con Heráclito, que
se opuso a la democracia y despreció al populacho, surgió sin embargo “la
verdadera dialéctica” al impugnar la doctrina pitagórica de la unidad como
armonía, sustituyéndola por la tensión y la lucha. Se le olvida a Thomson que
es precisamente esa tensión la que engendra la unidad de la armonía según el
orden del Lógos, en un kosmos (orden) que se enciende y apaga con medida.
Cabe desde luego una interpretación mistérica de este y los
demás fragmentos (unos 130) que conservamos del libro que la tradición llamó Acerca de la naturaleza y que Heráclito depositó en el templo de Artemisa en
Éfeso, una de las maravillas del mundo antiguo. Su discurso sería un hieros logos. Como miembro de la realeza
y descendiente de los fundadores de la ciudad, Heráclito probablemente ejerció
el sacerdocio hereditario de Deméter eleusina. Su libro estaría asociado a los
misterios órficos y los legómena o expresiones crípticas, oraculares. Heráclito
estaría contra una interpretación idolátrica de lo religioso y a favor de otra
iniciática o esotérica. La dificultad entonces de interpretar a Heráclito “el
Obscuro” (ho skoteinós) o “el
Adivinador” no resultaría solo de que no escribiese comas o de que sólo conozcamos
unos fragmentos de su obra, sino, bien de la suposición de su aristocratismo
esotérico, pues siempre se lo tuvo por un hombre de pensamiento “altanero y
desdeñoso” al que gustaba formular frases oraculares (Guthrie. Los filósofos griegos, FCE, México
1953), como oráculo de Delfos que “ni dice del todo ni oculta su sentido, sino
que lo manifiesta por un indicio” (93 D-K).
“El carácter del hombre es su hado”, traduce Copleston, que
insiste en que a pesar del lenguaje que emplea su actitud es panteística. La
misma tensión que divide unifica, la tensión entre los clanes conforma su
alianza en tribu, la tensión entre las tribus se resuelve en la unidad de la
polis, esa misma tensión puede leerse entre el êthos y el daímon del hombre,
entre su ser cultural y su ser criatura natural (o sobrenatural, según
creencias). Es cierto que con su insistencia en la ley universal y en la
participación del hombre en la inmanencia de la Razón natural Heráclito
anticipó los ideales universalistas del estoicismo. Y efecto, los estoicos lo
tuvieron por precursor y mentor.
Heráclito clama por que sus contemporáneos despierten. Esa
vigilia que se impone y quiere imponer es la investigación atenta que desdeña
las apariencias porque atiende al Lógos,
la ley o principio racional (el Verbum juanista, Dios mismo) que lo rige todo y
que también debe regir el orden público. Tal conciencia no es sólo erudición o
pensamiento, sino sabiduría (frónesis)
que determina el temperamento del hombre. Es en este contexto en el que
Abbagnano (Historia de la filosofía,
II, 11) interpreta el fragmento 119 D-K. Esta atención a la Razón común, esta
obediencia al Lógos –o desobediencia, a elegir- determinaría el carácter del
hombre, su êthos, que es por tanto su
destino discrecional, electivo.
Para Ortega, al contrario que Parménides, Heráclito habla
desde un yo distante, tremendo e individualísimo, del que salen fulgurando
enigmas, aforismos e imperativos, “dinamita doctrinal” en estilo sibilino con
apotegmas oraculares (OO.CC. IX, VII). Su absoluta soberbia se alimenta de una
absoluta humildad, pues es el Lógos quien habla por su boca de médium y lo hace
“sin chiste, sin ornato y sin perfume” (92 D-K). Por eso la filosofía del
efesio no dice, sugiere. El sugerir es el modo de decir de su proto-filosofía, como la llama en alguna
ocasión Ortega. Dios significa en Heráclito el punto de vista desde el cual se
ve el auténtico ser… Asistimos al genuino nacimiento de la filosofía: “Para el
Dios todas las cosas son bellas y buenas y justas. En cambio, a los hombres les
parecen justas unas e injustas otras”. He aquí nuestra dimensión ética frente a
una naturaleza divina que trasciende en a-moral, más allá o más acá del bien y
del mal. Es como decir que en la cocina (la propia y la de la mente) también
hay dioses y que nos salvamos en lo menudo de la acción cotidiana.
Con el “todo fluye” que se le atribuye y su juego de contrarios,
algunos han interpretado a Heráclito como fundador de una “dialéctica” que
pondría en cuestión el principio de no-contradicción: ¬ (A & ¬A). Pero,
como recuerda Gómez Pin (Pitágoras,
2019) ni Hegel ni nadie niega el Principio de no-contradicción como ley
principal del entendimiento. Aristóteles, al que irritaba cualquier duda al
respecto, dice, evocando a Heráclito, que una cosa es decir que lo que sube
baja, y otra cosa es que un humano en sus cabales vea bajar lo que sube. Al que
le pasa esto, mejor no hablarle para no perder el tiempo. Lo que denuncia
Heráclito es la vacuidad del que toma su inmediata percepción del mundo como
incuestionable. Los vigilantes –verdaderos filósofos- atienden al solo mundo
que tienen en común como regido por la Razón y buscan el mutuo entendimiento
evitando caer en contradicciones; son pocos, pues los muchos viven como dormidos,
hundidos en su propio y contradictorio sueño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario