martes, 11 de abril de 2023

MATERIA Y ESPÍRITU

 

Ernst Haeckel, 1906. Fuente Wikipedia

 Pío Baroja discute el naturalismo del ferviente evolucionista Ernst Haeckel (1834-1919) y su consideración antagónica de mecanicismo y vitalismo. Según Haeckel el mecanicismo no admitiría más que un causalismo eficiente, mientras que el vitalismo sería una teleología basada en supuestos fines o intenciones de la naturaleza. Nuestro novelista y ensayista cree que tanto el mecanicismo como el vitalismo, convertidos en sistema, son finalistas, teleológicos, porque tan metafísico es el concepto de materia como el de espíritu y tan lejos están uno como otro de ser realidades inmediatas. (Desde luego esto parece suponer por parte de Baroja una consideración finalista de la metafísica misma, que tanto le interesaba).

Me divertí mucho discutiendo en la e-lista Symploké de la Universidad de Oviedo con los gustavo-buenistas defendiendo yo precisamente esta misma tesis de que la noción de materia tiene una referencia tan borrosa como la de espíritu viviente o élan vital, pues la materia hoy se descompone científicamente en partículas de energía conocidas y desconocidas, computables y misteriosas, y lo mismo se habla de una materia que de una energía obscura, es decir que la materia prima como arcano de todo, por debajo de los elementos estructurados de Dimitri Mendeléyev, sigue siendo ese “no sé qué” indeterminado del que habló Aristóteles, o esa khora a la que el Demiurgo dio forma y sintaxis según los platónicos.


Y en esto recuerda Baroja a Leibniz aunque no le nombra: 

“El espíritu y la materia no son más que posibilidades; los sistemas basados en esos conceptos son como escuadrones formados por jinetes fantasmas”[1].

Haeckel en su Historia de la creación natural fundó un monismo según el principio de Schelling: “Todo es uno y lo mismo”, sin embargo para Haeckel “todo es materia”. Baroja está desde luego más cerca del materialismo que del espiritualismo, pero no cree que una reducción como la de Haeckel valga, sino a título de hipótesis. Cualquier saber que pretenda “cerrar el círculo de los conocimientos” deja de ser ciencia y se convierte en un sistema teleológico: “La ciencia no puede hacer más que alejar el eterno enigma”, de modo que cuantos más datos, más incógnitas.

Haeckel insistía en la unidad de la materia inorgánica y de la orgánica y, por consiguiente, admitía la generación espontánea. Lo curioso es que los defensores del materialismo no tienen más remedio que admitir dicho espontaneísmo, es decir, que la materia inerte dé lo que no tiene: vida, aunque no acepten que hoy nazcan gusarapos del puro estiércol ni insectos de la materia en descomposición si no se hallan allí huevos previos de insectos anteriores. No se puede sacar algo de donde no lo hay en potencia; la posibilidad no es existencia, pero la prepara como su proversión. O se admite que la vida se genera espontáneamente de la materia cósmica o se admite el milagro, el fiat creador ex nihilo, no necesariamente de la materia, sino de su estructura y función, la más elevada de sus funciones es el salto a la conciencia, que emergería espontáneamente –o no- de las formas “superiores” de vida. Y eso, aun suponiendo la eternidad de la materia como matriz del universo, tal y como hace Platón en el Timeo.

Baroja reconoce que ni siquiera sabemos qué emergió de la materia inerte, o sea qué es la vida. Él se inclina por la solución inmanente, que “de una sustancia que no sabemos lo que es salga la vida, y tampoco sabemos lo que es”. La otra solución le parece que consiste en suponer el escenario teatral de un Dios que se pasea entre bambalinas y dice: “Hágase esto. Hágase lo otro”. La idea que tiene Baroja de Dios es la de los “hotentotes honorarios” -como él les llama-, la de los católicos ultramontanos de su época.

Cuarenta años después, en 1958, Juan Larrea, también vasco, piensa de otra forma y escribe varios tratados eruditísimos centrados en el Espíritu creador y en la historia de nuestra cultura cristiana como fenómeno poético, henchido de confianza: la esperanza de una tercera Edad del Espíritu en la que el Mal deje de ser un escándalo.

En las páginas de su Razón de ser arremete contra la escolástica materialista tan ganosa de robustecer su determinismo dialéctico y para la que los movimientos económico-sociales están sujetos a leyes que determinan la voluntad, la conciencia y el designio de los hombres. Dicho materialismo llega a sostener que los distintos modos de pensar e imaginar la realidad emanan siempre de situaciones económicas. A Larrea le parece una aberración "sociocéntrica" defender que los conceptos científicos del hombre son dependientes de la clase social o del sistema de producción de la sociedad en que se conciben, “lo cual, tan pronto como se trata de fundar –como se ha tratado- una genética o una física matemática proletarias, viene a resultar chistosamente cierto”[2]. Y lo mismo podríamos decir del arte, como un nefasto efecto Pigmalión o de profecía autocumplida. 

Si se desprecia la ciencia es fácil que esta acabe siendo despreciable; si se piensa que el hombre es un mero animal, facilitamos su embrutecimiento. Ya decía el galeno y perspicaz psicólogo Juan Huarte en su Examen de ingenios (Baeza, 1575) que el pensamiento de las cosas divinas, por sí mismo, ayuda a que nos elevemos y mejoremos, y eso con independencia de si existe o no un dios maternal, paternal o ambiguo.

Nuestras expectativas y las de los demás influyen decisivamente en nuestros logros. Eso está claro, pero de ahí a decir que "querer es poder", como hace el voluntarismo, va mucho, porque el espíritu sopla cuando y donde quiere. Y sobre nuestras competencias, que son limitadas, gravita con su pesadez la materia, sea lo que sea, y el marco espacio-temporal en que se ordena.



[1] Las Horas solitarias (1918), ed. Caro Raggio, Madrid 1982, pg. 163.

[2] Razón de ser. Ediciones Júcar, Madrid 1956, 1974.


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