viernes, 16 de abril de 2010

EL IMPERATIVO KANTIANO COMO DISIDENCIA

Mayorías y minorías

En su obra El Contrato Social, Rousseau había dejado claro que nadie está obligado a obedecer ninguna ley en cuya constitución no haya participado. Rousseau confiaba a la Asamblea de ciudadanos la decisión política colectiva y la formación de la voluntad general. ¿Pero qué pasa si los ciudadanos no se ponen de acuerdo? Cuando no se da una decisión democrática unánime, hay que recurrir a las urnas: manda el voto mayoritario.

Si no median manipulaciones o coacciones, los contractualistas sostienen, con diferentes matices, que la voluntad general no puede equivocarse, es siempre recta. Rousseau llegó a afirmar: Vox populi, vox Dei: la voz del pueblo es la voz de Dios. Pero ¿qué pasa con la minoría? ¿No puede estar la mayoría equivocada o convertirse el gobierno de la mayoría en una tiranía para la minoría? Para Rousseau, el voto de la mayoría no sólo sería la expresión de la voluntad general, sino también el encargado de sacar a la minoría de su “error” y hacerle comprender que no había sabido expresar “rectamente” la voluntad general.


Si la sumisión a una ley que no adoptemos como propia es esclavitud y sólo la obediencia a la ley que uno se da a sí mismo es cabalmente libertad, como Kant repetirá haciendo valer su principio de autonomía de la voluntad individual, entonces el problema de fondo sigue siendo: ¿Cómo legislar éticamente para “todo” hombre, siendo por tanto “una” su legislación, al tiempo que “cada” hombre sería un legislador y consiguientemente habría “multitud” de liegisladores”? O, por decirlo al modo platónico: ¿cómo evitar que una democracia se convierta en una "feria" de constituciones y la libertad acabe por decaer en libertinaje?

Según Javier Muguerza, es dudoso que Kant pudiera resolvernos este problema recurriendo a su célebre imperativo de la universalidad: “Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal”, puesto que diferentes sujetos podrían querer universalizar máximas de conducta diferentes o contrapuestas.

J. Habermas y Thomas McCarthy no renuncian a hacer del principio de universalizabilidad kantiano un principio de su ética comunicativa y para ello lo reformulan así: “En lugar de considerar como válida para todos los demás cualquier máxima que quieras ver convertida en ley universal, somete tu máxima a la consideración de todos los demás con el fin de hacer valer discursivamente su pretensión de universalidad”. El legislador universal se transforma así en un legislador colectivo.

Ahora bien, qué sucede si un legislador universal, por ejemplo una Asamblea de ciudadanos, un yo común rousseauniano o una mayoría, relativa o absoluta, llegan a un consenso criminal sobre lo que debe ser hecho. En la teoría del contrato no hay otro procedimiento final que la "regla de la mayoría" como expresión de la soberanía popular, o sea, el recuento de los votos. Pero todos sabemos que una decisión mayoritaria puede ser injusta, y así ha resultado ser, por desgracia, en la historia reciente. Sería injusto que una mayoría decidiera oprimir a una minoría, suprimirla, exiliarla, o condenar a muerte a un solo inocente, o atentar, en fin, contra la dignidad de un solo ser humano, tratándole sólo como un medio, instrumentalizándole y cosificándole, en lugar de cómo un “fin en sí mismo”.

Derecho a la disidencia

Muguerza llama imperativo de los fines o imperativo de la disidencia al imperativo categórico kantiano que sirve de límite negativo al poder democrático de las mayorías: “Obra de tal modo que tomes a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca meramente como un medio”. La humanidad o condición humana hace así de cada ser humano un fin absoluto, distinto de aquellos fines subjetivos o relativos que cada cual pudiera proponerse a su capricho y que, en rigor, serían sólo medios para la satisfacción de la realización plena de la humanidad.

Muguerza considera que esta categoría de la humanidad como fin absoluto salva la "falacia naturalista" o "historicista", consistente en extraer indicaciones acerca de lo que debamos hacer a partir de lo que creamos que es por naturaleza, o históricamente, el ser humano. El principio de los fines sirve de límite superior e inferior a la teoría ética del contrato.

a) De límite superior: por cuanto lo que acordemos, por más que lo hagamos muy libremente, sólo será justo si y sólo si respeta la dignidad humana.


b) Y de límite inferior: por cuanto la única voz autorizada que puede decidir cuándo una decisión política atenta contra la humana condición es la conciencia individual y sólo la conciencia individual. O dicho de otra forma: los individuos acaparan todo el protagonismo de la Ética puesto que sólo ellos son capaces de actuar moralmente.

Muguerza opina que este imperativo de los fines merecería más atención que el imperativo “de la universalidad”, pues supera su formalismo. Lo transciende porque proscribe lo que no debemos hacer, admitiendo de hecho tantos “contenidos” como formas ha habido, por desgracia, de instrumentalizar al hombre a lo largo de la experiencia moral de la humanidad: desde la opresión económica a la opresión política, la depauperación cultural o la objetualización sexual. El imperativo kantiano de los fines no se deja reducir a ética contractualista o discursiva, pues la dignidad humana, que es lo que se halla en juego en él, no necesita ser sometida a referéndum o a consulta popular.

No obstante, no por ello cree Muguerza que se pueda reducir la ética de Kant a una ética finalista o teleológica, como lo fue la de Aristóteles, orientada por la búsqueda de la felicidad (eudemonismo).

“Kant, en efecto, no se olvidó de los fines de las acciones humanas, si bien –dado que su ética no era una ética teleológica- se negó a conceder a ningún fin particular o ‘fin a realizar’ la condición de fundamento determinante de la acción desde el punto de vista moral. En cuanto fines puramente relativos los fines particulares no pueden dar lugar a ‘leyes prácticas’ para Kant, sino a lo sumo a ‘imperativos hipotéticos’ del tipo de ‘si quieres conseguir tal o cual fin, debes poner en obra tales o cuales medios’. Muy distinto es el caso del fin considerado en el imperativo categórico “de los fines”, al que Kant llama un ‘fin independiente’ y concibe de modo puramente restrictivo, a saber, como la limitación resultante de prohibir que ningún hombre sea tenido meramente por un medio y despojado de su título de fin en sí”. “La obediencia al derecho y el imperativo de la disidencia”, en Doce textos fundamentales de la Ética del siglo XX (ed. Carlos Gómez, Alianza, Madrid 2007.

El verdadero fundamento de dicho imperativo de los fines –me parece a mí- es antropológico, pero también metafísico: una cierta idea del hombre, pero también, un ideal de lo humano: “el hombre existe [o aspira a existir] como un fin en sí mismo y no tan sólo como un medio”. Muguerza admite que tal afirmación puede entenderse como un mito (une fable convenue) del Siglo de las Luces, pero añade que no ve manera de prescindir de esa “superstición” –que habría que elevar a principio ético- si deseamos seguir tomándonos la Ética en serio.

El imperativo de los fines reviste un carácter negativo, no nos obliga a obedecer ninguna regla, sino más bien a desobedecer cualquier regla que el individuo crea en conciencia que contradice aquel principio porque rebaja la dignidad de la humanidad como fin absoluto. O sea, fundamenta el derecho del individuo a decir “No”, y por eso piensa Muguerza que es apropiado también llamarle el imperativo de la disidencia.

Una observación final. El imperativo de la dignidad, de los fines o de la disidencia, no nos impide que usemos a los demás en nuestra vida práctica. Lo hacemos necesariamente. Todos instrumentalizamos a los demás. Los hijos instrumentalizan a los padres cuando se sirven de ellos para alimentarse y vestirse. Los alumnos se sirven de los profesores cuando preguntan sus dudas, los clientes de los vendedores para obtener lo que ansían, y éstos de los clientes para hacer caja...

Lo que impone el imperativo no es que no podamos servirnos de los demás, ni mucho menos que no podamos servir a los demás, ese interés es sobre todo lo que nos mantiene a los humanos agrupados en ciudades y en entidades políticas, sino que lo que nos recuerda es que, aunque el otro o su acción me sean útiles y aunque halle interés en tratarle amistosamente, nunca debo olvidar –al mismo tiempo- que él es también, como yo mismo, un fin para sí mismo.

Y esto nos conduce a otra de las formulaciones kantianas del imperativo ético: “Obra de tal manera que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca meramente como un medio”. Tal vez comentemos este principio, que hemos llamado en clase "humanitarista", en una próxima entrada, de la mano de la interpretación de otro de los grandes maestros, o maestras, de la filosofía ética española contemporánea.



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