No sólo sus acusadores, Ánito, Meleto y Licón, es decir, aquellos que -sicarios o no- fueron cómplices del proceso contra "el hombre más justo de Atenas", no sólo ellos imputaron a Sócrates los delitos de ateísmo (asebeia, impiedad) y corrupción de menores, sino que otros autores posteriores han denunciado su mayéutica como corrosiva, porque Sócrates, al criticar las opiniones de sus conciudadanos sobre el bien o la virtud, haciéndoles ver que "no se sostienen en el logos", o que entrañan contradicciones, no ofrece, a cambio de esa "calderilla" de doxai, el "oro" de una definición segura, la esencia de la virtud, sino que se queda él mismo y deja a los demás en el más absoluto embrollo (Menón 80cd). Tal sería el final infeliz de los diálogos aporéticos.
"Lo que los diálogos nos muestran, una y otra vez, es que Sócrates puede demostrar que sus interlocutores están desconcertados, que sus respuestas sobre lo que es la piedad o el valor o la virtud están equivocadas a la luz de otras opiniones que ellos mismos sostienen" (Donald Davidson).