Los informes externos de nuestro sistema educativo han
puesto de manifiesto la escasa comprensión lectora de nuestro alumnado de
secundaria, lo que podríamos llamar técnicamente su "incompetencia hermenéutica".
Por hermenéutica se entiende en general el arte y la
técnica, el método para o la ciencia de interpretar textos.
Hermenéutica se llamó una obra de
Aristóteles perteneciente al Organon
(el conjunto de sus obras lógicas). Se suele editar con el título de Sobre la interpretación[1]. Y proporciona:
1) un análisis semántico-gramatical de los elementos del
enunciado o proposición.
2) un análisis lógico de los elementos atómicos del
razonamiento: las aserciones (apopháseis).
En ambos casos constituye una buena introducción (propedéutica) para introducirse en el estudio del razonamiento en general (Analíticos primeros) y del conocimiento científico o epistemología (Analíticos segundos).
Durante la historia de nuestra cultura, la hermenéutica no
sólo ha constituido un conjunto de herramientas necesarias para la
interpretación de textos científicos o filosóficos, sino también para el
teólogo, que interpreta textos considerados sagrados, para el jurista que debe
aplicar leyes, para el historiador, que quiere comprender el pasado, y para el filólogo, que busca comprender y disfrutar de la verdad
y la belleza de los textos literarios.
En nuestra época, existe toda una corriente filosófica, de
gran autoridad, llamada Hermenéutica, emparentada con la corriente
fenomenológica y existencialista (Husserl, Heidegger, Sartre…), en la que
podemos incluir como principales representantes a Gadamer y a Paul Ricoeur.
En el siglo XIX, el problema hermenéutico se dividía:
1) Comprensión (subtilitas intelligendi).
2) Interpretación (subtilitas explicandi).
3) Aplicación (subtilitas applicandi).
Para Gadamer esta división es puramente analítica y no empírica: la
interpretación es un proceso unitario en el que la aplicación es un momento tan integral y esencial como la
comprensión y la interpretación (su figura explícita). Así, el juez que debe aplicar las leyes no ha
de fijarse en su valor psicológico o histórico, sino en su presente validez
jurídica para formular un fallo, resolver un conflicto de intereses o
pronunciar una sentencia. Igualmente, un texto religioso no aspira a ser
comprendido como un documento histórico, sino de manera que pueda ejercer su
efecto redentor o salvífico.
Comprender es por tanto y siempre aplicar porque la
comprensión es menos un método que un proceso que tiene por presupuesto el
estar dentro de un acontecer tradicional:
“La comprensión misma se mostró como un acontecer”
Podemos hablar, con E. Betti, de una interpretación
cognitiva, normativa y reproductiva (como la que sobre todo exigen la música y
la poesía), pero la interpretación no deja de ser por ello un proceso unitario.
Así, el conocimiento de un texto jurídico y su aplicación a un caso concreto
son un mismo acto, aunque no esté libre de tensiones entre lo general de la
norma y lo particular del caso.
Gadamer propone la tarea de volver a determinar la
hermenéutica espiritual-científica a partir de la jurídica y la teológica. No
cree que la posibilidad de comprender los textos se base en el presupuesto de
la “congenialidad” o afinidad entre el creador y el intérprete. El “milagro” de
la comprensión consiste precisamente en que no es necesaria tal congenialidad
para reconocer lo verdaderamente significativo de un texto, el sentido
originario en una tradición.
En el ámbito de la filología y de las ciencias del espíritu,
la hermenéutica no es un “saber dominador”. No se apropia de los textos como
quien conquista un territorio, sino que se somete a la pretensión de verdad, justicia o belleza del texto.
Tradicionalmente, los alemanes entienden por “filología”
algo más amplio que nosotros. Nietzsche fue ante todo un filólogo. Este sentido
está muy próximo al humanismo de la retórica de un Quintiliano o a la tarea restauradora de los humanistas del Renacimiento.
Gadamer denuncia cómo el filólogo que quiere comprender un texto
por su belleza y su verdad ha sido absorbido por el historicismo y por el historiador, supuestamente"científico", que renuncia a que sus textos tengan para él alguna validez normativa. La
filología se convierte entonces en una ciencia auxiliar de la historiografía.
Ilustra esta tesis con el ejemplo de Wilamowitz cuando empieza a llamar a la
filología clásica “ciencia de la antigüedad”. Y concluye:
“Tal vez no sea sólo el filólogo sino también el historiador el que deba orientar su comportamiento menos según el ideal metodológico de las ciencias naturales que según el modelo que nos ofrecen la hermenéutica jurídica y la hermenéutica teológica”
Hemos de reconocer, pues, una unidad interna de filología e
historiografía. Es la conciencia de la historia efectual[2] la que constituye el
centro en el que uno y otro vienen a confluir como en su verdadero fundamento.
Para Gadamer, la hermenéutica de Aristóteles y su ética poseen una innegable autoridad:
“Aristóteles funda como es sabido la ética como disciplina autónoma frente a la metafísica. Criticando como una generalidad vacía la idea platónica del bien, erige frente a ella la cuestión de lo humanamente bueno, de lo que es bueno para el hacer humano[3]. En la línea de esta crítica resulta exagerado equiparar virtud y saber, areté y logos, como ocurría en la teoría socrático-platónica de las virtudes. Aristóteles devuelve las cosas a su verdadera medida mostrando que el elemento que sustenta el saber ético del hombre es la orexis, el ‘esfuerzo’, y su elaboración hacia una actitud firme (hexis). El concepto de la ética lleva ya en su nombre la relación con esta fundamentación aristotélica de la areté en el ejercicio y en el ethos [carácter moral]”. Verdad y Método, Salamanca 1988, pgs. 383-384.
En efecto, el humano se convierte en tal sólo a través de lo
que hace. Pues bien, interpretar es también un hacer. Aristóteles opuso el ethos (carácter moral) a la physis (naturaleza). En el orden ético
no importan tanto las leyes naturales como la mutabilidad y regularidad de las
posiciones humanas y de sus formas de comportamiento. Aquí, en el orden moral,
un saber general que no se aplique a
la situación concreta carece de sentido. Si bien Aristóteles se mantiene
socrático al retener el conocimiento como un momento esencial del ser moral (el actuar con conocimiento), el problema
hermenéutico se aparta como el saber ético de un saber meramente teórico, "puro",
separado del ser y del hacer.
Estos saberes no pueden ser objetivos en el sentido que
reclama el positivismo científico. El que sabe no se enfrenta aquí con unos
hechos que se limita a describir o explicar, sino que lo que conoce le afecta
directa, inmediatamente. Es algo que él
tiene que hacer.
Resulta útil aquí la distinción aristotélica entre episteme (saber teórico) y phrónesis (saber moral). Las ciencias
del espíritu, incluida la hermenéutica, son saberes morales al tener por objeto
al hombre y lo que este sabe de sí mismo al actuar sobre cosas que podrían ser
de otro modo a como son. La técnica moral es esa habilidad para producirse uno
a sí mismo.
Aunque la conciencia hermenéutica no es un saber meramente
técnico o meramente moral, sin embargo, técnica y moral también ponen el énfasis, como la hermenéutica, en la problemática central de la aplicación.
Junto a la phrónesis (prudencia, sindéresis, saber moral),
como virtud de la consideración reflexiva, un saberse y un saber para sí que,
al contrario que la técnica, sirve a intereses generales (el bien común),
aparece la comprensión (synesis) como modificación de la virtud
moral, porque la comprensión ya no tiene por objeto a uno mismo, sino que es
comprensión del otro.
Para comprender a otro, lo primero es estar con él en una
relación de comunidad. Esto se concreta en el fenómeno del consejo en “problemas de conciencia”. Pedimos consejo a aquel en el
que depositamos nuestra confianza y consideramos “amigo”, lo que en Aristóteles
significa “otro igual”.
El hombre o la mujer comprensiva no juzgan desde fuera, sino
desde un deseo compartido de justicia, desde una pertenencia específica que les une al otro.
En conclusión: el análisis aristotélico puede servirnos de
modelo para los problemas hermenéuticos, pues pone de manifiesto que la
aplicación no es el mero epílogo de la comprensión, sino que determina ésta
desde el principio y en su conjunto. El buen intérprete está obligado a
relacionar el texto con su situación, si es que quiere entender algo de él.
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