Óstracon con el nombre de Arístides, hijo de Lisímaco |
Arístides nunca quiso parecer el mejor, sino serlo. Eso lo
reconocía todo el mundo en la Atenas de su tiempo (primer tercio del s. V a. C.). Pero por aquel entonces la ciudad no permitía que
nadie sobresaliera, ni siquiera si era el mejor en excelencia o virtud (areté).
¿Por qué? ¿Por miedo a la tiranía? ¿Por envidia de la gloria
ajena? ¿Para castigar la insolencia?
Arístides fue el rival del formidable político y estratega
Temístocles, quien se quitó un gran peso de encima cuando Arístides fue condenado al exilio por ostracismo. Eso sucedió en la Atenas del 482 antes de Cristo.
El ostracismo servía de herramienta para que el pueblo soberano desterrara por diez años a cualquier sospechoso de atentar contra la
democracia. Se respetaban sus bienes y se permitía a sus familiares seguir
viviendo en el Ática, la región de Atenas. Cada año se planteaba en la Asamblea
si había que execrar a alguien de la vida pública. En caso afirmativo, cada
ciudadano escribía el nombre del que consideraba peligroso en un trozo de teja (óstracon,
donde viene la palabra “ostracismo”). Debía haber un quórum de 6.000 ciudadanos
y la persona cuyo nombre apareciese en más tejas tenía que marchar al exilio, siendo así apartado de la acción política.
En su Política, Aristóteles explica el ostracismo diciendo
que las poleis democráticas persiguen la igualdad por encima de todo, de modo
que a los que parecen destacar por sus riquezas, relaciones o cualquier otra
fuerza política (τινα ἄλλην
πολιτικὴν ἰσχύν), les apartan de la polis por un tiempo (1284ª).
Teniendo en cuenta que el sobresalir le podía costar el
destierro, la modestia de Arístides ¿era sincera o simulada? La tradición le
tendrá por un hombre excepcional: Aristides el justo. Estuvo presente en las
tres grandes batallas contra el persa: Maratón, Salamina y Platea, pero no
obtuvo ni botín ni gloria personal en ellas, ni presumió nunca de proezas. En el conflicto con los ejércitos de Jerjes en Salamina, Arístides, que había vuelto a
Atenas del destierro, amnistiado por la amenaza del
ejército persa, se puso al servicio de los planes de Temístocles, su gran
enemigo político. Ni el poder ni las relaciones le sirvieron para enriquecerse.
Cuando murió hacia el 468 ni siquiera dejó suficiente dinero para su entierro. Las
hijas tuvieron que casarse con dotes sufragadas por el Estado.
El civismo democrático exige modestia. La aceptación del principio de isonomía (ley igual para todos) se recoje en una de las mejores
anécdotas sobre Arístides el Justo, que cuenta Plutarco. Reunida la Asamblea ateniense, un
campesino que no le conocía de nada quiso escribir su nombre en un óstracon
para condenarlo al ostracismo. Siendo analfabeto el campesino y sin saber quién era, pidió al mismo Arístides
que escribiera su nombre en un óstracon como el que aparece al principio de esta entrada. Cuando el político aristócrata le
preguntó a aquel humilde ciudadano que por qué quería mandar a Arístides al exilio, el
campesino confesó que no le conocía, pero que estaba "hasta las narices" de oír que
a Arístides le llamaban "el justo"... Arístides no dijo nada,
escribió su nombre en la teja y se la devolvió. Ese mismo día partió para el
destierro.
Tal es el poder de la ley de la sociedad igualitaria. Así que harás muy
bien en ella siendo modesto o, por lo menos, afectando modestia. En verdad es una excelencia útil la
capacidad para pasar inadvertido y evitar así ser envidiado. Uno puede disponer
de esa virtud por naturaleza, o adquirirla en la vida a base de conchazos..., quiero decir de ostracismos. Claro que
hay quienes ni así se enteran.
Un siglo después del ostracismo de Arístides el Justo, Platón le recordará en su diálogo titulado Gorgias. Acentúa sus méritos basándose en el hecho de que pudiendo meter la mano en el cajón de
la hacienda pública, no lo hizo. Habla Sócrates:
“En efecto, Calicles, los hombres que llegan a ser más perversos salen de entre los poderosos; sin embargo, nada impide que entre ellos se produzcan también hombres buenos, y los que lo son merecen la mayor admiración. Ciertamente es muy difícil y digno de gran alabanza mantenerse justo toda la vida, cuando se tiene plena libertad de ser injusto. Estos hombres son pocos, aunque en efecto, aquí y en otras partes, han existido en el pasado y creo que existirán en el futuro hombres buenos y honrados respecto a esa virtud de administrar justamente lo que se les confía. Uno muy famoso, aun entre los demás griegos, ha sido Arístides, hijo de Lisímaco; pero, amigo, la mayor parte de los hombres poderosos se hacen malos” (525e-526b).
Por desgracia, lo que dejó escrito el "idealista" Platón resulta hoy bastante realista: son pocos los hombres que pudiendo ser injustos impunemente evitan meter la mano en el cajón de la hacienda pública.
En sus Errores celebrados (XXXII), Juan de Zabaleta, un filósofo español del XVII cronista de Felipe IV, atribuye erróneamente a Platón otra anécdota que tiene que ver con la dificultad de que los poderosos sean justos. Los habitantes de Erine pidieron al filósofo que les legislara, y este se negó con la excusa de que eran ricos, queriendo dar a entender que "era imposible domar poderosos". Zabaleta replica que precisamente para eso están las leyes:
"No son malos todos los ricos, pero son ferocísimos cuando son malos. Quien se les puede oponer son las leyes de la razón y, si no, ellos harán de sus vicios leyes (...)
Los pobres se pueden gobernar por señas. Para los ricos son menester los gritos de las leyes y un brazo muy rico que las ejecute (...) Si no hubiera estas leyes, la avaricia, la venganza y la soberbia fueran dueños del mundo (...) La razón es lo más fuerte. Las leyes son razón. Bien puede hacer leyes para los poderosos, pues nadie es tan poderoso como las leyes".
Los griegos, y más concretamente los atenienses, inventaron el "Estado de derecho", en el que no mandan las personas sino las leyes, a las que cualquier ciudadano, con poder político o no, está sometido.
En la corte del poderoso rey persa Jerjes, hijo de Darío, se refugió Demarato, rey espartano, por desavenencias con el otro rey espartano, Cleómenes. Cuando Jerjes le preguntó a Demarato si los griegos se atreverían contra él, Demarato le dijo la verdad:
"Oh rey, siempre y en toda ocasión, la pobreza es compañera de Grecia; pero también tiene un coraje propio, alcanzado por medio de la inteligencia y unas leyes rigurosas. Son libres, claro está, pero no totalmente libres, pues sobre ellos se alza como soberana la ley, a la que temen más que tus súbditos a ti". Heródoto, VII
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