martes, 3 de marzo de 2020

FE Y CRISIS DEL PROGRESO

VOAEX: Viaje de (H)ormigón por la Alta Extremadura,
Wolf Vostell, 1976. Paraje natural de Los Barruecos (Malpartida, Cáceres)

  
A finales del siglo pasado menguó el interés por la conquista de la galaxia. Salvo a los astrónomos, los empleados de la NASA y unos cuantos frikis repartidos por las naciones del planeta Tierra, ¿a quién le importa ya que esta o aquella sonda haya rebasado Plutón? Incluso Plutón ha perdido su antaño consideración de “planeta” para ser una roca más entre la multitud de mundos muertos que orbitan alrededor del sol en un radio lejanísimo. No hay signos que palíen la soledad de nuestra raza o vulneren el silencio del cosmos, que no ha hecho sino extenderse más y más desde la revolución científica del XVI, como un precipicio inhumano o un pozo sin fondo, o cuyo abismo es la Nada paradójica de los agujeros negros. La Historia universal del hombre parece ser la de un relato épico pero inútil y, lo peor, sin oyentes.

Durante siglos, griegos, romanos y cristianos pensaron el cosmos como un organismo con alma e inteligencia. Podía negarse que los cangrejos tuvieran alma racional, pero parecía innegable que los fenómenos humanos estaban asociados íntimamente a los fenómenos de la naturaleza formando una “gran cadena del Ser” con un fin propio. Todo tenía que ver con todo y marchaba hacia el Bien, del que procedía. Como en la Divina Comedia del Dante, el universo, con su Cielo y su Infierno, estaba insuflado de un ánima divina. Ni siquiera Lucrecio, un epicúreo atomista, se permitió pensar en un hombre expulsado definitivamente e independiente de la madre Naturaleza.

Sin embargo, la concepción orgánica de la Naturaleza como algo vivo entró en crisis cuando el modelo galileano triunfó. Ya no se suponía –como hizo Platón en el Timeo- que el universo fuera un “todo con alma” (pan empsychón), un inmenso animal del que formamos parte, igual que nuestras células vivas y las bacterias de nuestro estómago forman parte de nuestros cuerpos, sino que el mundo pareció ser un mecanismo ciego y la naturaleza una austera y helada legalidad de fenómenos, cuya comprensión científico-matemática permitiría prever y dominar su desarrollo.

Esta concepción mecanicista del universo, cartesiana, newtoniana, aleja o hace innecesaria la hipótesis del Dios Creador, del Demiurgo, del Gran Relojero o Arquitecto cósmico. Si es posible seguir pensando en tan trascendente figura, su existencia resulta indemostrable, y para explicar los sucesos –añadirá Laplace- del todo innecesaria. Lo divino acabará perteneciendo con Kant a la experiencia moral, al reino ideal o irreal de los noúmenos. El Soberano Bien no es más que un útil supuesto de la razón ética (o política), pues la naturaleza, entendida como un mecanismo inmanente, es indiferente a la experiencia intencional o a la razón finalista, indiferente al bien y el mal. Los procesos naturales son hijos del azar y la causalidad material (necesidad de Monod), no hay en ellos una providencia o una finalidad que les dote de sentido, ni siquiera una ortogénesis que los proyecte hacia mejor. La poesía incorporará enseguida la metáfora del hombre como un ser angustiado ante una vida carente de valor, como quien deambula por una inmensa playa deshabitada.

Templo romano de Mérida

Bien es verdad que la filosofía antigua ensayó prescindir de los mitos para explicar el arjé de la physis, el origen y principio de la naturaleza, entendida ésta como aquella procesión que genera la vida desde el caos y la conciencia desde la vida, pero no expulsó por ello lo divino de la naturaleza, por el contrario, será la naturaleza de las cosas lo que explicará el valor y sentido de los dioses, siendo así que la naturaleza también lleva implícito el sentido del hombre. “Ningún modelo de pensamiento de la Antigüedad supone la separación del hombre, como sujeto de razón, de una naturaleza in-animada” (Rafael Argullol. Naturaleza: La conquista de la soledad, Lanzarote 1995).

Al formalizar y mecanizar el concepto de Naturaleza, el racionalismo, en efecto, proporcionó una naturaleza des-humanizada y un hombre des-naturalizado. Pagó por este pecado con una incomprensión fundamental de la vida, la vida que no es precisamente ni máquina ni espíritu, sino una enigmática complicación de ambos. La idea de que el hombre es un mero accidente de la naturaleza inspiró en el siglo XX desencantados manifiestos existencialistas y sigue inspirando en el XXI los más crueles sarcasmos nihilistas. De los dioses sólo quedan espectrales imágenes poéticas, la agonía de Dios en la cultura moderna forma parte de este paisaje desolado. 

Charca del berrocal de Los Barruecos (Cáceres)

Rafael Argullol piensa el panteísmo metafísico y religioso de Spinoza como una tentativa a contracorriente. Ciertamente, para el gran filósofo sefardita, Dios es el mundo visto desde el lado de las ideas, igual que el mundo no es otra cosa, sino Dios visto desde el lado de la realidad. De modo que “Spinoza otorga al hombre la posibilidad de vivir la multiplicidad de la naturaleza como partícipe de una sustancia única y universal”.

El naturalismo romántico seguirá un camino semejante en un definitivo intento por restituir a la naturaleza su condición de organismo vivo, poniendo de manifiesto la conexión dinámica de todos sus fenómenos, a la vez que los románticos desprecian la miseria de una razón aislada de la naturaleza, sin alma. En este sentido, cabe una interpretación romántica de la famosa frase de Iriarte, el amigo de Goya: “el sueño de la Razón produce monstruos”, en el sentido de que no es la vacación de la razón lo que produce aberraciones, sino la utopía de una racionalidad meramente técnica o científica (instrumental) la que genera quimeras, porque reduce la Naturaleza a un mero campo de experimentación, eliminando su santidad y su misterio. 

Goethe intentó antes que la tropa idealista recuperar el sentido de unidad de la naturaleza, en la convicción de que ésta es lo divino realizado, en sus trabajos naturalistas muestra una clara voluntad de síntesis y armonía, porque expresan el empeño en defender la continuidad de humanismo y naturalismo, de arte y ciencia. El arte debe proporcionar el marco para la confluencia de poesía y filosofía, ética y física, en consiliencia de cuerpo y espíritu.

Pero con la utopía científico-técnica y la hipóstasis del Progreso el mundo pierde definitivamente su alma, o la olvida. La técnica, en efecto, ha llegado a ser la mayor droga  que usa el hombre para conjurar la pesadilla de su aislamiento cósmico, de su soledad existencial y del sinsentido de sus labores. Es el sueño de autodeterminación total: “Seréis como dioses”. El hombre trascendido técnicamente, autodiseñado genéticamente, es el Superhombre. De ahí el renovado relato del vitalismo en el transhumanismo, en el proyecto de la mejora del programa íntimo de construcción biológica del ser humano, que daría lugar a una especie nueva y superior. Y ya no hacen falta sacerdotes, porque La Edad del Progreso convierte al científico en profeta y al ingeniero en mesías.

Contra este ídolo del moderno Prometeo, Mary Shelley condenará a su doctor Frankenstein al tormento moral por su intromisión en el sagrado oficio de dios creador. Pero en comparación con sus dudas, las obras de Julio Verne rebosan optimismo para un mundo en el que el ingeniero es el nuevo héroe al servicio del bienestar humano. Décadas más tarde, el genial H. G. Wells publicará un augurio inquietante: La isla del Doctor Moreau, en la que la bioingeniería no sirve sino para producir monstruos dolientes, señal de una crisis creciente de la religión del Progreso. Esperemos que dos guerras mundiales hayan sido suficientes para mostrar el lado más perverso del uso de la técnica.

Resultado de imagen de la isla del doctor moreau
Monstruos de La Isla del doctor Moreau.

La misma crisis de la mecánica clásica ha suscitado una nueva epistemología para mostrarnos lo que la tradición escéptica intuía, que cualquier paradigma científico cojea de inconsistencia o de incompletitud y que el conocer no es más que poner al descubierto nuevos territorios de ignorancia. El sueño de la resolución en fórmula de todos los enigmas se ha reducido a mera ilusión (un "sueño de la razón") y la lógica del conocimiento como dominio ha asomado la cara triste de un dominar destructivo e incluso autodestructivo. Nos hemos obligado a confiar exclusivamente en nuestras fuerzas. Reto tan arriesgado como apasionante. Pero no parece que tengamos un Padre o una Madre a quien contárselo. El silencio de la Naturaleza, su extrañeza y lejanía, resultan tan aterradores como la contemplación de las ermitas ruinosas en los claros de bosques ardidos, símbolos con los que E. Jünger anunció la destrucción de Europa en Sobre los acantilados de mármol.

Sobre lo mismo: https://www.actuall.com/vida/gustave-thibon-el-socrates-frances-antidoto-para-el-transhumanismo-con-su-libro-sereis-como-dioses/?fbclid=IwAR0LaAUvRR6n9XUmuNj-Q09AmeNAASuDfoOJgvghhdt9I4qLQXJmCLz_6g8


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