VOAEX: Viaje de (H)ormigón por la Alta Extremadura, Wolf Vostell, 1976. Paraje natural de Los Barruecos (Malpartida, Cáceres) |
A finales del siglo pasado menguó el interés por la
conquista de la galaxia. Salvo a los astrónomos, los empleados de la NASA y
unos cuantos frikis repartidos por las naciones del planeta Tierra, ¿a quién le
importa ya que esta o aquella sonda haya rebasado Plutón? Incluso Plutón ha
perdido su antaño consideración de “planeta” para ser una roca más entre la
multitud de mundos muertos que orbitan alrededor del sol en un radio
lejanísimo. No hay signos que palíen la soledad de nuestra raza o vulneren el
silencio del cosmos, que no ha hecho sino extenderse más y más desde la
revolución científica del XVI, como un precipicio inhumano o un pozo sin fondo,
o cuyo abismo es la Nada paradójica de los agujeros negros. La Historia universal
del hombre parece ser la de un relato épico pero inútil y, lo peor, sin oyentes.
Durante siglos, griegos, romanos y cristianos pensaron el
cosmos como un organismo con alma e inteligencia. Podía negarse que los
cangrejos tuvieran alma racional, pero parecía innegable que los fenómenos
humanos estaban asociados íntimamente a los fenómenos de la naturaleza formando
una “gran cadena del Ser” con un fin propio. Todo tenía que ver con todo y marchaba hacia el Bien, del que procedía. Como en la Divina Comedia del Dante,
el universo, con su Cielo y su Infierno, estaba insuflado de un ánima divina.
Ni siquiera Lucrecio, un epicúreo atomista, se permitió pensar en un hombre
expulsado definitivamente e independiente de la madre Naturaleza.
Sin embargo, la concepción orgánica de la Naturaleza como
algo vivo entró en crisis cuando el modelo galileano triunfó. Ya no se suponía –como
hizo Platón en el Timeo- que el
universo fuera un “todo con alma” (pan
empsychón), un inmenso animal del que formamos parte, igual que nuestras células
vivas y las bacterias de nuestro estómago forman parte de nuestros cuerpos, sino que el
mundo pareció ser un mecanismo ciego y la naturaleza una austera y helada legalidad de fenómenos, cuya comprensión
científico-matemática permitiría prever y dominar su desarrollo.
Esta concepción mecanicista del universo, cartesiana,
newtoniana, aleja o hace innecesaria la hipótesis del Dios Creador, del
Demiurgo, del Gran Relojero o Arquitecto cósmico. Si es posible seguir pensando
en tan trascendente figura, su existencia resulta indemostrable, y para
explicar los sucesos –añadirá Laplace- del todo innecesaria. Lo divino acabará
perteneciendo con Kant a la experiencia moral, al reino ideal o irreal de los
noúmenos. El Soberano Bien no es más que un útil supuesto de la razón ética (o
política), pues la naturaleza, entendida como un mecanismo inmanente, es indiferente
a la experiencia intencional o a la razón finalista, indiferente al bien y el mal. Los procesos naturales son
hijos del azar y la causalidad material (necesidad de Monod), no hay en ellos
una providencia o una finalidad que les dote de sentido, ni siquiera una ortogénesis que los proyecte hacia mejor. La poesía incorporará
enseguida la metáfora del hombre como un ser angustiado ante una vida carente
de valor, como quien deambula por una inmensa playa deshabitada.
Templo romano de Mérida |
Bien es verdad que la filosofía antigua ensayó prescindir de
los mitos para explicar el arjé de la physis, el origen y principio de la
naturaleza, entendida ésta como aquella procesión que genera la vida desde el
caos y la conciencia desde la vida, pero no expulsó por ello lo divino de la
naturaleza, por el contrario, será la naturaleza de las cosas lo que explicará
el valor y sentido de los dioses, siendo así que la naturaleza también lleva
implícito el sentido del hombre. “Ningún modelo de pensamiento de la Antigüedad
supone la separación del hombre, como sujeto de razón, de una naturaleza
in-animada” (Rafael Argullol. Naturaleza:
La conquista de la soledad, Lanzarote 1995).
Al formalizar y mecanizar el concepto de Naturaleza, el
racionalismo, en efecto, proporcionó una naturaleza des-humanizada y un hombre
des-naturalizado. Pagó por este pecado con una incomprensión fundamental de la
vida, la vida que no es precisamente ni máquina ni espíritu, sino una enigmática
complicación de ambos. La idea de que el hombre es un mero accidente de la
naturaleza inspiró en el siglo XX desencantados manifiestos existencialistas y
sigue inspirando en el XXI los más crueles sarcasmos nihilistas. De los dioses
sólo quedan espectrales imágenes poéticas, la agonía de Dios en la cultura
moderna forma parte de este paisaje desolado.
Charca del berrocal de Los Barruecos (Cáceres) |
Rafael Argullol piensa el panteísmo metafísico
y religioso de Spinoza como una tentativa a contracorriente. Ciertamente, para
el gran filósofo sefardita, Dios es el mundo visto desde el lado de las ideas,
igual que el mundo no es otra cosa, sino Dios visto desde el lado de la
realidad. De modo que “Spinoza otorga al hombre la posibilidad de vivir la
multiplicidad de la naturaleza como partícipe de una sustancia única y
universal”.
El naturalismo romántico seguirá un camino semejante en un
definitivo intento por restituir a la naturaleza su condición de organismo
vivo, poniendo de manifiesto la conexión dinámica de todos sus fenómenos, a la
vez que los románticos desprecian la miseria de una razón aislada de la
naturaleza, sin alma. En este sentido, cabe una interpretación romántica de la
famosa frase de Iriarte, el amigo de Goya: “el sueño de la Razón produce
monstruos”, en el sentido de que no es la vacación de la razón lo que produce
aberraciones, sino la utopía de una racionalidad meramente técnica o científica
(instrumental) la que genera quimeras, porque reduce la Naturaleza a un mero campo
de experimentación, eliminando su santidad y su misterio.
Goethe intentó antes
que la tropa idealista recuperar el sentido de unidad de la naturaleza, en la
convicción de que ésta es lo divino
realizado, en sus trabajos naturalistas muestra una clara voluntad de
síntesis y armonía, porque expresan el empeño en defender la continuidad de
humanismo y naturalismo, de arte y ciencia. El arte debe
proporcionar el marco para la confluencia de poesía y filosofía, ética y física,
en consiliencia de cuerpo y espíritu.
Pero con la utopía científico-técnica y la hipóstasis del
Progreso el mundo pierde definitivamente su alma, o la olvida. La técnica, en efecto,
ha llegado a ser la mayor droga que usa el hombre para conjurar la pesadilla
de su aislamiento cósmico, de su soledad existencial y del sinsentido de sus labores.
Es el sueño de autodeterminación total: “Seréis como dioses”. El hombre trascendido
técnicamente, autodiseñado genéticamente, es el Superhombre. De ahí el renovado
relato del vitalismo en el transhumanismo, en el proyecto de la mejora
del programa íntimo de construcción biológica del ser humano, que daría lugar a una
especie nueva y superior. Y ya no hacen falta sacerdotes, porque La Edad del
Progreso convierte al científico en profeta y al ingeniero en mesías.
Contra este ídolo del moderno Prometeo, Mary Shelley condenará
a su doctor Frankenstein al tormento moral por su intromisión en el sagrado oficio de
dios creador. Pero en comparación con sus dudas, las obras de Julio Verne
rebosan optimismo para un mundo en el que el ingeniero es el nuevo héroe al
servicio del bienestar humano. Décadas más tarde, el genial H. G. Wells publicará un
augurio inquietante: La isla del Doctor
Moreau, en la que la bioingeniería no sirve sino para producir monstruos
dolientes, señal de una crisis creciente de la religión del Progreso. Esperemos
que dos guerras mundiales hayan sido suficientes para mostrar el lado más perverso
del uso de la técnica.
Monstruos de La Isla del doctor Moreau. |
La misma crisis de la mecánica clásica ha suscitado una
nueva epistemología para mostrarnos lo que la tradición escéptica intuía, que cualquier
paradigma científico cojea de inconsistencia o de incompletitud y que el conocer
no es más que poner al descubierto nuevos territorios de ignorancia. El sueño
de la resolución en fórmula de todos los enigmas se ha reducido a mera ilusión (un "sueño de la razón") y la lógica del conocimiento como dominio ha asomado la cara triste de un
dominar destructivo e incluso autodestructivo. Nos hemos obligado a confiar
exclusivamente en nuestras fuerzas. Reto tan arriesgado como apasionante. Pero
no parece que tengamos un Padre o una Madre a quien contárselo. El silencio de
la Naturaleza, su extrañeza y lejanía, resultan tan aterradores como la contemplación de las ermitas
ruinosas en los claros de bosques ardidos, símbolos con los que E. Jünger anunció la destrucción de Europa en Sobre los acantilados de mármol.
Sobre lo mismo: https://www.actuall.com/vida/gustave-thibon-el-socrates-frances-antidoto-para-el-transhumanismo-con-su-libro-sereis-como-dioses/?fbclid=IwAR0LaAUvRR6n9XUmuNj-Q09AmeNAASuDfoOJgvghhdt9I4qLQXJmCLz_6g8
Sobre lo mismo: https://www.actuall.com/vida/gustave-thibon-el-socrates-frances-antidoto-para-el-transhumanismo-con-su-libro-sereis-como-dioses/?fbclid=IwAR0LaAUvRR6n9XUmuNj-Q09AmeNAASuDfoOJgvghhdt9I4qLQXJmCLz_6g8
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