martes, 31 de marzo de 2020

LA CIUDAD DE DIOS


San Agustín
LA VISIÓN DE LA HISTORIA DE SAN AGUSTÍN

El imperio romano del siglo V ya no parecía tan malvado ni avocado al vicio como antaño, antes de Constantino, pero la Iglesia ya no parecía tan santa después de Constantino, el emperador que en 313 había decidido convertir el cristianismo en la fe del Estado (In hoc signo vinces). Hay que recordar el contexto. Cuando san Agustín (354-430) comenzó a escribir hacia el 413 su Ciudad de Dios, los bárbaros comenzaban a invadir y a destruir el imperio romano. San Agustín escribe la De Civitate Dei para responder a las acusaciones dirigidas contra los cristianos (pacifismo, incivismo) y para consolarlos por la derrota, pues en 410 el bárbaro Alarico conquistó Roma, capital de un imperio cristiano.

José Ferrater Mora reconoce a san Agustín como al primer filósofo y teólogo de la Historia. San Agustín estaba convencido de que la historia humana tenía sentido, de que su drama es continuación y remate del drama cósmico. El cristianismo introducía así una gran diferencia entre su visión del tiempo y la de los pensadores griegos, ya que neoplatónicos y estoicos negaban toda significación propia a la historia humana. Los hebreos habían vivido su historia como historia universal de la que ellos y su Dios resultaban protagonistas exclusivos. San Agustín desarrolló intelectualmente esta vivencia del tiempo como realidad  lineal, no circular, con un principio y un final, dándole un nuevo y místico significado. La historiografía griega y la teoría platónica de las ideas también contaron en esta elaboración, por supuesto. San Agustín contempla la historia desde la teología y la teología desde la historia. Así, entiende lo histórico en función de esos acontecimientos religiosos que son para su fe: la Creación, la Caída y la Redención.

La idea de creación era también ajena a la mentalidad griega, que proclamaba que de la nada, nada podía surgir (v. Lucrecio. De rerum natura). San Agustín aceptaba el misterio de una creación desde la nada, ex nihilo. Dios creó el mundo a la vez que el tiempo, desde fuera del tiempo (idea esta apreciada y citada por Stephen Hawking en su Breve historia del tiempo). Dios creó el mundo en un solo acto, sin sucesión de tiempo hizo existir la totalidad de lo que fue entonces, de lo que es actualmente y de lo que será adelante. La narración de los seis días ha de interpretarse alegóricamente, porque Dios creó todo de una vez. (v. Étienne Gilson).

Por su parte, la redención, a través de la muerte y resurrección del Hijo de Dios posibilita un más allá, entendido como liberación del alma, que habitará la ciudad de los elegidos, la cual, como utopía final, justifica el drama histórico. Volveremos luego sobre el sentido de la caída y del pecado original, que tanta importancia cobra en las últimas ideas del Padre de la Iglesia.

La reflexión agustiniana posee dos núcleos: Dios y el alma. Y contemplará la historia humana como el gigantesco drama de salvación o de condenación del alma, inspirado por la fe, creyendo para poder comprender lo que de irracional parece haber en el trascurrir del tiempo. El tiempo, eso que creo saber qué es, hasta que me lo pregunto; y entonces ya no lo sé. Si la unidad en Dios fue principio y origen de la historia, y toda ella ha consistido en el desgajamiento de esa unidad primitiva, con la venida de Jesucristo lo confuso y múltiple se hace de nuevo unitario. De Adán a Cristo, imperó la noche.

Si la naturaleza era para el filósofo griego lo permanente, el gran todo al que cada ser individual vuelve pagando esta retribución, su muerte, por haber existido, para el cristiano la naturaleza se haya corrompida a consecuencia del pecado original. Su mal es culpa nuestra. La naturaleza no es para el cristiano su fin, sino su medio, el escenario dramático de la salvación, también es natural una parte del hombre, pero no la mejor, pues está en lucha constante, manchada e imperfecta, con su vocación divina. Plotino se avergonzaba de tener cuerpo. En la misma línea neoplatónica, san Agustín ve al alma como a una esencia espiritual inmutable encerrada en una prisión que se erosiona. El alma es lo que recuerda, entiende y quiere (memoria, inteligencia y voluntad), es decir, lo que piensa. Y existe verdaderamente: "si fallor, sum": si me equivoco, soy, escribe San Agustín anticipando a Descartes. El hombre es un alma encarnada, una cierta imagen de Dios, y su esencia más profunda es la presencia de Dios mismo en su fondo. El mal, la materia, el no-ser, son la misma cosa, algo externo a aquella luz que descubre el alma en su intimidad.

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Los pueblos antiguos, el asirio, el egipcio, el hebreo, el griego o el romano, se consideraban a sí mismos el ombligo del mundo y consideraban a los otros como una masa amorfa de bárbaros o gentiles. Con el antecedente estoico, san Agustín amplía su visión histórica a toda la humanidad. Su visión de la historia es ecuménica, cosmopolita, pero también mística. Se diferencia de los estoicos porque asigna a la historia una finalidad trascendente. Tal visión se apoya en la hebrea, pero también difiere de ella al separar la ciudad terrena de la divina, dando, según una justicia incomparable, lo que corresponde a cada una de ellas: al César lo que del César y a Dios lo que es de Dios. De este modo, el sincretismo agustinista, que recoge además del neoplatonismo un fondo maniqueo y gnóstico, prepara la separación entre religión y Estado, y entre el hombre interior y el ciudadano. Filosofía y cristianismo romanizados serán los pilares de la civilización occidental. Ferrater Mora cree que podemos dar a san Agustín los títulos de "primer hombre moderno" y "primer europeo" (y eso que nació en África, en Tagaste, Numidia).

El cosmopolitismo de estoicos y neoplatónicos se diferencia del cristiano de san Agustín en un importante matiz místico. Mientras que los primeros sostienen que su patria es el universo o la naturaleza, para san Agustín no hay otra patria que la invisible: la ciudad divina. Este filósofo cristiano combate la naturaleza, hasta en sí mismo; en el orden material, la naturaleza, la physis griega, es concebida como barro, polvo, ceniza, nada; en el orden histórico, el ciudadano vive en la ciudad terrena, dominada por el egoísmo, ciudad del diablo. Para el filósofo estoico la historia no es dramática sino reiterativa, como el ciclo de las estaciones, el dramatismo cristiano reclama la novedad de la elección libre: entre el egoísmo y la caridad, entre la ciudad terrenal y la divina. Lo que sucede en la historia, concebida al modo cristiano, sucede una sola vez, no hay vuelta atrás, no hay “eterno retorno de lo mismo”.

El hombre libérrimo puede elegir el mal a sabiendas, tal y como apuntó Pablo de Tarso. Es libre de pecar (libre arbitrio) aunque la verdadera libertad esté en el sometimiento de la voluntad al bien. Para San Agustín, la libertad y el conocimiento humano (sapientia) no son suficientes sin la ayuda de Dios, sin la gracia que Dios regala. El don de la gracia es necesario por la impotencia moral de la voluntad humana, corrompida por el pecado original. En Sobre el libre albedrío, obra de juventud, san Agustín elogió la libertad humana, pero a partir de sus Confesiones, ya maduro, declaró que la había sobrestimado. El pecado original nos corrompió hasta la raíz y está en la génesis de ese vagar errante por el tiempo al que llamamos Historia. La historia nace, precisamente, del libre albedrío mal empleado, principio de toda culpa y de todo mal. La existencia encadenada al tiempo representa la caída del alma.

Adán, Eva y La Serpiente Elaine Pagels | Libro del Génesis | El ...Los seis grandes periodos históricos de los que san Agustín da cuenta coinciden con la expansión de los grandes imperios, pero lo que hace de la historia un progreso no es el aumento del dominio del hombre sobre la naturaleza, sino la revelación del Dios escondido tras su telón. Lo ajeno a dicha revelación queda fuera de la historia eterna: los aparentes progresos de los grandes imperios, de Grecia y de Roma, se orientaron hacia el poder y hacia el vicio, hasta el encumbramiento de la demoníaca soberbia, por eso decaen y perecen sin que la ayuda de sus dioses les sirva para nada. Esos dioses sólo figuran la voluntad de poderío. Contra ellos se levanta san Agustín en nombre de la divina y eterna patria más allá del tiempo, en torno a la Iglesia se reúnen los elegidos que alcanzan la gracia de la libertad verdadera, aunque, aún en la Iglesia, sean más los llamados que los selectos.

La historia es así pugna y tensión entre las dos ciudades: la temporal y la eterna. Su filosofía es una teodicea más dura –y hasta más cruel- que la de Orígenes (184-253), el cual, al castigo divino, sobreponía la definitiva unidad de todo en Dios, la apocatástasis. Reconciliación final. Para el obispo de Hipona, la condenación de los más no es una crueldad, sino justicia; y la salvación de los elegidos, que son los menos, pura misericordia. En la visión de la historia como drama no acaba todo bien –no es una comedia- ni todo mal –no es una tragedia-. Es el drama de los descendientes de Caín. Para san Agustín, tanto el deseo sexual, como la servidumbre del albedrío al pecado, y hasta la muerte, son consecuencia del pecado de Adán y Eva. Si bien esta inmensa culpa ha sido redimida por Cristo. ¡Borrón y cuenta nueva!

Como suele suceder, las inclinaciones del pensamiento de san Agustín fueron convertidas por sus seguidores en doctrina y regla: el orden natural quedó así absorbido en el sobrenatural, el derecho natural o del Estado dentro de la justicia de Dios y de la Iglesia. O, como dijo san Cipriano de Cartago en el siglo III, Extra Ecclesiam nulla salus, fuera de la Iglesia no hay salvación. A finales del siglo V, el papa Gelasio I escribe al emperador Anastasio una carta en que deja claro que el poder real ha de plegarse a “la sagrada autoridad de los pontífices”. Gregorio el Grande (540-604) desarrolla este principio. El emperador, “rinoceronte domesticado por Dios”,  está obligado a “proteger con una extrema solicitud la paz y la fe”. El reino terrenal –les escribe Gregorio al emperador Mauricio y a su hijo Teodosio- debe estar al servicio del reino de los cielos. Lo importante –le dice al rey bárbaro Childerberto- no es ser rey, otros lo son, sino ser un rey católico cuya primera obligación es luchar contra el pecado. San Isidoro de Sevilla (muerto en 636) lo deja claro: el poder temporal, político “no sería necesario si no impusiera por el terror y la disciplina lo que los sacerdotes no pueden hacer prevalecer mediante la palabra”.

La construcción progresiva de la Ciudad de Dios da sentido a la historia universal. Todos los acontecimientos culminantes de la historia humana son momentos de un plan querido y trazado por la divina providencia. Su gran misterio es el de la caridad o amor divino, restaurando de continuo una creación desordenada por el pecado. La teoría agustiniana del pecado original hacía inteligibles no sólo las imperfecciones del Estado, sino también las de la naturaleza y las de la Iglesia.

In New Book, Religion Scholar Elaine Pagels Tells Her Own Story - WSJ
Elaine Pagels , profesora norteamericana de historia de las religiones
En nuestros días, Elaine Pagels ha insistido en la interpretación sexualizada del pecado que hace san Agustín, quien tiende a identificar el pecado original con la concupiscencia. Contrasta también su posición con la de san juan Crisóstomo que definió su función como consejero y no como gobernante. Para san Agustín, el obispo gobierna en lugar de Dios. Y dicho gobierno no excluye sino que aconseja en algunos casos el empleo de la fuerza y los procedimientos disciplinarios. Así, por ejemplo, tras ciertas reticencias, san Agustín consideró la fuerza militar indispensable para suprimir a los donatistas, justificando el derecho del Estado a suprimir a los no católicos.

“Al recalcar que la humanidad, asolada por el pecado, se encuentra desvalida y necesitada de una intervención exterior, la teoría de san Agustín no sólo validaba el poder secular, sino que también justificaba la imposición de la autoridad de la Iglesia –por la fuerza si era necesario- como esencial para la salvación humana” (Elaine Pagels).

Muy lejos ya de las posiciones de Eusebio de Cesarea, teólogo de Constantino, “la sombría visión de san Agustín de una naturaleza humana asolada por el pecado original y desbordada por la lujuria de poder descarta la adulación incondicional (al emperador o al rey) y restringe su apoyo al dominio imperial”, pero considera imprescindible el gobierno secular, mientras que Juan Crisóstomo lo consideraba superfluo en las vidas de los ciudadanos piadosos.

Bibliografía

Ferrater Mora, José. Cuatro visiones de la historia universal, Alianza, Madrid 1982.
Gilson, Étienne. La filosofía en la Edad Media, Gredos, Madrid 1958.
Pagels, Elaine. Adán, Eva y la serpiente, Crítica, Barcelona 1988.
  

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