LA VISIÓN DE LA HISTORIA DE SAN AGUSTÍN
El imperio romano del siglo V ya no parecía tan malvado ni avocado al vicio como
antaño, antes de Constantino, pero la Iglesia ya no parecía tan santa después
de Constantino, el emperador que en 313 había decidido convertir el cristianismo en la fe del
Estado (In hoc signo vinces). Hay que recordar el contexto. Cuando san Agustín (354-430) comenzó a escribir
hacia el 413 su Ciudad de Dios, los
bárbaros comenzaban a invadir y a destruir el imperio romano. San Agustín
escribe la De Civitate Dei para
responder a las acusaciones dirigidas contra los cristianos (pacifismo,
incivismo) y para consolarlos por la derrota, pues en 410 el bárbaro Alarico
conquistó Roma, capital de un imperio cristiano.
José Ferrater Mora reconoce a san Agustín como al primer filósofo y teólogo de la
Historia. San Agustín estaba convencido de que la historia humana tenía
sentido, de que su drama es continuación y remate del drama cósmico. El cristianismo introducía así una gran diferencia entre su
visión del tiempo y la de los pensadores griegos, ya que neoplatónicos y
estoicos negaban toda significación propia a la historia humana. Los hebreos
habían vivido su historia como historia universal de la que ellos y su Dios
resultaban protagonistas exclusivos. San Agustín desarrolló intelectualmente
esta vivencia del tiempo como realidad lineal, no circular, con un principio y un final, dándole un nuevo y místico significado. La historiografía griega y la teoría platónica de
las ideas también contaron en esta elaboración, por supuesto. San Agustín contempla la historia desde la
teología y la teología desde la historia. Así, entiende lo histórico en función
de esos acontecimientos religiosos que son para su fe: la Creación, la Caída y la Redención.
La idea de creación era también ajena a la mentalidad griega, que proclamaba que de la nada, nada podía surgir (v. Lucrecio. De rerum natura). San Agustín aceptaba
el misterio de una creación desde la nada, ex nihilo. Dios creó el mundo a la
vez que el tiempo, desde fuera del tiempo (idea esta apreciada y citada por Stephen
Hawking en su Breve historia del tiempo).
Dios creó el mundo en un solo acto, sin sucesión de tiempo hizo existir la
totalidad de lo que fue entonces, de lo que es actualmente y de lo que será
adelante. La narración de los seis días ha de interpretarse alegóricamente,
porque Dios creó todo de una vez. (v. Étienne Gilson).
Por su parte, la redención, a través de la muerte y
resurrección del Hijo de Dios posibilita un más allá, entendido como liberación del alma, que habitará la ciudad de los
elegidos, la cual, como utopía final, justifica el drama histórico. Volveremos luego sobre el
sentido de la caída y del pecado original, que tanta importancia cobra en las
últimas ideas del Padre de la Iglesia.
La reflexión agustiniana posee dos núcleos: Dios y el alma.
Y contemplará la historia humana como el gigantesco drama de salvación o de condenación del
alma, inspirado por la fe, creyendo para
poder comprender lo que de irracional parece haber en el trascurrir del
tiempo. El tiempo, eso que creo saber qué es, hasta que me lo pregunto; y entonces ya no lo sé. Si la unidad en Dios fue principio y origen de la
historia, y toda ella ha consistido en el desgajamiento de esa unidad
primitiva, con la venida de Jesucristo lo confuso y múltiple se hace de nuevo
unitario. De Adán a Cristo, imperó la noche.
Si la naturaleza era para el filósofo griego lo permanente,
el gran todo al que cada ser individual vuelve pagando esta retribución, su
muerte, por haber existido, para el cristiano la naturaleza se haya corrompida
a consecuencia del pecado original. Su mal es culpa nuestra. La naturaleza no
es para el cristiano su fin, sino su medio, el escenario dramático de la
salvación, también es natural una parte del hombre, pero no la mejor, pues está en lucha constante,
manchada e imperfecta, con su vocación divina. Plotino se avergonzaba de tener
cuerpo. En la misma línea neoplatónica, san Agustín ve al alma como a una esencia espiritual inmutable encerrada en una prisión que se erosiona. El alma es lo que recuerda, entiende y quiere (memoria, inteligencia y voluntad), es decir, lo que piensa. Y existe verdaderamente: "si fallor, sum": si me equivoco, soy, escribe San Agustín anticipando a Descartes. El hombre es un alma encarnada, una cierta imagen de Dios, y su esencia más profunda es la presencia de Dios mismo en su fondo. El mal, la materia,
el no-ser, son la misma cosa, algo externo a aquella luz que descubre el alma en su intimidad.
Los pueblos antiguos, el asirio, el egipcio, el hebreo, el
griego o el romano, se consideraban a sí mismos el ombligo del mundo y consideraban a los otros como una masa amorfa de bárbaros o gentiles. Con el antecedente estoico, san
Agustín amplía su visión histórica a toda la humanidad. Su visión de la historia es
ecuménica, cosmopolita, pero también mística. Se diferencia de los estoicos porque asigna a la
historia una finalidad trascendente. Tal visión se apoya en la hebrea, pero
también difiere de ella al separar la ciudad terrena de la divina, dando, según
una justicia incomparable, lo que corresponde a cada una de ellas: al César lo
que del César y a Dios lo que es de Dios. De este modo, el sincretismo
agustinista, que recoge además del neoplatonismo un fondo maniqueo y gnóstico,
prepara la separación entre religión y Estado, y entre el hombre interior y el
ciudadano. Filosofía y cristianismo romanizados serán los pilares de la
civilización occidental. Ferrater Mora cree que podemos dar a san Agustín los títulos de "primer hombre moderno" y "primer europeo" (y eso que nació en África, en Tagaste, Numidia).
El cosmopolitismo de estoicos y neoplatónicos se diferencia
del cristiano de san Agustín en un importante matiz místico. Mientras que los primeros sostienen que su
patria es el universo o la naturaleza, para san Agustín no hay otra patria que la invisible: la
ciudad divina. Este filósofo cristiano combate la naturaleza, hasta en sí mismo;
en el orden material, la naturaleza, la physis griega, es concebida como barro, polvo, ceniza, nada; en el orden
histórico, el ciudadano vive en la ciudad terrena, dominada por el egoísmo, ciudad del diablo.
Para el filósofo estoico la historia no es dramática sino reiterativa, como el
ciclo de las estaciones, el dramatismo cristiano reclama la novedad de la elección libre: entre el egoísmo
y la caridad, entre la ciudad terrenal y la divina. Lo que sucede en la historia, concebida al modo cristiano, sucede
una sola vez, no hay vuelta atrás, no hay “eterno retorno de lo mismo”.
El hombre libérrimo puede elegir el mal a sabiendas, tal y como apuntó Pablo de Tarso. Es libre de pecar (libre arbitrio) aunque la
verdadera libertad esté en el sometimiento de la voluntad al bien. Para San
Agustín, la libertad y el conocimiento humano (sapientia) no son suficientes sin la ayuda
de Dios, sin la gracia que Dios regala. El don de la gracia es necesario por la
impotencia moral de la voluntad humana, corrompida por el pecado original. En Sobre el libre albedrío, obra de
juventud, san Agustín elogió la libertad humana, pero a partir de sus
Confesiones, ya maduro, declaró que la había sobrestimado. El pecado original nos corrompió hasta la raíz y está en la génesis de ese vagar errante por el tiempo al que llamamos Historia. La
historia nace, precisamente, del libre albedrío mal empleado, principio de toda
culpa y de todo mal. La existencia encadenada al tiempo representa la caída del
alma.
Los seis grandes periodos históricos de los que san Agustín da cuenta coinciden
con la expansión de los grandes imperios, pero lo que hace de la historia un
progreso no es el aumento del dominio del hombre sobre la naturaleza, sino la
revelación del Dios escondido tras su telón. Lo ajeno a dicha revelación queda fuera de la
historia eterna: los aparentes progresos de los grandes imperios, de Grecia y
de Roma, se orientaron hacia el poder y hacia el vicio, hasta el encumbramiento
de la demoníaca soberbia, por eso decaen y perecen sin que la ayuda de sus
dioses les sirva para nada. Esos dioses sólo figuran la voluntad de poderío.
Contra ellos se levanta san Agustín en nombre de la divina y eterna patria más
allá del tiempo, en torno a la Iglesia se reúnen los elegidos que alcanzan la
gracia de la libertad verdadera, aunque, aún en la Iglesia, sean más los llamados que
los selectos.
La historia es así pugna y tensión entre las dos ciudades: la temporal y la eterna.
Su filosofía es una teodicea más dura –y hasta más cruel- que la de Orígenes (184-253), el cual, al castigo divino, sobreponía la definitiva unidad de todo en Dios, la apocatástasis. Reconciliación final. Para el obispo de Hipona,
la condenación de los más no es una crueldad, sino justicia; y la salvación de
los elegidos, que son los menos, pura misericordia. En la visión de la historia como drama
no acaba todo bien –no es una comedia- ni todo mal –no es una tragedia-. Es el
drama de los descendientes de Caín. Para san Agustín, tanto el deseo sexual,
como la servidumbre del albedrío al pecado, y hasta la muerte, son consecuencia
del pecado de Adán y Eva. Si bien esta inmensa culpa ha sido redimida por
Cristo. ¡Borrón y cuenta nueva!
Como suele suceder, las inclinaciones del pensamiento de san
Agustín fueron convertidas por sus seguidores en doctrina y regla: el orden
natural quedó así absorbido en el sobrenatural, el derecho natural o del Estado
dentro de la justicia de Dios y de la Iglesia. O, como dijo san Cipriano de
Cartago en el siglo III, Extra Ecclesiam
nulla salus, fuera de la Iglesia no hay salvación. A finales del siglo V,
el papa Gelasio I escribe al emperador Anastasio una carta en que deja claro
que el poder real ha de plegarse a “la sagrada autoridad de los pontífices”.
Gregorio el Grande (540-604) desarrolla este principio. El emperador, “rinoceronte
domesticado por Dios”, está obligado a “proteger
con una extrema solicitud la paz y la fe”. El reino terrenal –les escribe Gregorio al
emperador Mauricio y a su hijo Teodosio- debe estar al servicio del reino de
los cielos. Lo importante –le dice al rey bárbaro Childerberto- no es ser rey,
otros lo son, sino ser un rey católico cuya primera obligación es luchar contra
el pecado. San Isidoro de Sevilla (muerto en 636) lo deja claro: el poder
temporal, político “no sería necesario si no impusiera por el terror y la
disciplina lo que los sacerdotes no pueden hacer prevalecer mediante la palabra”.
La construcción progresiva de la Ciudad de Dios da sentido a
la historia universal. Todos los acontecimientos culminantes de la historia
humana son momentos de un plan querido y trazado por la divina providencia. Su
gran misterio es el de la caridad o amor divino, restaurando de continuo una
creación desordenada por el pecado. La teoría agustiniana del pecado original
hacía inteligibles no sólo las imperfecciones del Estado, sino también las de
la naturaleza y las de la Iglesia.
Elaine Pagels , profesora norteamericana de historia de las religiones |
En nuestros días, Elaine Pagels ha insistido en la
interpretación sexualizada del pecado que hace san Agustín, quien tiende a
identificar el pecado original con la concupiscencia. Contrasta también su posición con la de san juan Crisóstomo que
definió su función como consejero y no como gobernante. Para san Agustín, el obispo
gobierna en lugar de Dios. Y dicho gobierno no excluye sino que aconseja en
algunos casos el empleo de la fuerza y los procedimientos disciplinarios. Así,
por ejemplo, tras ciertas reticencias, san Agustín consideró la fuerza militar
indispensable para suprimir a los donatistas, justificando el derecho del
Estado a suprimir a los no católicos.
“Al recalcar que la humanidad, asolada por el pecado, se encuentra desvalida y necesitada de una intervención exterior, la teoría de san Agustín no sólo validaba el poder secular, sino que también justificaba la imposición de la autoridad de la Iglesia –por la fuerza si era necesario- como esencial para la salvación humana” (Elaine Pagels).
Muy lejos ya de las posiciones de Eusebio de Cesarea,
teólogo de Constantino, “la sombría visión de san Agustín de una naturaleza
humana asolada por el pecado original y desbordada por la lujuria de poder
descarta la adulación incondicional (al emperador o al rey) y restringe su
apoyo al dominio imperial”, pero considera imprescindible el gobierno secular,
mientras que Juan Crisóstomo lo consideraba superfluo en las vidas de los
ciudadanos piadosos.
Bibliografía
Ferrater Mora, José. Cuatro
visiones de la historia universal, Alianza, Madrid 1982.
Gilson, Étienne. La
filosofía en la Edad Media, Gredos, Madrid 1958.
Pagels, Elaine. Adán,
Eva y la serpiente, Crítica, Barcelona 1988.
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