Blaise PASCAL. Discurso sobre las pasiones del amor.
Discours sur les
passions de l’amour (h. 1652)[1]
Traducción de José Biedma López
Blaise Pascal (1623-1662), polímata, matemático, físico, filósofo y teólogo. |
I. El hombre ha nacido para pensar, ni un momento pasa sin
hacerlo; pero los pensamientos puros, que le harían feliz si pudiese
conservarlos, le fatigan y derrotan. No puede acomodarse a una vida simple, le
es precisa la emoción y la acción, precisa la agitación de las pasiones para
sentir en su corazón la profundidad y vitalidad de sus fuentes.
II. Las pasiones que más le convienen al hombre y que
contienen muchas otras son el amor y la ambición. No suelen darse juntas. No
obstante, se asocian a menudo, aunque se debiliten la una a la otra
recíprocamente, por no decir que se arruinan.
III. Por muy amplio espíritu que tenga cualquiera, no será
capaz más que de una gran pasión, por eso cuando el amor y la ambición se
alían, no son ni la mitad de lo que serían si se dieran una u otra solas.
III bis. La edad no determina ni el comienzo ni el final de
estas dos pasiones. Nacen desde los primeros años y subsisten muy a menudo
hasta la tumba. No obstante, puesto que exigen mucha energía (feu), los jóvenes son más propensos, y
parece que se ralentizan y rarifican con los años.
IV. La vida del hombre es miserablemente corta. Se la cuenta
desde su entrada al mundo; yo preferiría medirla desde el nacimiento de la
razón, y desde que uno comienza a ser sacudido por la razón, lo que no sucede
ordinariamente antes de los veinte años, antes de eso uno es niño, y un niño no
es un hombre.
V. ¡Qué dichosa es una vida que comienza por el amor y acaba
por la ambición! Si tuviera que escoger una, escogería esta. Cuando uno tiene
vigor (feu) uno es amable, pero
cuando este fuego se apaga, se pierde. Entonces, ¡que sea la posición bella y
grande por la ambición! Por eso, el amor y la ambición[2]
inauguran y concluyen la vida, este es el estado más feliz del que la
naturaleza humana es capaz.
VI. En la medida en que crece el espíritu, mayores son las
pasiones, ya que las pasiones son sentimientos y pensamientos que pertenecen
puramente al espíritu, aunque sean ocasionados por el cuerpo, es evidente que
no son sino el mismo espíritu, y que ocupan toda su capacidad. No hablo más que
de las pasiones ardientes (de feu) pues, respecto de las otras, se mezclan a
menudo y causan confusiones incómodas, pero esto no sucede en aquellos que
atesoran espíritu.
VII. La vida tumultuosa es agradable para los grandes
espíritus, pero los mediocres no hallan en ello ningún placer, son meras
máquinas.
VIII. En un alma grande todo es grande[3].
IX. ¿Nos preguntamos si es necesario amar? Eso no se debe
preguntar, uno lo debe sentir. No deliberamos sobre eso. Somos arrastrados a
ello, y tenemos el placer de equivocarnos cuando se consulta.
X. La claridad de espíritu causa también la claridad de la
pasión. Por eso un espíritu grande y neto ama con ardor, y ve con distinción lo
que ama[4].
XI. Hay dos clases de espíritus: a uno se le puede llamar de
geometría, y al otro de finura (finesse).
El primero adopta puntos de vista lentos, duros e inflexibles; pero el segundo
tiene flexibilidad de pensamiento que aplica al mismo tiempo a las diversas
partes amables de lo que ama. Desde los ojos se dirige al corazón y por los
movimientos de fuera conoce lo que pasa dentro.
Cuando uno junta
en sí los dos espíritus, ¡qué placer da el amor! Pues uno posee a la vez fuerza
y versatilidad, tan necesaria para la conversación (eloquence) de dos personas.
XII. Nacemos con un tipo característico de amor en nuestros
corazones, que se desarrolla a medida que el espíritu se perfecciona y que nos
lleva a amar lo que nos parece bello, sin que se nos haya dicho nunca lo que
es. Después de eso, ¿quién duda de que estemos en el mundo para otra cosa que
para amar? En efecto, uno puede ocultárselo a sí mismo, pero ama siempre; en
las cosas mismas de las que parece que uno haya retirado el amor, allí se
encuentra secreta y ocultamente, y no es posible que el hombre pueda vivir un
momento sin eso.
XIII. Al hombre no le gusta permanecer consigo mismo[5].
No obstante, ama, es preciso pues que busque en otra parte qué amar. No lo
puede encontrar sino en la belleza, pero como él mismo es la criatura más bella
que Dios haya nunca formado, es necesario que encuentre en sí mismo el modelo
de esta belleza que busca fuera. Cada uno percibe en sí mismo los primeros
rayos de luz y, según lo que uno capte, se acerca a lo que allí fuera le
conviene o se aleja de ello; uno se forma ideas de lo bello y lo feo sobre
todas las cosas. No obstante, cualquier cosa con que el hombre busque llenar el
gran vacío que provoca saliendo de sí mismo, con todo, no podrá encontrar
satisfacción suficiente ni completa. Demasiado grande es su corazón. Sería
necesario que fuese algo que se le pareciera y se le aproximara al máximo. Por
eso la belleza que puede contentar al hombre no sólo consiste en conveniencia,
sino también en semejanza. Se restringe[6]
y encierra en la diferencia de sexo.
XIV. La naturaleza imprime tan bien esta verdad en nuestras
almas que la encontramos decidida. No es necesario ni arte ni estudio, incluso
parece que ya tenemos un hueco que llenar en nuestros corazones y que se llena
de hecho. Mas eso se siente mejor que se dice. Sólo quienes saben confundir y
despreciar sus ideas no lo ven.
XV. Aunque esta idea general de belleza esté grabada en el
fondo de nuestras almas con caracteres inefables, no deja de sufrir enormes
diferencias en su aplicación particular, pero esto sucede sólo por el modo de
considerar lo que gusta, pues nadie desea la nuda belleza, sino que uno desea
en ella mil circunstancias que dependen de la disposición en que se encuentra,
y es en este sentido en el que uno puede decidir que cada cual tiene el
original de su belleza de la que busca copia en el macrocosmos (grand monde). No
obstante son las mujeres las que determinan a menudo este original, puesto que
tienen un imperio absoluto sobre el espíritu de los hombres, diseñan o bien las
partes de las bellezas que poseen o bien las que estiman y así añaden por este
medio lo que les place a la belleza radical[7].
Por eso hay un siglo para las rubias y otro para las morenas, y el reparto que
hay entre las mujeres en relación a la estima de unas o de otras condiciona también
el reparto entre los hombres sobre unos y otros y durante el mismo tiempo.
XVI. La moda y los países regulan con frecuencia lo que se
llama belleza. Es extraño que la costumbre se mezcle tanto con nuestras
pasiones. Eso, desde luego, no impide que cada cual tenga su idea de belleza
con la que juzga a los otros y con la cual los señala, por este principio
cualquier amante encuentra a su amada más bella y la propone como ejemplo.
XVII. La belleza se reparte de mil maneras diferentes. El
sujeto más apropiado para soportarla es una mujer, cuando tiene espíritu, ella
la anima y subraya maravillosamente [la idea de belleza].
XVIII. Si una mujer desea gustar y posee las ventajas de la
belleza, al menos en parte, triunfará, e incluso, si los hombres fueran muy
precavidos, aunque ella no lo intentase, se haría amar. Si hay un lugar de
espera en sus corazones, allí se alojará ella.
XIX. El hombre ha nacido para el placer: lo siente, no es
precisa ninguna prueba más. Sigue pues su razón dándose al placer. Pero muy a
menudo siente la pasión en su corazón sin saber por dónde ha comenzado.
XX. Un placer verdadero o falso puede llenar igual el
espíritu, pues, ¿qué importa que este placer sea falso, siempre y cuando uno
esté persuadido de que es verdadero?[8].
XXI. Con tanto hablar del amor, uno se vuelve amoroso; nada
más fácil, es la pasión más natural en el hombre.
XXII. El amor no tiene edad, siempre está naciendo; nos lo
han dicho los poetas, por eso se lo representa como un niño; pero sin tener que
preguntárselo, ya lo sentimos.
XXIII. El amor da espíritu, y se sostiene por el espíritu.
Se necesita dirección para amar; uno se cansa todos los días buscando maneras
para gustar, no obstante, es preciso complacer, y uno complace.
XXIV. Tenemos una especie de amor propio que nos representa
a nosotros mismos como capaces de llenar varios espacios fuera. Esto es lo que
causa que seamos felices al ser amados. Como se lo desea con ardor, enseguida
lo notamos, y uno se reconoce en los ojos de la persona que ama, pues los ojos
son los intérpretes del corazón, pero sólo quien tiene interés en ellos
entiende su lenguaje.
XXV. El hombre solo es algo imperfecto, es necesario que
encuentre una segunda persona para ser feliz. La busca a menudo entre las
iguales en condición, porque la libertad y la ocasión de manifestarse se
reconoce allí más fácil. Sin embargo, a veces iremos más abajo, sentimos que el
fuego se hace más grande, ya que no nos atrevemos a expresarlo a quien lo ha
causado.
XXVI. Cuando uno ama a una Dama de distinta condición, la
ambición puede acompañar el comienzo del amor, pero en poco tiempo deviene
maestro, pues el amor es un tirano que no admite compañeros, quiere estar solo,
por lo que es preciso que todas las pasiones cedan y le obedezcan.
XXVII. Una alta amistad llena el corazón, mejor que una
común e igual: el corazón del hombre es grande, las pequeñas cosas flotan en su
superficie, sólo las grandes hacen nido y allí permanecen.
XXVIII. Escribimos a menudo de cosas que no confirmamos sino
obligando a todo el mundo a reflexionar sobre sí mismo y a encontrar la verdad
de la que hablamos. En eso estriba la fuerza de lo que digo.
XXIX. Cuando un hombre tiene delicada una parte de su
espíritu es que está enamorado, pues como es sacudido por algún objeto
exterior, si hay en él algo que repugna a sus ideas, se apercibe y huye. La
regla de esta debilidad depende de una pura razón, noble y sublime. Así nos
podemos creer frágiles sin que lo seamos efectivamente, mereciendo ser
censurados desde el momento que cada uno tiene su soberano criterio de lo
bello, y es independiente del de los demás. No obstante, entre mostrarse
delicado y no serlo en absoluto, acordaremos que, cuando uno desea ser
delicado, uno no está lejos de serlo absolutamente.
XXX. A las mujeres les gusta vislumbrar delicadeza en los
hombres, y me parece que ese es precisamente el medio más tierno y eficaz para
cautivarlas. Verán que otros mil son despreciables y que sólo nosotros somos
dignos de estima.
XXXI. Las cualidades del espíritu no se consiguen por
habituación: el hábito sólo las perfecciona. De ahí se sigue que la delicadeza
es un don de la naturaleza y no una adquisición del arte.
XXXII. A medida que crece el espíritu, encontramos más
bellezas originales; ni siquiera es preciso estar enamorado; es más, cuando uno
lo está, no atiende más que a una especie de belleza.
XXXIII. ¿No parece que tantas veces como una mujer sale de
ella misma para señalarse en el corazón de otros, igual hace un hueco para los
otros en el suyo? (conozco a quienes lo niegan) ¿Sería otro proceder injusto?
Lo natural es devolver cuanto tomamos.
XXXIV. El apego a un mismo pensamiento fatiga y arruina el
espíritu del hombre. Por eso, para garantizarse la solidez y duración del
placer amoroso, es necesario a veces no saber que amamos y esto no es ser
infiel, pues uno no ama a otra persona: es retomar fuerzas para amar mejor.
Sucede sin que lo pensemos, el espíritu se conduce por sí mismo, la naturaleza
así lo quiere, lo ordena.
Por consiguiente,
es preciso confesar que es una miserable consecuencia de la naturaleza humana,
y que seríamos más felices si no nos sintiésemos obligados a cambiar de
pensamiento; pero no hay remedio.
XXXV. El placer de amar sin atreverse a confesarlo tiene sus
espinas, pero también sus dulzuras: ¡Con qué exaltación conforma todos sus
actos con la intención de gustar a las personas que uno estima infinitamente!
Estudiamos todos los días cómo hallar los medios de declararnos, gastamos tanto
tiempo en eso como si se tratara de entretener a quien se ama. Los ojos se
encienden y apagan al mismo tiempo y, con tal que no se sepa claramente que
quien causa todo este desorden se preserva, tenemos la satisfacción de sentir
estos afectos por una persona que bien los merece. Quisiéramos tener lengua
para proclamar nuestro amor, pero como nos falta la palabra, estamos obligados
a reducirnos a la elocuencia de las obras.
XXXVI. Hasta ese momento estamos siempre alegres y ocupados,
con eso somos felices, pues el secreto de mantener una pasión es no dejar
crecer ningún vacío en el espíritu, obligándolo a aplicarse sin parar a lo que
le afecta tan agradablemente. Pero, cuando está en la situación que acabo de
describir, la pasión no puede durar mucho, porque hay un solo actor y la pasión
precisa dos, por lo que es difícil que no agote pronto todos los movimientos
que la agitan.
XXXVII. Aunque sea una misma la pasión, precisa novedad; el
espíritu gusta de la novedad, y quien sabe procurarla sabe hacerse amar.
XXXVIII. Tras seguir ese camino, esa plenitud que va
menguando, y que ya no recibe socorro ni caudal de su fuente, la pasión declina
miserablemente y las pasiones enemigas se apoderan de un corazón que rompen en
mil pedazos. No obstante, queda un rayo de esperanza, por débil que sea, que
nos eleva tan alto como antes. Puede que este sea un juego que complace a las
damas, pero otras veces, con aparentar compasión, tienen suficiente. ¡Qué
felices somos cuando llega eso![9].
XXXIX. Un amor firme y sólido siempre comienza por la
elocuencia de las obras[10];
los ojos cobran un papel relevante. No obstante, es preciso adivinar, pero
adivinar bien.
XL. Cuando dos personas comparten un sentimiento, ya no
adivinan, por lo menos hay una que entiende lo que la otra quiere decir, sin
que el otro lo comprenda ni se atreva a entenderlo.
XLI. Cuando amamos se nos aparecen a nosotros mismos cuantos
fuimos antes. Y nos imaginamos que todo el mundo se percata de ello, pero nada
tan falso. Sin embargo, puesto que la razón es obnubilada por la pasión,
carecemos de certezas y siempre desconfiamos[11].
XLII. Cuando amamos, nos convencemos de que descubriremos la
pasión de otro, por eso tememos[12].
XLIII. Cuanto más largo sea el camino en el amor, tanto más
placer sentirá un espíritu delicado.
XLIV. Existen espíritus a los que hay que dar esperanzas
durante mucho tiempo: son los delicados. Hay otros que no soportan dificultades
durante largo tiempo: son los más groseros. Los primeros aman durante más
tiempo y con más provecho; los otros aman con prisas, con más libertad, y rematan
pronto.
XLV. El primer efecto del amor consiste en inspirar un gran
respeto; veneramos[13]
lo que amamos. Es justo, puesto que uno no reconoce nada más grande en todo el
mundo.
XLVI. Los autores no pueden referirnos con exactitud la
alteración de amor de sus héroes, para ello sería necesario que ellos mismos
fuesen héroes.
XLVII. El desconcierto de amar en muchos lugares es tan
monstruoso como la injusticia en el espíritu[14].
XLVIII. En el amor vale más el silencio que la palabra. Es
bueno que se prohíba. Hay allí una elocuencia silenciosa que penetra como la
palabra no podría hacerlo. ¡Qué bien persuade un amante a su amada de esa
prohibición y de que, sin embargo, sigue presente el espíritu! Por poca
vivacidad que tengamos, hay encuentros en los que es bueno que enmudezcamos.
Todo eso sucede sin regla ni reflexión y, cuando el espíritu lo hace, no
pensamos en el después: sucedió necesariamente.
XLIX. Adoramos a menudo a quien no cree ser adorado, y no
por eso dejamos de guardarle una fidelidad inviolable, aunque no sepa nada,
pero es preciso que se trate de un amor muy fino y muy puro.
L. Conocemos el espíritu de los hombres, y por tanto sus
pasiones, mediante comparaciones de los otros con nosotros mismos.
LI. Comparto la opinión del que dice que en el amor uno
olvida su fortuna, a sus parientes y a sus amigos: tan lejos se llega en las
grandes amistades.
LII. Lo que hace que vayamos tan lejos en el amor es que uno
no piensa que necesite más que aquello que ama[15],
que llena el espíritu y no deja espacio ni para el cuidado ni para la
inquietud. La pasión no alcanza su belleza sin este exceso. De ahí viene que no
nos preocupemos de lo que el mundo dice, pues sabemos que nuestra conducta no
es condenable, ya que viene de la razón[16].
Allí donde la pasión es completa, ni siquiera puede haber un comienzo de
reflexión.
LIII. No es un efecto de la costumbre, es una obligación de
la naturaleza que los hombres sean quienes den un paso al frente para conseguir
la amistad de una dama.
LIV. Este olvido causado por el amor y este apego a lo que
amamos hacen nacer cualidades que no teníamos antes. Llegamos a ser magníficos
sin haberlo sido.
LV. Un amante avaricioso muda en liberal, y ni se acuerda de
haber tenido hábitos contrarios. Vemos la razón de esto al considerar que hay
pasiones que constriñen el alma y la inmovilizan, y las hay que la amplían y la
derraman fuera.
LVI. Ha sido inapropiado quitarle el nombre de razón al amor
y oponerlos sin fundamento, pues el amor y la razón son lo mismo; una
precipitación de pensamientos que se carga a un costado sin que se examine su
totalidad, pero es siempre una razón, y uno no debe ni puede desear que sea de
otro modo, pues seríamos máquinas muy desagradables. No excluimos pues para
nada la razón del amor, es inseparable. Los poetas se han equivocado al
retratarnos ciego al amor: hay que quitarle la venda y devolverle ahora el
disfrute de sus ojos.
LVII. Las almas propicias al amor piden una vida de acción
que estalla en acontecimientos nuevos: como hay movimiento interior, también ha
de haberlo fuera, y esta manera de vivir ofrece un maravilloso trayecto a la
pasión. Por eso los de la corte son mejor recibidos en el amor que los
villanos, porque unos son todo fuego, y los otros llevan una vida cuya
uniformidad no posee nada que conmueva. La vida de tempestad sorprende, golpea y
penetra.
LVIII. Parece que tengamos un alma distinta cuando amamos
que cuando no amamos: la pasión nos eleva y nos engrandece. Es necesario que el
resto guarde proporción, otra cosa no conviene, y por tanto resulta
desagradable.
LIX. Lo agradable y lo bello son lo mismo, todo el mundo
posee su idea; hablo de una belleza moral, que consiste en las palabras y en
las acciones exteriores. Tenemos una regla para llegar a ser agradables; no
obstante, la disposición del cuerpo cuenta necesariamente, pero no se puede
adquirir.
LX. A los hombres les ha gustado formarse una idea de lo agradable
tan elevada que nadie puede alcanzarla. Juzguemos mejor y digamos que no es
otra cosa sino lo natural con una facilidad y vivacidad de espíritu que
sorprende. En el amor estas dos cualidades son necesarias: no requiere fuerza y
tampoco lentitud. La costumbre proporciona el resto.
LXI. El respeto y el amor deben estar tan bien
proporcionados que se sostengan en equilibrio sin que el respeto sofoque al
amor.
LXII. Las grandes almas no son las que aman muy a menudo;
hablo de un amor violento. Es preciso una inundación de pasión para conmoverlas
y para llenarlas. Pero, cuando comienzan a amar, aman mucho mejor.
LXIII. Decimos que hay naciones más amorosas que otras; no
es correcto o al menos no es absolutamente cierto. El amor como apego de
pensamientos es universal. Es verdad que, afectando a otros lugares distintos
del pensamiento[17], el
clima puede añadir alguna diferencia, pero referida al cuerpo.
LXIV. Pasa lo mismo con el amor y con el buen sentido (bon sens). Como un cree tener tanto
espíritu como cualquier otro, uno cree también amar lo mismo. No obstante,
cuando tenemos mejor agudeza visual, amamos hasta lo pequeño, lo que no es
posible a otros. Es preciso ser muy fino para señalar esta diferencia.
LXV. Casi no podemos fingir que amemos, hasta que no estamos
muy cerca de ser amantes o por lo menos hasta que no amamos de alguna manera:
pues es preciso contar con el espíritu y los pensamientos del amor para
aparentarlo. ¡Oiga!, ¿el medio de hablar bien de eso sin eso? La verdad de las
pasiones no se disfraza tan fácil, presenta verdaderas señales. Precisa fuego y
acción, y un juego natural del espíritu para lo primero, puede que otras
señales se oculten lenta y flexiblemente: eso cuesta menos.
LXVI. Cuando estamos lejos de lo que amamos, decidimos hacer
y decir muchas cosas; pero cuando estamos cerca, dudamos. ¿De dónde viene eso? Porque cuando estamos lejos, la razón no resulta tan sacudida; pero está
extrañamente en presencia del objeto. O, por la decisión que hemos tomado, que
necesita firmeza, la cual queda arruinada por la conmoción de la presencia.
LXVII. En el amor no nos atrevemos a arriesgar, porque uno
teme perderlo todo; es preciso avanzar, pero ¿quién puede decir hasta dónde?
Temblamos siempre mientras encontramos el punto justo y nada hace la prudencia
por conservarse cuando lo hallamos.
LXVIII. Nada tan embarazoso como ser amante y ver algo a
favor sin atreverse a creérselo. Peleamos por igual con la esperanza y el
miedo, pero al fin el último vence a la primera.
LXIX. Cuando uno ama mucho, siempre resulta novedoso ver a
la persona amada tras un momento de ausencia. Uno la echaba de menos en su
corazón. ¡Qué alegría reencontrarla!
Sentimos que cesan las inquietudes. Se precisa que sea un
amor maduro, pues si está aún floreciendo y no hacemos ningún progreso, cesan
también las inquietudes, pero otras las reemplazan.
LXX. Ya que unas dolencias suceden así a las otras, dejamos
de desear la presencia de la amada con la esperanza de sufrir menos. No
obstante, cuando la vemos, creemos sufrir más que antes. Las dolencias pasadas
ya no nos conmueven, nos hieren las presentes, y uno juzga sobre lo que sufre.
¿No es digno de compasión un amante en tal estado?
[1] Des
presses de Jacques Haumont, chez Flammarion, collection Classiques sous la
direction de Verdun L. Saulnier, París 1947.
[2] La
Bruyère (1645-1696), Du coeur: “les
hommes commencent par l’amour, finissent par l’ambition”.
[3] ¡Ojo!
Para Pascal, es preciso ser grande de alma (magnánimo, sensu stricto) tanto para ser muy bueno
como para ser muy malo. El crimen no está al alcance de los pusilánimes (Cfr. Pensamientos).
[4] Los
atributos cartesianos de la evidencia racional, claridad (netteté) y
distinción, son también para Pascal cualidades del amor.
[5] Teoría
pascaliana de la diversión: “Los hombres no buscan en ella más que una ocupación
violenta e impetuosa que les distraiga de la visión de sí mismos” (Pensamientos).
[6] La
necesidad de semejanza restringe el
dominio de lo que puede resultarnos y conformarnos como belleza satisfactoria.
[7] Belleza
radical (beauté radicale) dice el comentarista Verdun L. Saulnier, es el tipo
genuino, originario de la belleza que el hombre lleva en sí, en la raíz de su ser.
[8]
Verdadero y falso son aquí sinónimos de real e imaginario. “La Imaginación
llena a sus huéspedes con una satisfacción mucho más plena e íntegra que la
razón…, no puede volver sabios a los locos, pero los pone contentos” –escribe
Pascal en Pensamientos (ed. De Sarpe, nº 104).
[9] Suena
irónico.
[10] Obras
son amores…
[11]
“Deseamos vivir en la idea de los otros una vida imaginaria…, trabajamos
incesantemente para embellecer y conservar este ser imaginario y descuidamos el
verdadero”, Pensées, ed. Brunschvicg,
nº 147.
[12] Supongo
que se refiere a los celos.
[13] Para
Descartes, uno puede amar-estimar todo orden de seres: una flor, un pájaro, un
paisaje, un cuadro, un caballo… Pero las diferentes dignidades del objeto
sugieren también en el amante distintos “amores”, para lo que es inferior
hablamos de “afecto” (affection),
amistad para lo que es igual en dignidad, y devoción para lo que es superior, o
sentimos superior en dignidad. ¿Supone la veneración (vénération) pascaliana un grado superior de la devoción cartesiana
(dévotion)?
[14] ¿Con
esta dispersión espacial (endroits) del amor refiere Pascal al donjuanismo?
[15]
“Contigo, a pan y cebolla”.
[16] Una
idea muy original, esta de que la pasión es “razón suficiente” e incluso
“necesaria”, próxima al punto de vista de Hume, quien suponía que el oficio de la razón es obedecer y satisfacer las pasiones, y muy difícil que la comparta
cualquier ética estrictamente racional.
[17] Alude
aquí Pascal a un “amor físico” que contrastaría con el “amor espiritual”, "cortés" o "fino".
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