EL AMOR PRECIOSISTA
Mil seiscientos cincuenta, mil seiscientos sesenta, Francia.
Son los últimos años del imperio de Mazarino, que presagian el reinado del Rey
Sol. Tras la Paz de los Pirineos (1648-1659) Francia se ha hecho con la
hegemonía europea. En filosofía, otras corrientes pugnan contra el
aristotelismo dominante en la Sorbona: gassendismo, platonismo, cartesianismo,
jansenismo, pensamiento mundano y todas las variedades del escepticismo, entre
las cuales busca guía el fervor religioso, a veces con desesperación. En lo literario, entre doctos,
preciosistas y burlescos, sienta su sillón Corneille y La Fontaine planea sobre
todos los sentires del “bel esprit” en dirección a sus Fábulas.
El espíritu bello, le bel air, se define hacia 1650 bajo la
fórmula de lo precioso. El preciosismo eleva sus exigencias en una depuración
del refinamiento aristocrático en busca de naturalidad y honestidad. Una
nueva educación, politesse, define el
bel esprit. A ella consagra gran parte de su obra el mundano y gran amigo de
Pascal, el Caballero de Méré. Para gustar, el secreto será la politesse definida como aprobación y
atracción (agrément): justeza, delicadeza, sal fina, galantería… Sus atributos
se intuyen más que se definen, en las relaciones personales como categorías del
“bon goût”, de la gentileza. Requieren una buena educación y un lento aprendizaje, una
tranquila formación práctica, eso, además de ser "bien nacido". El colmo de la elegancia será olvidar los preceptos de
la elegancia para parecer espontáneo y natural. Así, el mayor arte se confundirá
en una belleza simple e inocente. En lugar de pedantería, discreción, o sea hacerse
agradable no sobresaliendo en nada. Pascal asumirá siempre esta exigencia
mundana de universalidad.
Antoine Gombaud, Caballero de Méré (1607-1684) |
Ya vale más la experiencia que la historia, y los
acontecimientos del presente son diversos de los históricos, por lo que se
busca un equilibrio entre lo efímero y lo eterno. La conversación, su arte,
será la obra maestra y el instrumento preferido por la cultura polie. Y la conversación exige acomodación, ya que el que habla ha de
acomodarse a la inteligencia del que escucha, y viceversa. Esta acomodación
exige fluidez, la filigrana del sobreentendido, como el talento del que lee
entre líneas lo que no se dice, pero se adivina, como en un juego. No es
casualidad que la teoría de probabilidades nazca a raíz de los problemas
planteados por los juegos de azar, a raíz de las respuestas de Pascal y Fermat
al Caballero de Méré y del tratado de Huygens De Ratiociniis in Ludo Aleae (1657).
La elegancia educada es amiga de la templanza y evita la
insolencia. Brilla con el enunciado ajustado y bien tomado que evita las formas
picantes atribuidas al “gusto español” como exceso de ingenio. El código de
politesse de los mundanos, del perfeccionado preciosismo adora la inocencia
(naïveté) de La Fontaine. El espíritu de la politesse está muy presente en la
psicología de Pascal, penetra su Discours sur les pasiones de l’amour. Frente a
la insipidez de los idilios pastorales, el amor se ha hecho enérgico,
acostumbrado ya a mezclar sus juegos con los de la ambición, con un sabor a
aventura. La desvergüenza se ha puesto de moda. Las damas ya no dudan en
mostrarse activas, entrometidas e intrigantes. Más allá de la delicadeza, se impone
el egoísmo galante.
Molière criticará la concepción pedante del amor en les Femmes savantes (h. 1655). Descartes
había definido a las pasiones como charnela o bisagra de la unión del alma y el cuerpo,
afecciones del alma causadas, conservadas y fortificadas por el movimiento de
los espíritus. Descartes insiste en la conveniencia como fundamento del amor.
Deseamos apropiarnos de las cosas que juzgamos convenientes. Puede que el mito
platónico del andrógino pese en esta concepción. El autor de Las pasiones del alma insiste en la
unidad esencial del amar benevolente y del concupiscente. Este último es naturalmente
bueno; sólo debemos evitar sus malos usos y excesos, mediante el
autodominio.
Estas ideas se mezclan por confusas vías con el amor heroico
del Nicomède de Corneille, un amor
que no reconoce las contingencias, sino para superarlas por parte de dos almas
predestinadas la una a la otra hacia los más altos destinos. Pero la psicología
de Pascal debe mucho a Descartes. Primero, su racionalismo, la pasión misma no es
sino una modificación de la razón, englobando el término pensamiento (pensée)
todos los aspectos de la conciencia. Segundo, la pasión como bisagra de los
dominios del alma y del cuerpo, el rol de los ojos, la esperanza como medida de
la audacia y viceversa, y el papel importante del bon sens que, tal vez, podríamos entender como sentido común.
En el amor preciosista primaba la moral sobre la psicología,
en el Hotel de Rambouillet, templo del preciosismo, se construían juegos de sociedad sobre los amores apostando a la carta de la Ternura. La pasión se
disolvía en itinerarios interesados y codificados: amores sosos como colmo de
la galantería que completa a la gente honesta y les vuelve amables y les hace
amar. Toda esta sensiblería incluía amistad sólida, sinceridad, fidelidad,
respeto, discreción…, hasta la muerte.
Los preciosistas peinaban y rizaban una pasión que se vaciaba de sustancia
elevando sus requisitos al nivel de la utopía. El amor se reducía a una actitud
que recogía vestigios de los tiempos heroicos. Se trata de un amor novelesco de
la peor especie, del romance pedagógico que se propuso a principios del XVII
civilizar las costumbres.
El rechazo del amor novelesco traerá una pizca de
psicología, mucha retórica, preocupaciones tácticas, donjuanescas, para acabar
en la trivialidad insuficiente de: “El amor es un no sé qué, que viene de no se
sabe dónde y no se sabe cómo ni por qué se va”. Pero en realidad, fuera de la
alcoba, el amor en los salones barrocos es, sobre todo, un artículo del arte de
gustar en la conversación.
Heroico, pedante, preciosista, el siglo ofrece también una
vena burlesca consistente en el trato caricaturesco y paródico de todas esas
nociones. El verdadero amor bello se concretará en el amor educado (poli) y no
en las declaraciones exageradas, “a la española”, pues los afectos han de
mostrarse de manera agradable y suave, ya que una dama siempre quiere gustar,
pero no siempre desea ser amada “hasta la muerte”. Delicadeza, complacencia,
algún picante pero sin embarazar, nada que desdeñe la honestidad. Pero el amor
tiene derecho a sobrepasar la conversación que lo afirma y asegura.
Mlle. Scudéry, Safo del preciosismo (1607-1701) |
En Mlle. De
Sendéry, que vivió casi un siglo, la pasión y el deseo se enervan para hacerse galantería. Madeleine de Sendéry, con seudónimo Safo, fue reconocida como la primera mujer literata de Francia y del mundo. Habitual en el palacete de Rambouillet, formó luego su propio salón que marcó y definió durante mucho tiempo el tono del preciosismo. En sus voluminosas novelas retrata en clave clásica o exótica a personajes de la época. En Artamène ou le gran Cyrus (1649-1653), la novela más larga de la literatura francesa (diez volúmenes), analiza exquisita las principales emociones mundanas, elevándolas a reglas sentimentales de la sociedad galante (prueba de que los sentimientos se pueden y deben educar), en ella se retrata a sí misma como Safo y se manifiesta contraria a la tiranía del matrimonio.
Al mismo tiempo, los pesimistas vierten vitriolo sobre la diversidad de la sensibilidad amorosa,
entre ellos La Rochefoucauld: “Todo el mundo habla del verdadero amor, pero
nadie lo ha visto”. En el mundo real se abusa del nombre “amor” para un número
infinito de intercambios (commerces). Sobre sus causas y resortes, no nos
engañemos: tras un cierto golpe de la fatalidad, se aviva sólo con las
maniobras de la coquetería o de los celos. Su fondo es el egoísmo, se nutre de
ilusiones y su constancia no es más que un señuelo. La Rochefoucauld define el
amor como un gusto de dominación (plan del alma), una simpatía (para el
espíritu) y un instinto (para el cuerpo) en su Máximas (1665). Se dan ciertas analogías entre sus penetrantes
observaciones y el Discurso sobre las
pasiones del amor de Pascal, pero la perspectiva de este no es la
disgustada y atrabiliaria de las Máximas. El tono
cínico de La Rochefoucauld arremete contra la afectada hipocresía del siglo.
A mitad del siglo XVII nadie habla en Francia de amor
pasional. El amor se entiende como reflexión y elegancia, se asienta en la
cabeza y en los ojos. El corazón ardiente anda a la espera de su rapsoda. En
1669 aparecen las Cartas Portuguesas, atribuidas a una monja portuguesa,
Marianna Alcoforado, traicionada por un oficial francés, en las que confiesa el
tormento del desgarramiento amoroso. La novelita epistolar apareció anónima.
Hoy se atribuye a Gabriel de Guilleragues. Durante mucho tiempo se creyeron de
verdad escritas por una monja franciscana. En un año conocieron cinco
ediciones.
DISCURSO DE LAS PASIONES DEL AMOR (PASCAL)
El Discours sur les passions de l’amour de Pascal está muy
influido por Montaigne (1533-1592) cuyos Essais fueron parte esencial de su
biblioteca. Más que el detalle de sus reflexiones, Pascal debe a Montaigne el
método. Frente a la dureza de la perspectiva heroica o la ingeniosa flexibilidad
de la mirada mundana, Montaigne inspira una observación del amor sin ilusiones ni
quimeras, respetuosa con los hechos. Pascal debe también a Montaigne la
exigencia de claridad y una perspicacia indulgente, libre de odio, tranquila.
La atribución de esta obrita a Pascal ha sido objeto de
discusión, pero hoy la mayoría de los críticos la confirman, entre ellos Victor
Cousin, gran conocedor de la obra de Pascal. Pertenece el Discours al llamado “periodo
mundano” de la vida del matemático jansenista, después del “periodo científico”
y anterior al “periodo religioso”, entre octubre de 1651 (fecha de la muerte de
su padre) y septiembre de 1653, fecha en la que participa a su hermana
Jacqueline las tribulaciones y escrúpulos que le llevaron a la conversión en
1654. En 1651 Pascal tenía veintiocho
años y ya era un sabio célebre, a los dieciséis su Tratado de las cónicas había impresionado a Descartes, que le
visitó en París dos veces (1647), geómetra, pero también físico, anuncia un
Tratado del vacío. Su esfuerzo intelectual va unido a una salud delicada, los
médicos le aconsejan que renuncie a toda agitación del espíritu y que se
divierta. Y lo hace, aunque todavía manda a la reina Cristina de Suecia su
máquina aritmética perfeccionada, se corresponde epistolarmente con Fermat y
con la Academia de Martmor. Pero también en esta época Pascal prueba los encantos
de los salones de París: el de Madame d’Aiguillon, nieta de Richelieu; el de la
marquesa de Sablé; y sobre todo el de su gran protector y amigo: el duque de
Roannez.
En esas mansiones elegantes Pascal se distrae de las
ecuaciones. También en provincias visita en Auvergne a los Périer durante el
invierno de 1652-1653. Persigue a las Preciosas de Clermont y se involucra en
la sociedad mundana de Poitiers y Fontanay-le-comte. Allí conoce a canallas
graciosos, tahúres divertidos, grandes de Francia y también bellos espíritus
como el Caballero de Méré, apóstol de la Politesse.
En el país del “Amor tirano”, Pascal tuvo que probar algún tipo de amor. Se
sabe por la biografía de su sobrina, Marguerite Périer, que Pascal soñó con el
matrimonio, que flirteó en Clermont con la Safo del lugar. Existió el rumor de
un hijo natural del filósofo y una leyenda jesuítica malintencionada según la
cual habría dilapidado su dinero con cortesanas (a meretricibus spoliatus). Sus
supuestos amores con Mlle. De Roannez, hermana del duque, dieron para una
novela y no es imposible que les haya unido alguna inclinación.
Sin duda Pascal conoció lo que Calvino llamó “las cerillas
de Satán”, prueba de ello es que se dejó seducir por el epicureísmo de Mitton
que, considerando al hombre corrupto e insalvable, se desprendía de todo deseo
de eternidad para disfrutar el mundo tal y como es. Damien Mitton es el
prototipo del libertino en los Pensées de Pascal. En los escritos que dejó
sobre “la honestidad” desarrolla una moral sin Dios que intenta conciliar la
búsqueda de la felicidad con la razón.
Atraído por los señoritos que se divierten, Pascal conoce una segunda
caída, ya que le es preciso raposear con la bolsa para mantenerse en su
compañía, de donde la vergüenza y la amargura. Se burlan de su incomodidad. El
Caballero de Méré le reprocha ser demasiado cartesiano. Acosado por pullas y
chanzas, Pascal hace un ejercicio de urbanidad para conciliar sus valores, que
ya no están de moda, con la vida mundana a fin de mantenerse en ella. La
mundaneidad le exige, además de fondos económicos, “ser distinguido”. He aquí la clave de esta colección de
pensamientos que constituyen el Discours,
un florilegio inacabado de aforismos y epigramas sin conclusión.
Estas máximas que a veces ofrecen cierta continuidad y otras
se salta en ellas de un asunto a otro, se parecen a las notas apresuradas de un
diario. La coherencia entre sus partes es como la de las pinceladas y trazos de
un cuadro impresionista. A veces parecen oírse otras voces como notas de
opiniones dispares. Todas las concepciones antes referidas del amor parecen
darse aquí cita: el amor racionalista, el pleno, el heroico, el preciosista, el
educado, el hedonista…, junto a las exigencias de la politesse aclaradas por el Caballero de Méré, la intuición de lo
conveniente (la convenance) que se enlaza a la observación de lo que se siente
sin explicación y a la percepción de lo que trasciende el lenguaje explícito.
El Discours servirá tal vez de embrión para los Pensées. Su
preocupación por la nitidez, su horror a la confusión, la pretensión de aclarar
el vocabulario que definirá el “espíritu de finura”, frente al “espíritu de
geometría”. Del salón al retiro espiritual llevará Pascal su distinción entre
el espíritu geométrico que se vale de la lógica y el de finura, que se vale de
la intuición, y también la teoría de la máquina, la noción de la diversión, etc.
Después del Discours, Pascal en efecto se retira del mundo y se consagra a
Dios. Un mundo en el que él mismo nunca fue aceptado del todo, de ahí el
encarnizamiento con que, en los Pensamientos, lo fustigará, tal que un amante
traicionado y celoso. Si hubiese sido más indulgente no se habría sentido tan
solo, pero Pascal no le perdonará al mundo que haya sido tan estrecho como para
no poder acoger su espíritu riguroso y profundo.
Notas bibliográficas
- Esta entrada ha sido elaborada sobre todo a partir de la Introducción, comentarios y notas de Verdun L. Saulnier en su edición del Discours sur les passions de l'amour avec des poésies inédites, París MCMXLVII.
- La traducción completa del Discours pascaliano al español puede encontrarla el atento lector de A pie de clásico en la siguiente entrada.
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