Naturaleza y Virtud en la Nueva Filosofía de Oliva Sabuco
La Nueva Filosofía de la Naturaleza del Hombre…
(1587) se publicó dedicada a Felipe II con estas palabras: Tempore Regis sapientis virtus, non coeca fortuna dominatur. O sea,
en el tiempo de un rey sabio no triunfa la ciega fortuna, sino la virtud.
La Ciega
Fortuna, la Moira, el Ananké (Necesidad), el Hado, el Fatum, la Providencia, el
Sino o el Destino son nombres que nuestra tradición cultural ha dado al orden
causal, sagrado o no, pagano o cristiano, que sacude la existencia del humano
sin que podamos evitarlo. Nadie escapa a su destino si éste está escrito allá
arriba, en el orden de los astros o en el designio de un Dios que lo ve todo,
lo puede todo, lo decide todo.
Periclitada
la Edad Media, el crecimiento económico y demográfico, la ampliación del
horizonte geográfico, el desarrollo de
nuevas tecnologías, permiten confiar en la planificación de los humanos.
Después del oscuro tránsito medieval, la primera vez que se desarrolla
literariamente el tema típicamente renacentista de la superior nobleza y
dignidad humana fue en el ámbito latino, italiano. Gianozzo Menetti (1396-1450)
medra en la corte napolitana de Alfonso el Magnánimo como embajador de
Florencia y escribe en cuatro libros De
dignitate et excellentia hominis, donde se pronuncia así: “¡Cuán bello y
bien hecho debemos considerar aquél, para quien sabemos que fue constituida la
belleza del mundo!”. Bartolomeo Fazio (1400-1457) publica su De excellentia et praestantia hominis. Más adelante, el condottiero
Giovanni Pico de la Mirandola, un visionario de la convergencia ecuménica de
las principales religiones monoteístas, publicará su archiconocido Discurso (Oratio) de la dignidad del ser humano,
hacia 1486.
En nuestros
pagos y años después, el cordobés Hernán (o Fernán) Pérez de Oliva (1494-1533)
interpretó el tópico renacentista de las superiores capacidades del humano en
su Diálogo de la dignidad del hombre,
que ustedes pueden bajarse de Internet, pues lleva bastante tiempo publicado en
la biblioteca virtual Cervantes (www.cervantesvirtual.com).
¿Qué
significa esto de la superior dignidad de la mujer y el varón, de lo humano en
fin, sobre todo lo demás? A los que todavía nos sentimos más modernos que
postmodernos, más humanistas que animalistas, más progresistas que
evolucionistas, más cristianos que postcristianos, la afirmación de que el
hombre vale más que las bestias, la utopía –o “el metarrelato”, como se dice
ahora- de una historia humana emancipadora, o el ideal de una “historia sagrada”
tan centrada en lo humano que Dios mismo se sacrifica a sí mismo por nuestros
errores, nos parece lo más natural. Pero no lo es, porque nuestro presente no
entiende ya el valor sagrado de la vida humana, desconfía del progreso y
proclama más bien la excelencia del lince ibérico, que la procedencia divina del
intelecto humano.
La Fortuna es compañera de la Virtud (Alciato) |
Tampoco lo
era en tiempos de Sabuco. El universo medieval era infernocéntrico. El infierno,
ubicado en el corazón de la Tierra, era en verdad el centro del mundo. Otros
poderes se contemplaban más decisivos que los del humano para controlar y
aplastar al humano. Pero, como muy bien ha explicado Rosalía Romero en su libro
sobre Oliva Sabuco y la Nueva Filosofía, la reducción del determinismo
providencialista, demónico o fatalista, supuso una confiada apuesta por la
libertad y la autonomía de lo humano y, lo que es más importante, una
ampliación decidida del campo de la ética y la política: su emancipación de la
teología.
Es aquí
donde la palabra “virtud”, que aparece en la cita del principio, cobra un
renovado valor. La palabra griega areté,
o la latina virtus, de donde viene el
vocablo hispano “virtud”, significan precisamente excelencia y fuerza, poder,
eficacia, capacidad. Así, se decía que un potente somnífero lo era porque
poseía la “virtud dormitiva”. Aristóteles entendió la virtud en sus éticas como
un buen hábito o manera de ser que nos predispone a moderar las pasiones,
escogiendo entre dos extremos viciosos; la virtud es el término medio por el
que se inclinaría –no sin esfuerzo- el ser humano ejemplar o prudente. Por eso,
entre la mezquindad del que no gasta
ni en jabón y la vulgaridad del nuevo
rico, que ostenta su oro sin decoro y derrocha sin ton ni son, estaría la magnificencia del gran mecenas.
La palabra
latina “virtus” está emparentada con el valor o el coraje moral que la
tradición atribuía en el militarista mundo romano al varón (‘ex viro virtus’,
decía Cicerón). Igual que sucedía en el caso griego con la andreía o fortaleza de ánimo, voz asociada etimológicamente a las
cualidades del varón (andrós, de
donde Andrés). No creo sin embargo que en la Academia platónica se considerara
la excelencia (areté) en general como
algo meramente masculino. De hecho, Sócrates acudía a las tertulias de Aspasia
y Platón admitió a mujeres en su universidad. Y ya, después de la Roma de los
claudios, el estoicismo tardío y el eclecticismo didáctico de un Plutarco
universalizan estas calidades morales al “género humano” y por tanto a las
mujeres. Se habla incluso de virtudes específicamente femeninas. Un corolario actual
y notable de esta posición podemos hallarlo en las alusiones a la “ética del
cuidado” de Victoria Camps, ética de la que habría sido depositaria
históricamente la mujer, y cuyo tesoro deberíamos hoy extender a ambos sexos:
el cuidado de la casa, de los enfermos, de los niños y ancianos…
Platón
estableció en la República su
relación de lo que luego la tradición cristiana llamaría virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.
Pero también Algazel, inserto en la tradición musulmana, habla de ellas como
“las madres del carácter”. San Agustín considera que la virtud es el “orden del
amor” (De civ. Dei, XV, 22). Para el
doctor de la Iglesia, claro, el amor bien dirigido es el amor de Dios o del
Bien supremo, porque las virtudes
cardinales, digamos humanas o morales, se encaminan o incardinan hacia las
divinas o teologales: la fe, la esperanza, y la caridad.
Reconozco
que nunca he comprendido bien el mérito que la moral cristiana concede a estas
virtudes llamadas infusas, sobre todo
si no dependen de nuestra intervención, si no son hijas de nuestro esfuerzo y
libertad. La idea de que lo principal para vivir una existencia propiamente
humana, digna y dichosa, sea algo que no depende de nosotros, sino de una
“caída en el Dios”, como explica Platón en el principio del Fedro, de una especie de entusiasmo o locura divina (manía), me
ha parecido siempre tan inédita como chirriante, tan increíble como trágica.
Es decir,
que lo que más necesitamos para vivir bien, no depende nada de la razón, sino de
la gracia con que vivimos. Y
entiéndase aquí “gracia” no sólo en el sentido confesional de “buena
conciencia”, sino en el sentido más amplio de paz con uno mismo, de aceptación
del mundo que nos toca vivir, de confianza en los dioses que nos nacen con
estrella o estrellados. ¡Y esto lo sugiere el divino Platón, el fundador del
racionalismo matemático europeo!
Tanto en
Platón como en San Agustín hay pues un descentramiento metafísico de la moral,
que remite en última instancia, ora a un Bien Supremo tan creador como místico,
inaccesible del todo, casi inefable, más allá de la esencia; ora a un Dios
providente, que reparte sus gracias como Él mismo entiende, y cuyos caminos nos
parecen a nosotros, pobres cavernícolas, en verdad inescrutables.
La discusión
sobre la virtud y la felicidad, que está en el corazón de la Nueva Filosofía, era antigua. El
optimismo socrático de las escuelas antiguas daba por sentado que todo hombre
sabio (es decir, éticamente bien educado, prudente, valiente, templado y justo)
sería feliz. No somos en verdad felices porque no somos lo suficiente
virtuosos. Sin embargo, Kant, enfatizó en su crítica de la razón práctica la
falta de identidad entre virtud y felicidad. Curiosamente, en la constatación
de que los buenos no son siempre felices, ni los malos desgraciados,
constatación muy trágica, hallaba curiosamente el prusiano una razón para
postular la existencia de Dios como fin en que felicidad y virtud, al fin y
metafísicamente, se encuentran. Éste era su principio de esperanza.
La Nueva Filosofía (NF) de Oliva o de
Miguel Sabuco (o de los dos) no es nada kantiana, no hay en ella una escisión
radical entre naturaleza y espíritu, entre cuerpo y alma, entre causalidad y
libertad. Esto lo comparte con el Examen
de ingenios de Huarte (Baeza, 1575). Como el Examen, la NF parte de
una posición naturalista, en la que resultan irrelevantes los “milagros”. Si
bien, la importancia que da Huarte al temperamento, vinculado a la mecánica de
los humores físicos, la transfiere Oliva a las emociones. pues
Huarte
considera el entendimiento como una potencia orgánica.
Sabuco afirma que la
inteligencia mora en la cabeza, aunque “descendió del cielo”. Alonso de
Fuentes, filósofo sevillano nacido en 1515 ya había afirmado que el cerebro es
el órgano material de la inteligencia. Sin duda una de las características
comunes, y más felices, de la obra del médico baezano y de la obra escrita en
Alcaraz –de esto estamos bastante seguros- es su armonismo. No tiene por qué haber drama entre Cielo y Tierra, entre
Urano y Gea, ya que tanto el buen funcionamiento del cuerpo como la dicha del espíritu
dependen del equilibrio y la armonía entre las partes.
Otra
característica común, probablemente una de las señas de identidad más relevantes
del pensamiento hispano de todos los tiempos, hasta Gómez de Liaño en nuestros
días, es la importancia que se concede a la imaginación.
Se realza el hecho de que el carácter moral de los humanos no sólo depende de
lo que son, sino también de lo que sueñan o se imaginan.
Para Sabuco, la
imaginación es un afecto tan fuerte y de tanta eficacia que refleja como un
espejo todas las figuras que recibe transformándonos según su naturaleza. Pone
para ello el ejemplo –exagerado desde luego- de la mujer que parió un niño con
cuero y pelos de camello “porque tenía de cara de su cama una figura de san
Juan Baptista vestida de piel de camello”. Más exacto es lo que dice un poco
más adelante del ser humano (Título LIII del “Coloquio del conocimiento de sí
mismo”):
“lo que tiene en su imaginación (ora sea en vigilia, ora sea en sueño) aquello es para él; en tanto que si se sueñan y piensan dichosos y felices, obra en ellos como si fuera verdad. Y por lo tanto te doy este consejo: juzga el día presente por feliz”.
¡Excelente consejo para tantos quejicas y
querulantes como abundan hoy! Sin embargo,
la NF nos previene: la “imaginación sensitiva” (¿supone que hay otra más intelectual?) puede engañarnos cuando
tomamos por real lo imaginado. Este poder activador, dinamogénico, de la
imaginación fue reconocido también por Huarte, así como su íntimo vínculo con
las pasiones y emociones, la carga emotiva de las representaciones mentales.
Por eso, y
es una idea que aparece en ambas obras, el Examen
de Huarte y la NF de Oliva, la contemplación de las maravillas del mundo y la
consideración de su divinidad elevan el espíritu humano. He aquí el germen del
deísmo filosófico que se expresará luego en muchos textos ilustrados.
- Al-Basit, revista académica publicada en Albacete, dedicó el número monográfico #22 a los Sabucos.
- Biedma López, José. «Raíz y actualidad de la Nueva Filosofía de la naturaleza del hombre, no conocida ni alcanzada de los grandes filósofos antiguos (1587)». Revista «Barcarola», n.º 71-72, Ayuntamiento y Diputación Provincial de Albacete, páginas 175-182.
-Henares, Domingo. «El Bachiller Sabuco en la filosofía médica del Renacimiento español». Albacete, 1976.
-Romero, Rosalía. Oliva Sabuco. Castilla-La Mancha, 2008.
-Ruiz Jarén, Eduardo. Oliva Sabuco: filosofía y salud. Editorial Manuscritos, Madrid, 2008 (con prólogo de J. Biedma).
-Sabuco Álvarez, Miguel. Nueva Filosofía. Edición crítica a cargo de Samuel García Rubio y Domingo Henares. Instituto de Estudios Albacetenses «Don Juan Manuel». Diputación Provincial de Albacete, 2009.
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