miércoles, 22 de julio de 2020

ÁNGEL GANIVET




CÍNOPE & HÍPOPE


 Hijo de un molinero con dos casas y una huerta en Granada, quedó huérfano de padre muy pronto, como Unamuno. Un accidente estuvo a punto de costarle una pierna. La larguísima convalescencia le volvió infatigable lector y dependiente de los brazos de su madre durante diez años. Por ello comenzó tarde sus estudios, pero se doctoró con la máxima nota y una tesis sobre La importancia de la lengua sánscrita (1889). Antes, Nicolás Salmerón se opuso a la defensa de España filosófica contemporánea. En esta obrita el joven Ganivet lamentaba la falta de “ideas madres” que pudieran guiarle en el océano de la vida. Por entonces el krausismo tomaba tintes positivistas, enfrentado al neotomismo intransigente. El autor echaba en falta una filosofía clara y antropocéntrica.


Ganó unas oposiciones al cuerpo de bibliotecarios del Estado y luego siguió la carrera diplomática, de vicecónsul en Amberes. Rechazaba todas las grandes corrientes modernas, especialmente las materialistas. En sus periodos granadinos, congregaba a su alrededor a un numeroso grupo de amigos artistas y literatos. Ganivet conoció a Unamuno en 1891. Ambos opositaban a cátedras de griego. La amistad entrambos se expresaría en la elegante polémica: El porvenir de España (1896-1912). Representa un cruce de caminos en direcciones opuestas, yendo Ganivet hacia un nacionalismo españolista y Unamuno hacia un cosmopolitismo socialista (v. Cerezo, n.1).

El fracaso de Ganivet en la oposición dejará en él cierto resentimiento, pues su vocación era principalmente filosófica y docente[1]. Unamuno admitirá que la prosa de Ganivet está llena de sugerencias y visiones, pero carentes de pruebas o justificación. “Ganivet es todo adivinación e instinto”. “Ganivet –explica Cerezo- recelaba del exasperado cristianismo progresista del vasco, no menos que Unamuno del orientalismo místico del andaluz… En el fondo eran almas gemelas…, dos almas apasionadas y trágicas, más proclives a la mística que a la metafísica”. Al margen de sus diferencias teóricas, ambos compartían también la “pasión por un renacimiento de España”[2]. En su correspondencia, Ganivet declara a Unamuno: “Las dos grandes fuerzas de España, la que tira para atrás y la que corre hacia adelante, van dislocadas por no querer entenderse, y de esta discordia se aprovecha el ejército neutral de los ramplones para hacer su agosto” (III, 649). Y en el Idearium afirma: “Cuando todos los españoles acepten, bien que sea con el sacrificio de sus convicciones teóricas, un estado de derecho fijo, indiscutible y por largo tiempo inmutable, y se pongan unánimes a trabajar en la obra que a todos nos interesa, entonces podrá decirse que ha empezado un nuevo periodo histórico” (I, 234).

Al gran amor de su vida, Amelia Roldán, la conoce en un baile de máscaras. No sabemos por qué no se casó con quien le dio dos hijos: Natalia que murió niña y Ángel Tristán. Ganivet ocultó en España sus amores, aunque, cónsul en Helsingfors (Helsinki) convivió abiertamente con Amelia.

En Amberes (1892-1895) Ganivet estudió idiomas y piano y se desarrolló como intelectual. Pierde la fe. Ganivet dejó de ser creyente, pero su corazón siguió siendo culturalmente cristiano (Cerezo). En 1893 comienza su primera novela: La conquista del reino Maya por el último conquistador Pío Cid. Durante las vacaciones del 94 presidirá la Cofradía del Avellano con la pretensión de parecerse a las academias helénicas celebra reuniones y tertulias “en el murete” junto al soto del Darro granadino. Expresa sus inquietudes espirituales haciéndose vegetariano, dejando de usar la calefacción, dándose a una gran frugalidad y a un ascetismo cínico, antimoderno.

Entorno de la Fuente del Avellano, en el soto del río Darro

 En sus Cartas finlandesas (1895-1898) cuenta a sus amigos como son aquellas tierras heladas, sus tradiciones, costumbres y literatura. Allí y mientras presenta a Amelia como esposa se enamora platónicamente de su profesora de sueco, Marie Sophie Djakoffsky, a la que dedica algunos poemas en francés. Reconocido en España como escritor, La Vanguardia le solicita como colaborador, él la desdeña a favor de la prensa granadina. En 97 invita a sus hermanas a pasar el verano en Helsinki. Allí trabaja febrilmente y produce la mayor parte de su obra, incluid su segunda novela: Los trabajos del infatigable creador Pio Cid y el drama El escultor de su alma.



***

En su Idearium español (1896) Ganivet interpretó a España como Virgen Dolorosa[3] rodeada de positivismo y escepticismo. El positivismo se resigna a la vida y al mundo tal y como son y el escepticismo extremo es nefasto, pues cuando la mente renuncia o desespera de la verdad, la vida desorientada vaga en la irresolución, la indiferencia o la abulia. Como Nietzsche o Unamuno, Ganivet establece la conexión creer/crear:

¡Que sólo el que crea en sí
Puede afirmar que creó
Y que algo al morir dejó! (II, 738)

Ganivet pretende descubrir la esencia espiritual en una combinación de elementos estoicos, cristianos y árabes que culminaron en la mística. Pensaba que España está por hacer. Para él existe un Espíritu territorial más hondo que la religión y que la historia. ¿Casticismo, tradicionalismo, liberalismo, regeneracionismo? El pensamiento de Ganivet es de difícil encuadre. Azaña le consideró un reaccionario. Evidentemente, fue antiprogresista: “Suele ser el progreso una superstición más degradante y vil que cuantas a su nombre se combaten” (I, 943). Nosotros preferiríamos considerarle un espíritu singular, mejor que excéntrico, extemporáneo. Su posición de “reaccionario lúcido” tuvo el mérito de sacar a la luz los límites e inconsistencias de la ingenua fe progresista, como cuando critica los monstruosos ensanches que convierten a las ciudades en inhóspitas metrópolis anti-ecológicas. Se trata de una reacción romántica contra el industrialismo sin corazón, desde su secreta nostalgia por su Granada rural, de aguadores que venden su producto bajándolo a lomos de borricos desde la Alhambra o desde el idílico locus amoenus de la fuente del Avellano. Percibe por anticipado “la servidumbre voluntaria a la que nos somete lo superfluo” (I, 551), recordando la actitud de Diógenes el perro. Critica Ganivet el “mundo locomotora” con su ideal compulsivo de desarrollo y productividad incesante y cómo lo que se sacrifica a ese productivismo –y consumismo posterior- es la propia vida del yo, como combustible de la máquina, “déspota peor que cien Nerones juntos” (II, 978). El hombre pierde los dos grandes valores socráticos, autonomía y autarquía, y los entrega como tributo al dispositivo económico y político de la sociedad moderna. Frente al “negocio por el negocio como cosa sucia”, predica la indolencia árabe. 

Nuestro mundo, que a veces pinta con tintes apocalípticos, exagera el individualismo, lo cual no es malo, pero al mismo tiempo niega las individualidades que están fuera de cada quisque, lo cual es el colmo del absurdo. Se trata de un “egoísmo aspirante-impelente”, como el de ciertas bombas. Se trata de una sociedad que ha perdido su alma. La vida no debe rendirse a su función productiva. Así, regeneración para Ganivet significa recobrar un estado de cultura autóctona genuina, anterior a la deriva moderna.

Marie Sophie Djakoffsky, dibujada por A. G.


De su lucha contra el árabe piensa Ganivet que el cristianismo español salió más acrisolado y más puro. Su liturgia deslumbradora contrasta con la concepción seca y fría, razonada, protestante. Y de ese encontronazo con el sufismo remontó hacia su verdadero centro: el misticismo, cosa que le debemos a los árabes. “Porque el misticismo no es más que la sensualidad refrenada por la virtud y por la miseria” (Granada la bella, VI). Lo que importa es constituirse en cuanto espíritu en centro creativo originario. El misticismo no es el mero éxtasis para Ganivet: “Es mucho más y mejor; arranca del desprecio de todas las cosas de la vida, y concluye en el amor de todas las cosas de la vida; el desprecio nos levanta hasta encontrar un ideal que nos reposa, y con la luz del ideal hallado, vemos lo que antes era grande y odioso, mucho más pequeño y más amable; por donde venimos a dar en el arte puro y universal que idealiza al héroe y al mendigo, al santo y al bandolero, a los caballeros andantes y a los Rinconetes y Cortadillos” (I, 106. Granada la bella, VII. “Nuestro arte”).

Este ideal acabará siendo para Ganivet la labra interior del alma, un ideal sin dios y sin trascendencia, mas este empeño de un endiosamiento o auto-deificación acabará resultándole ilusorio, un misticismo negativo, en el que la pulsión de muerte acaba por imponerse ante la experiencia del vacío sin trascendencia.

Ganivet interpretaba el Espíritu territorial español como esencialmente religioso y artístico. Cita a Séneca (que nos hizo cristianos antes del cristianismo[4]) animando a sobrellevar los pesares de la vida desde la fortaleza indestructible de un “eje diamantino” interior, una fuerza madre que todos poseemos. Con su estoicismo de raíz cínica, Ganivet reniega de la política y del caciqueo aparentemente democrático de la época y reclama para sí la autonomía del sabio. Sigue en esto la recomendación platónica del Gorgias: “El filósofo no debe hacer política según las leyes, sino según la virtud”.

Su rechazo a las organizaciones artificiales y a las instituciones convencionales, su aprecio a la vida natural y simple, le llevaban a apreciar la vida municipal como la única instancia adecuada a las necesidades y al tamaño real del hombre. En una carta a Navarro Ledesma, define su credo político como “socialismo-anárquico-nirvánico” (II, 968[5]).

Se da en su prosa la tensión de una inteligencia dividida, entre una tendencia heroica, romántica, ultraidealista y caballeresca, y una conciencia melancólica y clara respecto a la menesterosidad y finitud de lo humano, entre Hípope y Cínope. Este habla con voz de perro, granuja y mujeriego, contra los desvaríos idealistas del primero, que habla con relincho de  caballo, como los Houyhnhnm que encontró Gulliver. Esta antifonía tal vez simboliza las contradicciones insuperables que llevaron a Ganivet al nadismo, como llamaba Unamuno al nihilismo, y al suicidio en las frías aguas del norte. Tenía 33 años. En el fin más alto descubrió el vacío, que tampoco hay vida ideal permanente (II, 1006, 1015).


Regeneración y nadismo

A su muerte, su Idearium se convertirá en el texto fundante del moderno nacionalismo español. En 1904, Unamuno, Azorín, Navarro Ledesma y otros muchos intelectuales y artistas homenajean a Ganivet en el Ateneo madrileño. Sus restos se repatriaron en 1925 con todos los honores y una imponente manifestación acompañando al féretro hasta el Paraninfo de la universidad, donde intervinieron Marañón, Américo Castro, Eugenio d’Ors… Un cierto anarco-aristocratismo señalará a toda la generación del 98, la cual hizo símbolo y mito de la figura de Ángel Ganivet, españoles solitarios entre y contra la mediocridad que odian a los politicastros y glorifican la individualidad enérgica y descollante.
  
Contra la abulia española, Ganivet propuso la forja de ideales como “ideas redondas”, ideas “a las que debemos quitar antes la espoleta para que no estallen”. Pues quienes propagan ideas sistemáticas o “picudas” dan vida a parcialidades violentas, que mantienen en tensión enfermiza los espíritus. “Por oposición a las ideas que inspiran amor a la paz las llamo ‘redondas’”. Si alguien las adopta, tendremos “un combatiente menos y un trabajador más”.

Conviene precisar que el término “idea” no guarda en Ganivet ninguna connotación intelectualista, idea no es concepto, sino iluminación o revelación de una pauta de vida, idea-fuerza, más que idea representación, idea-viva y fuerza-madre. Idea equivale a ideal, lo cual supone la mediación de la estimativa que descubre valores[6]. Las ideas ganivetianas iluminan y calientan a la vez, motivan, exigen ser realizadas, ejercen como dice Leibniz una pretensión a la existencia.

Pedro Cerezo interpretó la tragedia de Ganivet (“excéntrico nihilista de la modernidad”) como crisis del ideal auto-creativo, sobre un fondo religioso y místico, como el fracaso del esfuerzo de deificación autónoma y autárquica del hombre moderno. También es posible relacionar su drama personal con su particular gnosticismo. Así, el numen del alma auto-formada por el creador que desespera ante la imperfección del mundo, el asco plotiniano del espíritu por la materia: la vergüenza de saberse cuerpo. García Lorca, que debía tener cinco meses cuando murió Ganivet, le calificó luego de “idealista sin ideal”, como una flecha sin blanco.

“Hoy los dioses que formamos somos nosotros mismos, como pensaba Feuerbach, y por esto y por no poder salir de nosotros y por encontrarnos insuficientes, es por lo que nos desesperamos” (A.G., II, 976).

Si Unamuno[7] apuesta por la regeneración de España desde un humanismo basado en la ciencia y el trabajo, la receta de Ganivet es la de una restauración espiritual de energías con arreglo a la propia idiosincrasia, cuyas raíces más profundas son estoicas y arábigas. Su héroe: don Quijote, el noble mendigo, “nuestro Ulises”, que descarga las preocupaciones materiales sobre su escudero, un idealismo pre-moderno y aun anti-moderno. De ascendencia griega en su creencia de que las ideas gobiernan el mundo, pero de inspiración oriental en su exaltada actitud y en su exaltación de la sensibilidad. Para Ganivet, la lucha por el progreso y la riqueza económica es tan peligrosa como la lucha por el territorio.

Ganivet concebía la filosofía como una expresión artística, subjetiva y peculiar, carente de organización sistemática o doctrinal, como justificación práctica de la personalidad colectiva de un pueblo y cuya verdad se vincula a la orientación de la existencia. Y para Ganivet, nuestro espíritu, el español, es religioso y artístico, y la religión muchas veces se confunde con el arte. El misticismo con sus valores, su experiencia pática, su exaltación poética, su caballerosidad.

Hay que tener en cuenta que corrían tiempos de idealismo filosófico como reacción crítica al objetivismo racionalista. Por eso los intelectuales de fin de siglo fueron moralistas y esteticistas, a la sombra de Kierkegaard o de Nietzsche. Apostaban por la revolución del “hombre nuevo” en un combate entre la Ilustración y el Romanticismo, en la cual se relativizan las bases de la visión progresista y secular de la historia. Lo que cuenta ahora no es el “destino de la humanidad” o “el fin de la historia universal” (Kant), sino el modus vivendi personal, el sentido existencial de la vida individual. Es la actitud socrática del héroe novelístico de Ganivet, Pío Cid, el cual busca una revolución de la inteligencia que no implica violencia, sino sacrificio, a favor de la voluntad creativa.

Los temas básicos del humanismo de Ganivet son: la voluntad creadora y fe en el hombre, la negación de la trascendencia religiosa, la búsqueda de una salida secular en el idealismo moral y el culto egolátrico de sí mismo como objeto de creación estética. Para el profesor Cerezo, en Ganivet el egotismo personalista romántico alcanza a la vez su expresión cimera y su fracaso ejemplar. Egotismo o egolatría que se expresa nada más y nada menos que en un auto sacramental, El escultor de su alma, en donde Ganivet dramatiza la pasión auto-creativa que consume al espíritu moderno:

El escultor: “¡Con fuego, yunque y martillo / forjaré mi alma ideal!” (II, 797).

Un egotismo o egolatría que deriva en narcisismo al enamorarse el escultor de su propia alma-obra en un mundo sin Dios. La esterilidad de este narcisismo, su insatisfacción y fracaso son consecuencia del hecho de que dicha pasión incestuosa no puede ser correspondida:

“¿Cómo podrás consolarme, /  bella niña, si el pesar / que sufro nace de amar / a quien nunca podrá amarme?” (II, 781).

En El Escultor de su alma se dramatiza la quiebra de este programa, el fracaso de la religión humanista de las ideas (M. Olmedo), por eso su obra-alma se convierte en piedra muerta, aunque Ganivet cierre en falso la tragedia con la conversión del escultor y la transfiguración de la escultura en una joven virgen… El Ganivet de carne y hueso empeñará su rebelde voluntad gnóstica contra el mundo y contra sí mismo buscando, por dos veces, en las heladas aguas del Dvyna la nada liberadora.


[1] V. Pedro Cerezo. El mal del siglo. El conflicto entre Ilustración y Romanticismo en la crisis finisecular del siglo XIX. Universidad de Granada, 1ª Parte, cap. III. “Sobre el porvenir del España”, n. 3.
[2] Ibidem, pg. 131-132.
[3] Ganivet se complace con el dogma católico de la Inmaculada, porque en este dogma reverbera su ideal autárquico de autocreación, el numen radiante del alma, la figura de una perfección nacida de sí misma, incontaminada, así como el milagro de una maternidad virginal, la de España como madre histórica de nuevas naciones.
[4] Aunque fueron casi coetáneos, pertenecieron a mundos distintos, pero la analogía entre sus mensajes hizo verosímil una correspondencia espúrea entre Séneca y san Pablo que recorrió los siglos y sobrevivió hasta nuestros días. Ganivet, Granada la bella, VI.
[5] Ángel Ganivet. Obras completas, Madrid, Aguilar, 1961.
[6] M. Olmedo ve en la idea ganivetiana un anticipo de la idea scheleriana del valor y de su ordo amoris, en contraste con el ordo rationis. Pedro Cerezo, op. cit., pg. 425.
[7] La influencia de Ganivet en Unamuno es incontestable, aunque el vasco considerara al andaluz un “genio sin disciplina”. Para Cerezo, uno y otro sientan la bases del “espíritu de la generación finisecular” (op. cit., pg. 159).

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