lunes, 14 de diciembre de 2020

SOSPECHA DE LA "FILOSOFÍA DE LA SOSPECHA"

 



1

 

“¡Oh hermanos míos, hay mucha sabiduría en el hecho de que exista mucha mierda en el mundo!” Así habló Zaratustra en “De las tablas viejas y nuevas”, 14.

 

En su ensayo sobre Freud[1], Paul Ricoeur acuñó el nombre Escuela de la Sospecha para referirse a la tríada Marx-Nietzsche-Freud. Los tres pensadores estarían unidos por algo más que su cultura alemana y su proximidad temporal, se entregaron a parecida labor de “desenmascaramiento” filosófico: deseaban poner al descubierto las mistificaciones y oscuras motivaciones del idealismo, del moralismo, de la falsa consciencia burguesa.

          La expresión de Paul Ricoeur tuvo éxito porque Marx, Nietzsche y Freud dieron el golpe de gracia a la filosofía clásica, firmaron su partida de defunción, desataron definitivamente el nudo que vinculó con la metafísica a cien generaciones de filósofos.


     El argumento de la Escuela de la Sospecha se puede simplificar: por detrás de las intenciones conscientes hay otros intereses nada edificantes, perentorios, feroces, elementales, inconscientes...: la explotación del trabajo ajeno, la avaricia, el poder, la compulsión hedonista, el resentimiento envidioso, las fuerzas ciegas de la libido, del sexo, los instintos de la bestia bípeda (Thanatos y Eros). Por debajo de las ideas, sustentándolas, está el deseo de placer y la voluntad de dominación.

      Los pensadores de la Escuela de la Sospecha son congruentes y no reclaman para sí el título de “filósofos”; se consideran científicos (Marx y Freud). Aunque Nietzsche se exprese como un profeta visionario y sea sobre todo un genio religioso, constructor de “montañas más santas cada vez”, también él pretende inspirar una “ciencia alegre”, un arte poético (gaya ciencia). Estos críticos del lenguaje, estos denunciadores de las trampas, del engaño del logos, de la racionalidad imperante, luchan denodadamente por conseguir la acreditación “científica”[2] en una época cientifista dominada por el positivismo.

     Su interpretación de la filosofía es en cierto sentido una deconstrucción o una destrucción de la misma, una Sprachkritik de consecuencias radicales. La filosofía no sería otra cosa que un lenguaje: una ideología, una falsa explicación sublimatoria de la opresión, históricamente determinada por la lucha de clases (Marx). La filosofía –y con ella la ciencia- sería el resultado de una hipertrofia del concepto, el cual, al imponerse como “verdad”, ha olvidado su génesis imaginativa, emotiva y metafórica (Nietzsche). La metafísica sería un complejo síntoma neurótico, un complicado conjuro obsesivo contra el malestar de la cultura y su ansiedad (Freud). La ética sería una interiorización de la voz del padre, una argucia de los resentidos contra la voluntad de poderío de los fuertes o una máscara hipócrita. El mundo de las ideas o de los principios ideales, en fin, nada más que un mito, o sea una fantasía, es decir, nada.

     Desde luego, la vena positivista o cientifista es más fuerte en Marx y Freud, pues lo que hay en Nietzsche de perspicaz análisis científico (de aguda intuicion psicológica, sobre todo) es contradicho una y otra vez por el torrente simbólico en que se expresan y sintomatizan sus emociones mitopoéticas, su visión ditirámbica, trágicamente inmoralista y paradójicamente nihilista.

   

2

 “Curvo es el sendero de la eternidad”

Así habló Zaratustra en “El convaleciente”.

Las circunstancias culturales que propiciaron el éxito de la Escuela de la Sospecha han cambiado, pero no es sólo este cambio lo que explica su caducidad, sus muestras evidentes y visibles de envejecimiento. El aullido de Marsias desollado no triunfará definitivamente sobre la retórica articulada de Apolo.     

Como siempre, la filosofía se agota por sus extremos, por sus hipérboles poéticas: nihilismo y dogmatismo. La tarea desenmascaradora se vuelve infinita cuando a una máscara le sigue otra, como si fuesen los estratos concéntricos de una cebolla cósmica. Foucault lo dejó expuesto en una ponencia de 1967[3]:  en la hermenéutica de la sospecha, la resolución nihilista del referente de la interpretación reviste tonalidades aporéticas, patológicas, vertiginosas. Se desemboca así en “una hermenéutica vuelta sobre sí misma, que entra en el territorio de los lenguajes que se autoimplican constantemente, en la región mítica de la locura y del puro lenguaje”.

        Obviamente, es contradictorio que el lenguaje (logos) haga una denuncia universal de sí mismo. A fin de cuentas, no hay lógica sin gramática.

       Del mismo modo, no hay sociedad sin tabú, ni tabú sin culpa. La versión televisiva o periodística de la sospecha ha producido una sociedad incapaz de guardar secretos, en la que el pudor no sirve ya como medio de control social o diferenciación de roles.

      Cansado de tantas máscaras, el intérprete puede detenerse en cualquiera de ellas, creando así un código y convirtiendo la hermenéutica en semiótica. Una hermenéutica que se convierta en semiótica cree en la existencia absoluta de los signos: abandona la infinidad de interpretaciones, la compleja estratificación de los registros, y hace que reine el terror del indicio y que se recele de todos los lenguajes que no sean la literalidad de El Libro, La Palabra, La Ley. Una semiótica congelada es lo propio de cualquier fanatismo. Se acabó el vértigo del libre examen, del análisis despejado que adopta la duda como cautela.

       Nihilismo y dogmatismo se refuerzan mutuamente: el “horror mítico al mito”, el dogma de que todo saber vale nada, vuelve nada el saber que denuncia la nada del saber; o convierte en interés el saber que denuncia el interés del saber; o transforma en voluntad de dominio el conocimiento que desenmascara al conocimiento; o en “ideología”, el pensar supuestamente científico que denuncia la desfiguración efectuada por la ideología.

    También Derrida ha puesto de manifiesto la contradicción originaria del proyecto desenmascarador. El ensayo por superar la metafísica introduce él mismo una muy dudosa metafísica. ¿Estamos seguros de que esta voluntad de desenmascaramiento no se encuentra aparejada, de manera íntima y constitutiva, con la historia de la metafísica? –se pregunta-, ¿qué es la metafísica, sino la ambición de desvelar las metáforas, de superar el velo de la apariencia, de proyectar un foco de luz a favor de la transparencia?

     La hermenéutica de la sospecha adquiere figura teatral en una representación de la verdad dominante, bien como el ocaso, como la coronación de la aventura de la metafísica, entendida al modo heideggeriano, como historia del olvido del ser; bien como el acto inicial de una metafísica inversa, que sustancializa las potencias más oscuras de la carne, de la guerra, del deseo, de la vida (incluida la vida indigna). El sujeto que “desvela”, que hace el “des-cubrimiento” (a-letheia) del fondo oculto de la conciencia -científica, filosófica o ética- es el sujeto metafísico por excelencia, y encarna la voluntad de poder en la voluntad narcisista de interpretarse, de desnudarse. Pero incluso el mostrarse des-nudo es un acto de representación en el que la nudez vela un disfraz.

        Desde el lado del “pensamiento débil”, se ataca esta pretensión desenmascaradora de Marx, Nietzsche, Freud, por estar contaminada por el mismo virus que combate, por ser un ejemplo típico de pensamiento “fuerte”.       

      Desde la conservadora y tradicionalista hermenéutica de Gadamer (RIP), el desenmascaramiento se vuelve imposible, porque la interpretación se lleva siempre a cabo en un territorio ya comprometido por los efectos de lo que se interpreta, por la “fortuna” de la obra que nos llega, formando parte de una tradición en la que somos, en un proceso histórico que, al menos en parte, carece de orientación. No hay un sujeto absoluto, capaz de apreciar el valor exacto de una obra o de un acto humano en función de una transparente teleología histórica, de un absoluto vital o de una unívoca sintaxis inconsciente. Así, cuando Nietzsche, en su célebre texto de El crepúsculo de los dioses, traza la historia de un error (el error de la metafísica idealista) se compromete y expone a sí mismo como efecto perverso de una cierta interpretación de la tradición. De hecho, hay otras formas no dualistas de interpretar el platonismo, como hay especies paganizantes, trágicas e incluso dionisíacas, de cristianismo.

     La Hermenéutica de la Sospecha propende a establecer una relación directa y propiamente “metafísica” con las verdaderas causas, las causas metahistóricas, entendidas como orígenes biológicos, psicológicos o sociales, de los comportamientos. Este canto a un origen incontaminado, de la historia, de la vida o del deseo, resulta muy sospechoso de no ser más que una fábula metafísica, un sueño de la razón, una fabulación nostálgica.

          En opinión de Maurizio Ferraris, puede oponerse a la Escuela de la Sospecha la misma objeción que Gadamer opone a la hermenéutica “reconstructiva” de Schleiermacher: La reconstrucción de las condiciones originarias del discurso es una empresa inútil o imposible. Si fuese posible desalienar la vida, eso no sería la vida originaria, ya que la vida adquiere, precisamente por su condición de alienada, de social, de moral, una segunda existencia en el dominio de la cultura. “De esta suerte, una operación hermenéutica que concibiera el comprender como restablecimiento del origen constituiría, tan sólo, la pura comunicación de un significado caduco”.

          La lechuza de Minerva también tiende allí sus alas a la caída del crepúsculo. Marx, Nietzsche y Freud comprendieron muy bien las debilidades de una especie de cultura, de un tipo de vida significativa, cuando ésta dejaba de serlo, pasando a ser historia.

          No hay posibilidad de una interpretación definitiva, reductiva, explicativa, en el dominio de los saberes humanos. No es posible un desvelamiento que nos devuelva la transparencia total, ni una “genealogía” que muestre los verdaderos orígenes de una noción, de una idea-fuerza. Toda interpretación, es cierto, modifica el objeto interpretado y nuestra propia consciencia de intérpretes. El propio desenmascaramiento se vuelve máscara, se consolida como canon tradicional. Con Gadamer, la hermenéutica tomó más amplia consciencia del cuadro histórico, en parte casual, que nos determina y define como intérpretes. De este modo, la “integración” hermenéutica es un procedimiento transitorio, mudable, precario: “Ser histórico significa no poder jamás tornarse plenamente autotransparente”.

          La televisión, medio de la revelación total, soslaya este hecho, haciendo desaparecer la historia, generando pseudo-acontecimientos que se nos proponen como revelaciones públicas. Como explicó Neil Postman[4], es natural que los niños ya no crean en los adultos autorizados, sino en las noticias que les llegan de ninguna parte. Pronto, la curiosidad es maleada por la sospecha generalizada y reemplazada por el cinismo o, peor aún, por la arrogancia. El rechazo de toda forma de secreto, misterio y disimulo, a favor de una franqueza sin restricciones ni pudor, deja sin base cualquier fórmula de idealismo social. La descripción virtual del mundo “tal y como es” socava la confianza infantil en la autoridad de los adultos, en la posibilidad de un mundo ordenado, en el optimismo de un futuro mejor, incluso, tal vez, en su propia capacidad para controlar los impulsos violentos. Antes conocen por la tele los niños la caricatura del político que al político mismo, ¿nos puede extrañar que su cinismo no se comprometa con nada?

 


3

 “Pensamientos que caminan con pies de paloma dirigen el mundo”
Así habló Zaratustra en “La más silenciosa de todas las horas”.

 

Lo interpretado necesita del intérprete. Nuestra mirada hacia la tradición filosófica ya no será nunca la misma después de la Escuela de la Sospecha. Apliquemos aquí la teoría estética de la recepción: el espectador, el lector, el oyente, se hallan implicados dinámicamente en la realización de la obra de arte. Del mismo modo, los memes[5] de los conceptos y las ideas requieren cerebros para sobrevivir, en los que evolucionarán provocando por mutación y recombinación nuevas especies, nuevos tipos de representaciones.

          Freud dobló el listón para que quedara más derecho, en discusión con una sociedad hipócrita y puritana. Marx denunció la falsa conciencia que legitimaba una explotación inadmisible de los trabajadores por el capital. Nietzsche arremetió contra los detractores de la vida terrenal y carnal, hijos sin remedio de la carne y de la Tierra. Pero lo contrario del platonismo, del idealismo, del principio de esperanza y de la utopía razonable, no es exactamente el vuelo crítico de Nietzsche, su impostura contra la impostura del dualismo y el intelectualismo, sino la indiferencia hacia la posibilidad real de otros mundos.

          Las más extravagantes empresas humanas, la teología y la metafísica, tienen una misma raíz: el convencimiento de que la totalidad de las imágenes perceptivas, así como las ciencias que las conectan en fórmulas estables, o que las analizan racionalmente y ordenan relacionando sus datos, no son todo lo que existe. O, dicho mediante una paráfrasis de Wittgenstein: los hechos del mundo perceptivo y científico no son, ni nunca serán, “todo lo que hay”.

          El nihilismo, que se ha extendido por doquier como efecto perverso de la crítica vulgarizada de los pensadores de la Escuela de la Sospecha, ha afectado al fundamento mismo de nuestra cultura. George Steiner tiene razón: fue aquella creencia en la “otreidad”, ha sido esa intuición de algo más profundo, la que ha dado a nuestra existencia ese tono de insatisfacción y la que ha engendrado, en fin, nuestra cultura, incluido el invento de los derechos humanos. Por eso, a las poéticas contemporáneas no les queda otro remedio que explorar el vacío metafísico, el inmenso hueco desolado de los dioses. Pero todos estos anatomistas e ironistas de la palabra fueron arrasados por la jerga nazi, por la deshumanización sin precedentes del lenguaje. Sin la presunción de la Verdad, no queda lugar tampoco para la dignidad del hombre. El descreimiento respecto al potencial de verdad de la palabra ha conmovido los cimientos de la invención y la creatividad.

          El postulado mesiánico y utópico, con toda su carga de irracionalidad, ha dignificado e impulsado históricamente a la razón, porque antes que Homo sapiens somos Homo quaerens[6]. Steiner ha intentado mostrar por ello las correlaciones entre el eclipse de lo mesiánico, de lo ideal y de lo utópico, y la “regresión a una fraseología vacua”.

          La metafísica es, en efecto, una narración ontológica, un relato sobre el origen de la realidad, desde las “fábulas de la razón” de los presocráticos a los grandes sistemas de la modernidad. El “giro lingüístico” ha sido el último refugio en el que se ha escondido, como un conejo en su madriguera, la filosofía de la conciencia o de la reflexión, el inevitable ocaso de un pensar que, desde Descartes, sustituyó la realidad por la representación de la realidad.

          Quitemos al amor la forma real -creída, creada o poética- de lo ideal y de lo fantástico y ¿qué nos queda? Sexo, voluntad de dominio, interés económico, instinto bestial. “Vulgarizada, la «obra» perece; se convierte en la «masa» frenética de erotismo exhibicionista, de animalidad totalmente diseccionada, que abunda en la literatura, el teatro y el cine de finales del siglo XX” (Steiner).

          Mario Bunge reparó en lo mucho que ha hecho el psicoanálisis, no sólo por desvelar el misterio de nuestra conducta anómala, sino también por extender y ensalzar la desvergüenza. Junto al psicoanálisis, la exaltación vitalista e irracional del yo y el pensamiento único y unilateral de la economía neoclásica (que tanto debe al marxismo).

          El psicoanálisis enseña que nadie es anormal, todos tenemos desviaciones producidas por instintos innatos, traumas infantiles o represiones culturales. El analista no procura curar males psíquicos o corregir comportamientos antisociales, sino enseñarle al paciente a conocerse a sí mismo y a aceptarse como es, sin avergonzarse ni arrepentirse de nada.

          De parecido modo, el vitalismo nietzscheano, con su exaltada sofística, halaga el narcisismo postromántico, “justificando” la egolatría práctica y el comportamiento inmoral como un síntoma de superioridad racial o de vigor genial, “más allá del bien y del mal”, porque “la vida misma necesita enemistad y muerte y cruces de tortura”[7].

          La perspectiva que lo reduce todo a economía, positivamente materialista o dialéctica, no ha resultado menos funesta. Si cada individuo, o cada grupo o cada clase social, no intentan sino maximizar sus beneficios, arrimar el ascua a su sardina y tomar la sartén por el mango, la compasión y la consideración hacia los demás no entran ni deben entrar en los cálculos. El fin justifica los medios. Si la historia es un proceso determinado de cambio social, no tenemos nada que hacer, ni siquiera podemos reconocer lo que Leibniz llamaba “el gran misterio de lo que pudo haber sido”.

          Estos esquemas no son sólo “desvergonzados”, sino también falsos. El sexo deriva en violencia o aburrimiento sin la melodía del desprendimiento y la ilusión lírica. No somos menos mortales y falibles porque nos creamos “supermanes”. Creerse más allá del bien y del mal es lo mismo que cantar a la mañana encaramados sobre la montaña de estiércol del pasado. El fenómeno de nuestro soberbio engallamiento no es menos ridículo porque nos sintamos alpinistas del espíritu, sino más. Y nadie, de hecho, puede comportarse como un egoísta perfecto, porque sin los demás ni hubiésemos sido ni llegaríamos muy lejos. No somos ni seremos como dioses: no podemos crear ni cosas ni valores de la nada, ni siquiera ilusiones metafísicas o sueños funestos.

          Georg Lukács afirmó que el pensador y el artista serían responsables hasta el final de los tiempos no sólo del uso, sino también de los abusos que de sus composiciones se hicieran. Me parece exagerado este punto de vista. Sin embargo, a Steiner la hipérbole le parece saludable, porque el arte ha sido muchas veces ornamento de la barbarie y la creación filosófica es, también, una especie de arte.

          Es en la bondad de la inspiración donde se decide lo más importante. Tras la Escuela de la Sospecha, cuya inspirada bondad original no hemos pretendido poner en duda, una ola gigantesca rompió contra el logos, contra la palabra. En su orilla han quedado hermosas cifras de un pasado demasiado logocéntrico, tal vez demasiado libresco y monoteísta. Sin una clara meta reguladora, el léxico y la sintaxis se han vuelto retorcidos, vanos o mendaces. Urge reconstruir la arquitectura de lo imaginario, reconquistando, en los logoi, en las palabras, una segunda inocencia, una segunda niñez que nos devuelva la autoridad de un ideal razonable.

 

Sinapsis, JBL

 

4

 

‘Sequitur superbos ultor a tergo deus’

Séneca, Hercules Furens, 385

 

Hilary Putnam, con la ecuanimidad que le caracteriza, ha argumentado que si todo el pensamiento ético y filosófico, desde Sócrates, es una especie de vana reduplicación del mundo, una "locura autocomplaciente", si toda nuestra tradición moral y científica es hija de un nihilismo resentido o un "columbario de metáforas fosilizadas" -por recodar la ya "fosilizada metáfora" nietzscheana-, entonces el pensamiento que lo critica y denuncia también lo es. Los pensadores de la sospecha, así como sus epígonos (deterministas como Althusser, o satíricos como Foucault) atacan la noción de racionalidad desde dentro, mediante argumentos autoinvalidantes.

          Los antropólogos relativistas han encontrado en el nihilismo metafísico, durante varias generaciones, una aparente justificación para su propio punto de vista de que todos los criterios culturales valen lo mismo, o sea, nada. Pero, si todos los valores son arbitrarios, ¿por qué se oponen los antropólogos relativistas a que la civilización occidental destruya cualquier cultura que se le antoje? Si los principales determinantes de toda teoría son -como insinúa Foucault- la sinrazón y el poder egoísta, entonces esta misma teoría que satiriza los ideales morales es narcisismo y sinrazón, o "racionalización" de frustraciones y resentimientos, o sublimación de complejos y represiones.

          La conclusión de Putnam es que todo relativismo consecuente debería considerar sus proferencias como meras expresiones emotivas: «Si todo "argumento racional" fuera una mera racionalización, entonces no sólo no tendría sentido intentar argumentar racionalmente en favor de cualquier punto de vista, sino que ni siquiera tendría sentido mantener un punto de vista» (Razón, verdad e historia, 1981, 7).

          Sólo un moralista puede caer en la tentación de decirnos que tiene una moralidad "mejor" que la de toda la tradición. Pero si ese mismo moralista descalifica cínicamente toda moralidad, reduciéndola a una impostura histórica o a una genealogía miserable, entonces lo que produce es una monstruosidad tan arbitraria como insostenible. A mi juicio, el corolario de Putnam es ajustado: 

«Solamente podemos tener la esperanza de producir una concepción más racional de la racionalidad o una concepción mejor de la moralidad si operamos dentro de nuestra tradición... ello de ningún modo significa que en nuestras concepciones actuales todo esté bien y todo sea razonable.»

          Por eso, estamos obligados a revisar interminablemente nuestra idea de lo bueno, a la luz de nuestros nuevos conocimientos y según cambia nuestra cosmovisión. No es presumible que un diálogo filosófico que combine el sentido social con la responsabilidad individual pueda culminar alguna vez en un fin ideal (Rorty), en una Verdad definitiva, pero su misma práctica presupone ciertas creencias en el poder del bien y la verdad, lo que Putnam llama "un concepto límite (Grenz-begriff) de verdad ideal".


 

NOTAS

[1] De l’interpretation, París, 1965.

[2] Refiriéndose a Freud, escribe G. Steiner: “Este maestro de la narración y del mito ansiaba una verificación neurofisiológica que nunca se produjo” (Gramáticas de la creación, Siruela, 2001, pg. 280.

[3] “Nietzsche, Freud, Marx”, citada por Maurizio Ferraris en  “Envejecimiento de la «escuela de la sospecha»” (El pensamiento débil, Cátedra, Madrid, 1995).

[4] La desaparicion de la niñez, 2ª parte, cap. VI (Círculo de Lectores, Barcelona, 1988)..

[5] El meme es una unidad de imitación, cuya evolución cultural es relativamente independiente de los genes. Como unidades replicadoras, la vida simbólica de los memes puede sobredeterminar la vida de los genes. El concepto de meme procede de la obra de Richard Dawkins. Cfr. El gen egoísta, Salvat, Barcelona, 1993. Un artículo reciente y crítico sobre este asunto en Investigación y ciencia, dic. 2000. “El poder de los memes”, de Susan Blackmore, con “Contrapunto” de Lee Alan Dugatkin y otros.

[6] Cfr. Gramáticas de la creación, Siruela, Madrid, 2001, pgs 28-29. Hay algo más valioso que la vida, incluso anterior, como el mismo vitalista reconoce: “Nosotros amamos la vida no porque estemos habituados a vivir, sino porque estamos habituados a amar” (Nietzsche. Así habló Zaratustra. “Del leer y el escribir”. Las citas son de la trad. de Sánchez Pascual).

[7] Op. cit. “De la chusma”. No conozco mejor reducción al absurdo ni más trágica caricatura de esta actitud pseudoaristocrática que la que describe Alfred Hitchcock en La Soga (Rope, 1948), uno de sus asesinos protagonistas cita expresamente a Nietzsche como ideólogo de la justificación estética del crimen.

Nota bene: Este artículo se publicó por primera vez en la revista ALFA de la Asociación Andaluza de Filosofía (AAfi), en su número 11 con el título de "Sospechas de la sospecha". Apenas hemos pulido aquel para este blog. Las ilustraciones son del autor.

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