1
“¡Oh
hermanos míos, hay mucha sabiduría en el hecho de que exista mucha mierda en el
mundo!” Así habló Zaratustra en “De
las tablas viejas y nuevas”, 14.
En su ensayo sobre Freud[1],
Paul Ricoeur acuñó el nombre Escuela de
la Sospecha para referirse a la tríada Marx-Nietzsche-Freud. Los tres
pensadores estarían unidos por algo más que su cultura alemana y su proximidad
temporal, se entregaron a parecida labor de “desenmascaramiento” filosófico:
deseaban poner al descubierto las mistificaciones y oscuras motivaciones del
idealismo, del moralismo, de la falsa consciencia burguesa.
La expresión de Paul Ricoeur tuvo éxito porque Marx,
Nietzsche y Freud dieron el golpe de gracia a la filosofía clásica, firmaron su
partida de defunción, desataron definitivamente el nudo que vinculó con la
metafísica a cien generaciones de filósofos.
El argumento de la Escuela de la Sospecha se puede
simplificar: por detrás de las intenciones conscientes hay otros intereses nada
edificantes, perentorios, feroces, elementales, inconscientes...: la
explotación del trabajo ajeno, la avaricia, el poder, la compulsión hedonista,
el resentimiento envidioso, las fuerzas ciegas de la libido, del sexo, los
instintos de la bestia bípeda (Thanatos y Eros). Por debajo de las ideas,
sustentándolas, está el deseo de placer y la voluntad de dominación.
Los pensadores de la Escuela de la Sospecha son congruentes
y no reclaman para sí el título de “filósofos”; se consideran científicos (Marx
y Freud). Aunque Nietzsche se exprese como un profeta visionario y sea sobre
todo un genio religioso, constructor de “montañas más santas cada vez”, también
él pretende inspirar una “ciencia alegre”, un arte poético (gaya ciencia). Estos críticos del
lenguaje, estos denunciadores de las trampas, del engaño del logos, de la racionalidad imperante, luchan
denodadamente por conseguir la acreditación “científica”[2]
en una época cientifista dominada por el positivismo.
Su interpretación de la filosofía es en cierto sentido una
deconstrucción o una destrucción de la misma, una Sprachkritik de consecuencias radicales. La filosofía no sería otra
cosa que un lenguaje: una ideología, una
falsa explicación sublimatoria de la
opresión, históricamente determinada por la lucha de clases (Marx). La
filosofía –y con ella la ciencia- sería el resultado de una hipertrofia del
concepto, el cual, al imponerse como “verdad”, ha olvidado su génesis
imaginativa, emotiva y metafórica (Nietzsche). La metafísica sería un complejo
síntoma neurótico, un complicado conjuro obsesivo contra el malestar de la
cultura y su ansiedad (Freud). La ética sería una interiorización de la voz del
padre, una argucia de los resentidos contra la voluntad de poderío de los
fuertes o una máscara hipócrita. El mundo de las ideas o de los principios
ideales, en fin, nada más que un mito, o sea una fantasía, es decir, nada.
Desde luego, la vena positivista o cientifista es más
fuerte en Marx y Freud, pues lo que hay en Nietzsche de perspicaz análisis
científico (de aguda intuicion psicológica, sobre todo) es contradicho una y
otra vez por el torrente simbólico en que se expresan y sintomatizan sus
emociones mitopoéticas, su visión ditirámbica, trágicamente inmoralista y
paradójicamente nihilista.
2
Así habló Zaratustra en “El convaleciente”.
Las circunstancias culturales que propiciaron el éxito de la Escuela de la Sospecha han cambiado, pero no es sólo este cambio lo que explica su caducidad, sus muestras evidentes y visibles de envejecimiento. El aullido de Marsias desollado no triunfará definitivamente sobre la retórica articulada de Apolo.
Como siempre, la filosofía se agota por sus extremos, por
sus hipérboles poéticas: nihilismo y dogmatismo. La tarea desenmascaradora se
vuelve infinita cuando a una máscara le sigue otra, como si fuesen los estratos
concéntricos de una cebolla cósmica. Foucault lo dejó expuesto en una ponencia
de 1967[3]: en la hermenéutica de la sospecha, la
resolución nihilista del referente de la interpretación reviste tonalidades
aporéticas, patológicas, vertiginosas. Se desemboca así en “una hermenéutica
vuelta sobre sí misma, que entra en el territorio de los lenguajes que se
autoimplican constantemente, en la región mítica de la locura y del puro lenguaje”.
Obviamente, es contradictorio que el lenguaje (logos) haga
una denuncia universal de sí mismo. A fin de cuentas, no hay lógica sin
gramática.
Del mismo modo, no hay sociedad sin tabú, ni tabú sin
culpa. La versión televisiva o periodística de la sospecha ha producido una
sociedad incapaz de guardar secretos, en la que el pudor no sirve ya como medio
de control social o diferenciación de roles.
Cansado de tantas máscaras, el intérprete puede detenerse
en cualquiera de ellas, creando así un código y convirtiendo la hermenéutica en
semiótica. Una hermenéutica que se convierta en semiótica cree en la existencia
absoluta de los signos: abandona la infinidad de interpretaciones, la compleja
estratificación de los registros, y hace que reine el terror del indicio y que
se recele de todos los lenguajes que no sean la literalidad de El Libro, La
Palabra, La Ley. Una semiótica congelada es lo propio de cualquier fanatismo.
Se acabó el vértigo del libre examen, del análisis despejado que adopta la duda
como cautela.
Nihilismo y dogmatismo se refuerzan mutuamente: el “horror
mítico al mito”, el dogma de que todo saber vale nada, vuelve nada el saber que
denuncia la nada del saber; o convierte en interés el saber que denuncia el
interés del saber; o transforma en voluntad de dominio el conocimiento que
desenmascara al conocimiento; o en “ideología”, el pensar supuestamente
científico que denuncia la desfiguración efectuada por la ideología.
También Derrida ha puesto de manifiesto la contradicción
originaria del proyecto desenmascarador. El ensayo por superar la metafísica
introduce él mismo una muy dudosa metafísica. ¿Estamos seguros de que esta
voluntad de desenmascaramiento no se encuentra aparejada, de manera íntima y
constitutiva, con la historia de la metafísica? –se pregunta-, ¿qué es la
metafísica, sino la ambición de desvelar las metáforas, de superar el velo de
la apariencia, de proyectar un foco de luz a favor de la transparencia?
La hermenéutica de la sospecha adquiere figura teatral en
una representación de la verdad dominante, bien como el ocaso, como la
coronación de la aventura de la metafísica, entendida al modo heideggeriano,
como historia del olvido del ser; bien como el acto inicial de una metafísica
inversa, que sustancializa las potencias más oscuras de la carne, de la guerra,
del deseo, de la vida (incluida la vida indigna). El sujeto que “desvela”, que
hace el “des-cubrimiento” (a-letheia)
del fondo oculto de la conciencia -científica, filosófica o ética- es el sujeto
metafísico por excelencia, y encarna la voluntad de poder en la voluntad
narcisista de interpretarse, de desnudarse. Pero incluso el mostrarse des-nudo
es un acto de representación en el que la nudez vela un disfraz.
Desde el lado del “pensamiento débil”, se ataca esta pretensión desenmascaradora de Marx, Nietzsche, Freud, por estar contaminada por el mismo virus que combate, por ser un ejemplo típico de pensamiento “fuerte”.
Desde la conservadora y tradicionalista hermenéutica de Gadamer (RIP), el desenmascaramiento se vuelve imposible, porque la interpretación se lleva siempre a cabo en un territorio ya comprometido por los efectos de lo que se interpreta, por la “fortuna” de la obra que nos llega, formando parte de una tradición en la que somos, en un proceso histórico que, al menos en parte, carece de orientación. No hay un sujeto absoluto, capaz de apreciar el valor exacto de una obra o de un acto humano en función de una transparente teleología histórica, de un absoluto vital o de una unívoca sintaxis inconsciente. Así, cuando Nietzsche, en su célebre texto de El crepúsculo de los dioses, traza la historia de un error (el error de la metafísica idealista) se compromete y expone a sí mismo como efecto perverso de una cierta interpretación de la tradición. De hecho, hay otras formas no dualistas de interpretar el platonismo, como hay especies paganizantes, trágicas e incluso dionisíacas, de cristianismo.
La Hermenéutica de la Sospecha propende a establecer una
relación directa y propiamente “metafísica” con las verdaderas causas, las
causas metahistóricas, entendidas como orígenes biológicos, psicológicos o
sociales, de los comportamientos. Este canto a un origen incontaminado, de la
historia, de la vida o del deseo, resulta muy sospechoso de no ser más que una
fábula metafísica, un sueño de la razón, una fabulación nostálgica.
En opinión de Maurizio Ferraris, puede oponerse a la
Escuela de la Sospecha la misma objeción que Gadamer opone a la hermenéutica
“reconstructiva” de Schleiermacher: La reconstrucción de las condiciones
originarias del discurso es una empresa inútil o imposible. Si fuese posible
desalienar la vida, eso no sería la vida originaria, ya que la vida adquiere,
precisamente por su condición de alienada, de social, de moral, una segunda
existencia en el dominio de la cultura. “De esta suerte, una operación
hermenéutica que concibiera el comprender como restablecimiento del origen
constituiría, tan sólo, la pura comunicación de un significado caduco”.
La lechuza de Minerva también tiende allí sus alas a la caída
del crepúsculo. Marx, Nietzsche y Freud comprendieron muy bien las debilidades
de una especie de cultura, de un tipo de vida significativa, cuando ésta dejaba
de serlo, pasando a ser historia.
No hay posibilidad de una interpretación definitiva, reductiva,
explicativa, en el dominio de los saberes humanos. No es posible un
desvelamiento que nos devuelva la transparencia total, ni una “genealogía” que
muestre los verdaderos orígenes de una noción, de una idea-fuerza. Toda
interpretación, es cierto, modifica el objeto interpretado y nuestra propia
consciencia de intérpretes. El propio desenmascaramiento se vuelve máscara, se
consolida como canon tradicional. Con Gadamer, la hermenéutica tomó más amplia
consciencia del cuadro histórico, en parte casual, que nos determina y define
como intérpretes. De este modo, la “integración” hermenéutica es un
procedimiento transitorio, mudable, precario: “Ser histórico significa no poder
jamás tornarse plenamente autotransparente”.
La televisión, medio de la revelación total, soslaya este
hecho, haciendo desaparecer la historia, generando pseudo-acontecimientos que
se nos proponen como revelaciones públicas. Como explicó Neil Postman[4],
es natural que los niños ya no crean en los adultos autorizados, sino en las
noticias que les llegan de ninguna parte. Pronto, la curiosidad es maleada por
la sospecha generalizada y reemplazada por el cinismo o, peor aún, por la
arrogancia. El rechazo de toda forma de secreto, misterio y disimulo, a favor
de una franqueza sin restricciones ni pudor, deja sin base cualquier fórmula de
idealismo social. La descripción virtual del mundo “tal y como es” socava la
confianza infantil en la autoridad de los adultos, en la posibilidad de un
mundo ordenado, en el optimismo de un futuro mejor, incluso, tal vez, en su
propia capacidad para controlar los impulsos violentos. Antes conocen por la
tele los niños la caricatura del político que al político mismo, ¿nos puede
extrañar que su cinismo no se comprometa con nada?
3
“Pensamientos que caminan con pies de paloma dirigen el mundo”
Así habló Zaratustra en “La más silenciosa de todas las horas”.
Lo interpretado necesita del intérprete. Nuestra mirada hacia la tradición filosófica ya no será nunca la misma después de la Escuela de la Sospecha. Apliquemos aquí la teoría estética de la recepción: el espectador, el lector, el oyente, se hallan implicados dinámicamente en la realización de la obra de arte. Del mismo modo, los memes[5] de los conceptos y las ideas requieren cerebros para sobrevivir, en los que evolucionarán provocando por mutación y recombinación nuevas especies, nuevos tipos de representaciones.
Freud dobló el listón para que quedara más derecho, en
discusión con una sociedad hipócrita y puritana. Marx denunció la falsa
conciencia que legitimaba una explotación inadmisible de los trabajadores por
el capital. Nietzsche arremetió contra los detractores de la vida terrenal y
carnal, hijos sin remedio de la carne y de la Tierra. Pero lo contrario del
platonismo, del idealismo, del principio de esperanza y de la utopía razonable,
no es exactamente el vuelo crítico de Nietzsche, su impostura contra la
impostura del dualismo y el intelectualismo, sino la indiferencia hacia la
posibilidad real de otros mundos.
Las más extravagantes empresas humanas, la teología y la
metafísica, tienen una misma raíz: el convencimiento de que la totalidad de las
imágenes perceptivas, así como las ciencias que las conectan en fórmulas
estables, o que las analizan racionalmente y ordenan relacionando sus datos, no
son todo lo que existe. O, dicho mediante una paráfrasis de Wittgenstein: los
hechos del mundo perceptivo y científico no son, ni nunca serán, “todo lo que
hay”.
El nihilismo, que se ha extendido por doquier como efecto
perverso de la crítica vulgarizada de los pensadores de la Escuela de la
Sospecha, ha afectado al fundamento mismo de nuestra cultura. George Steiner
tiene razón: fue aquella creencia en la “otreidad”, ha sido esa intuición de
algo más profundo, la que ha dado a nuestra existencia ese tono de
insatisfacción y la que ha engendrado, en fin, nuestra cultura, incluido el invento de los derechos humanos. Por
eso, a las poéticas contemporáneas no les queda otro remedio que explorar el
vacío metafísico, el inmenso hueco desolado de los dioses. Pero todos estos
anatomistas e ironistas de la palabra fueron arrasados por la jerga nazi, por
la deshumanización sin precedentes del lenguaje. Sin la presunción de la
Verdad, no queda lugar tampoco para la dignidad del hombre. El descreimiento
respecto al potencial de verdad de la palabra ha conmovido los cimientos de la
invención y la creatividad.
El postulado mesiánico y utópico, con toda su carga de
irracionalidad, ha dignificado e impulsado históricamente a la razón, porque
antes que Homo sapiens somos Homo quaerens[6]. Steiner ha
intentado mostrar por ello las correlaciones entre el eclipse de lo mesiánico,
de lo ideal y de lo utópico, y la “regresión a una fraseología vacua”.
La metafísica es, en efecto, una narración ontológica, un
relato sobre el origen de la realidad, desde las “fábulas de la razón” de los
presocráticos a los grandes sistemas de la modernidad. El “giro lingüístico” ha
sido el último refugio en el que se ha escondido, como un conejo en su
madriguera, la filosofía de la conciencia o de la reflexión, el inevitable
ocaso de un pensar que, desde Descartes, sustituyó la realidad por la
representación de la realidad.
Quitemos al amor la forma real -creída, creada o poética-
de lo ideal y de lo fantástico y ¿qué nos queda? Sexo, voluntad de dominio,
interés económico, instinto bestial. “Vulgarizada, la «obra» perece; se
convierte en la «masa» frenética de erotismo exhibicionista, de animalidad
totalmente diseccionada, que abunda en la literatura, el teatro y el cine de
finales del siglo XX” (Steiner).
El psicoanálisis enseña que nadie es anormal, todos tenemos
desviaciones producidas por instintos innatos, traumas infantiles o represiones
culturales. El analista no procura curar males psíquicos o corregir
comportamientos antisociales, sino enseñarle al paciente a conocerse a sí mismo
y a aceptarse como es, sin avergonzarse ni arrepentirse de nada.
De parecido modo, el vitalismo nietzscheano, con su exaltada
sofística, halaga el narcisismo postromántico, “justificando” la egolatría
práctica y el comportamiento inmoral como un síntoma de superioridad racial o
de vigor genial, “más allá del bien y del mal”, porque “la vida misma necesita
enemistad y muerte y cruces de tortura”[7].
La perspectiva que lo reduce todo a economía, positivamente
materialista o dialéctica, no ha resultado menos funesta. Si cada individuo, o
cada grupo o cada clase social, no intentan sino maximizar sus beneficios,
arrimar el ascua a su sardina y tomar la sartén por el mango, la compasión y la
consideración hacia los demás no entran ni deben entrar en los cálculos. El fin
justifica los medios. Si la historia es un proceso determinado de cambio
social, no tenemos nada que hacer, ni siquiera podemos reconocer lo que Leibniz
llamaba “el gran misterio de lo que pudo haber sido”.
Estos esquemas no son sólo “desvergonzados”, sino también
falsos. El sexo deriva en violencia o aburrimiento sin la melodía del
desprendimiento y la ilusión lírica. No somos menos mortales y falibles porque
nos creamos “supermanes”. Creerse más allá del bien y del mal es lo mismo que
cantar a la mañana encaramados sobre la montaña de estiércol del pasado. El
fenómeno de nuestro soberbio engallamiento no es menos ridículo porque nos
sintamos alpinistas del espíritu, sino más. Y nadie, de hecho, puede
comportarse como un egoísta perfecto, porque sin los demás ni hubiésemos sido
ni llegaríamos muy lejos. No somos ni seremos como dioses: no podemos crear ni
cosas ni valores de la nada, ni siquiera ilusiones metafísicas o sueños
funestos.
Georg Lukács afirmó que el pensador y el artista serían
responsables hasta el final de los tiempos no sólo del uso, sino también de los
abusos que de sus composiciones se hicieran. Me parece exagerado este punto de
vista. Sin embargo, a Steiner la hipérbole le parece saludable, porque el arte
ha sido muchas veces ornamento de la barbarie y la creación filosófica es,
también, una especie de arte.
Es en la bondad de la inspiración donde se decide lo más
importante. Tras la Escuela de la Sospecha, cuya inspirada bondad original no
hemos pretendido poner en duda, una ola gigantesca rompió contra el logos, contra la palabra. En su orilla
han quedado hermosas cifras de un pasado demasiado logocéntrico, tal vez
demasiado libresco y monoteísta. Sin una clara meta reguladora, el léxico y la
sintaxis se han vuelto retorcidos, vanos o mendaces. Urge reconstruir la
arquitectura de lo imaginario, reconquistando, en los logoi, en las palabras,
una segunda inocencia, una segunda niñez que nos devuelva la autoridad de un
ideal razonable.
Sinapsis, JBL |
4
‘Sequitur superbos ultor a
tergo deus’
Séneca, Hercules Furens, 385
Hilary Putnam, con la ecuanimidad que le caracteriza, ha argumentado
que si todo el pensamiento ético y filosófico, desde Sócrates, es una especie
de vana reduplicación del mundo, una "locura autocomplaciente", si
toda nuestra tradición moral y científica es hija de un nihilismo resentido o
un "columbario de metáforas fosilizadas" -por recodar la ya "fosilizada
metáfora" nietzscheana-, entonces el pensamiento que lo critica y denuncia
también lo es. Los pensadores de la sospecha, así como sus epígonos
(deterministas como Althusser, o satíricos como Foucault) atacan la noción de
racionalidad desde dentro, mediante argumentos autoinvalidantes.
Los antropólogos
relativistas han encontrado en el nihilismo metafísico, durante varias
generaciones, una aparente justificación para su propio punto de vista de que
todos los criterios culturales valen lo mismo, o sea, nada. Pero, si todos los
valores son arbitrarios, ¿por qué se oponen los antropólogos relativistas a que
la civilización occidental destruya cualquier cultura que se le antoje? Si los
principales determinantes de toda teoría son -como insinúa Foucault- la
sinrazón y el poder egoísta, entonces esta misma teoría que satiriza los
ideales morales es narcisismo y sinrazón, o "racionalización" de
frustraciones y resentimientos, o sublimación de complejos y represiones.
La conclusión de Putnam
es que todo relativismo consecuente debería considerar sus proferencias como
meras expresiones emotivas: «Si todo
"argumento racional" fuera una mera racionalización, entonces no sólo
no tendría sentido intentar argumentar racionalmente en favor de cualquier
punto de vista, sino que ni siquiera tendría sentido mantener un punto de vista» (Razón,
verdad e historia, 1981, 7).
Sólo un moralista puede caer en la tentación de decirnos que tiene una moralidad "mejor" que la de toda la tradición. Pero si ese mismo moralista descalifica cínicamente toda moralidad, reduciéndola a una impostura histórica o a una genealogía miserable, entonces lo que produce es una monstruosidad tan arbitraria como insostenible. A mi juicio, el corolario de Putnam es ajustado:
«Solamente podemos tener la esperanza de producir una concepción más racional de la racionalidad o una concepción mejor de la moralidad si operamos dentro de nuestra tradición... ello de ningún modo significa que en nuestras concepciones actuales todo esté bien y todo sea razonable.»
Por eso, estamos
obligados a revisar interminablemente nuestra idea de lo bueno, a la luz de
nuestros nuevos conocimientos y según cambia nuestra cosmovisión. No es
presumible que un diálogo filosófico que combine el sentido social con la responsabilidad
individual pueda culminar alguna vez en un fin ideal (Rorty), en una Verdad
definitiva, pero su misma práctica presupone ciertas creencias en el poder del
bien y la verdad, lo que Putnam llama "un concepto límite (Grenz-begriff)
de verdad ideal".
[1] De l’interpretation, París,
1965.
[2] Refiriéndose a Freud, escribe G. Steiner: “Este
maestro de la narración y del mito ansiaba una verificación neurofisiológica
que nunca se produjo” (Gramáticas de la
creación, Siruela, 2001, pg. 280.
[3] “Nietzsche, Freud, Marx”, citada por Maurizio Ferraris en “Envejecimiento de la «escuela de la
sospecha»” (El pensamiento débil, Cátedra, Madrid, 1995).
[4] La desaparicion de la niñez,
2ª parte, cap. VI (Círculo de Lectores, Barcelona, 1988)..
[5] El meme es una unidad
de imitación, cuya evolución cultural es relativamente independiente de los
genes. Como unidades replicadoras, la vida simbólica de los memes puede
sobredeterminar la vida de los genes. El concepto de meme procede de la obra de
Richard Dawkins. Cfr. El gen egoísta,
Salvat, Barcelona, 1993. Un artículo
reciente y crítico sobre este asunto en Investigación
y ciencia, dic. 2000. “El poder de los memes”, de Susan Blackmore, con
“Contrapunto” de Lee Alan Dugatkin y otros.
[6] Cfr. Gramáticas de la creación,
Siruela, Madrid, 2001, pgs 28-29. Hay algo más valioso que la vida, incluso
anterior, como el mismo vitalista reconoce: “Nosotros amamos la vida no porque
estemos habituados a vivir, sino porque estamos habituados a amar” (Nietzsche. Así habló Zaratustra. “Del leer y el
escribir”. Las citas son de la trad. de Sánchez Pascual).
[7] Op. cit. “De la
chusma”. No conozco mejor reducción al absurdo ni más trágica caricatura de
esta actitud pseudoaristocrática que la que describe Alfred Hitchcock en La Soga (Rope, 1948), uno de sus asesinos protagonistas cita expresamente a
Nietzsche como ideólogo de la justificación estética del crimen.
Nota bene: Este artículo se publicó por primera vez en la revista ALFA de la Asociación Andaluza de Filosofía (AAfi), en su número 11 con el título de "Sospechas de la sospecha". Apenas hemos pulido aquel para este blog. Las ilustraciones son del autor.
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