lunes, 29 de noviembre de 2021

FILOSOFÍA APOTEGMÁTICA

 

Efigie de JOANNIS RUFICO CORDUBENSIS
(Wikipedia)


LOS APOTEGMAS DE RUFO

 Un tahúr ingenioso


Hacia 1547, Juan Rufo nació en la calle del tinte de Córdoba, cosa bastante lógica si se tiene en cuenta que su padre, al que no cesó de dar disgustos durante medio siglo, era un honrado tintorero. Le robó quinientos ducados para despilfarrarlos en el juego, pasión de su vida y vicio más señalado. Marchó a Salamanca y fingió que estudiaba en su universidad. Suficientemente listo para autodidacta, leyó a Virgilio en latín. Vuelve a Córdoba y por procedimientos obscuros obtiene una juradería como “Juan Gutiérrez”, lo cual le permitió estafar 600 fanegas de trigo a la ciudad de los califas, con su venta se pagó unas juergas ludopáticas en Portugal. Todavía le quedan ducados para sobornar a un desgraciado que le sustituya en la guerra contra los moriscos en las ásperas sierras granadinas e intenta además vender su cargo público sin éxito. Marcha a Madrid en compañía de una joven “más hermosa que honesta”.


En 1571 se alista en la Armada, nada menos que en la Galera Real de don Juan de Austria, y publica un borrador de la Austríada, sin que don Juan se deje impresionar mucho por ello. En Nápoles volvió a contraer deudas de juego, que papá tintorero atiende. Vende la juradería y casa en 1581 con la huérfana María Carrillo que, según el propio Rufo, se ocupaba más de ella misma que de sus hijos..., pero, ¡a saber! De Rufo uno no puede fiarse porque antes de casarse ya tuvo que indemnizar a dos doncellas con dinero paterno por incumplir la promesa de matrimonio y pasó tiempo en chirona por engañar a la hija de un escribano.

En 1584 publica la Austríada, poema épico con 24 cantos de versos heroicos (octavas reales) que comienzan con la sublevación de las Alpujarras y culminan en la batalla de Lepanto. En él se ensalza la figura guerrera de don Juan de Austria, sin embargo el poema no le hizo mucha gracia al duque. En su introducción hallamos sendos sonetos de Góngora y Cervantes, entre otros de reconocidos literatos de la época, que sí lo apreciaron. 

Retrato de don Juan de Austria
En Madrid podemos seguir la pista al autor hasta que pasa a Toledo, protegido por el Deán Pedro de Carvajal. Parece que hacia 1597 sienta cabeza y se hace cargo de la tintorería familiar. Los contemporáneos le describen como alto y enjuto, de facciones correctas, “galán suyo”, le apodaron.

 Las apotegmas


Además de la Austríada, Rufo nos dejó Las seiscientas apotegmas y otras obras en verso (Toledo, 1596) que en 2006 reeditó la fundación José Manuel Lara en su colección clásicos  andaluces, a cargo de Alberto Blecua. Apotegma es un helenismo procedente de la voz ἀπόφθεγμα, que vale por lo que también se llamó “mote”: “sentencias dichas con gracia y pocas palabras”, “dicho agudo y malicioso”. Emparenta con el dicterio latino (dicterium). De “mote” se formó en castellano “motejar”, que es poner falta a alguno. “Libros de motes” ya existían pero en nada se parecían al del cordobés. “Donaire”, “chiste”, “gracia”, “facería”…, ninguno de estos términos le sirven a Rufo, por eso castellaniza el término griego, eliminando la fi anterior a la zeta (no quita hache, como dicen algunos, porque el espíritu de la alfa griega es suave, no áspero) y acepta la trascripción latina de la zeta por th, quedando sola la te. Con el tiempo “las apotegmas” se masculinizarán.

Portada de la Austríada de Rufo
Lo peculiar del apotegma será su brevedad, sabiduría y agudeza. Son hijos del ingenio, su tema es preferentemente moral y su intención didáctica. Al contrario que el chiste, no sólo pretenden hacer reír. Deleitan pero enseñan, y son fáciles de memorizar. Ya fueron usados por los retóricos (maestros de humanidades) de la Antigüedad clásica, por Cicerón y Quintiliano, de los que se hicieron antologías en el Renacimiento. Al contrario que la fábula, el apotegma refiere más a la historia que a la poesía. Sócrates, Séneca y Plutarco (desconocido en la Edad Media occidental) son sus ídolos teóricos como intelectuales preocupados por la formación del  individuo y la síntesis de las religiones y doctrinas filosóficas.

El apotegma se convierte en un instrumento educativo privilegiado, de formación humanista: “bocados de oro”, “aurea dicta”, dichos dorados. No sólo educan en historia y moral, sino también en elocuencia. Estos pueden ser “anécdotas”[1] a la vez que signos de erudición, como los adagios o las alusiones mitológicas, pues en efecto también las anécdotas tienen un valor ejemplificador pudiendo atraer como modelos de conducta, elevándose así lo anecdótico a categoría, pero tal vez la diferencia entre apotegma y anécdota estribe en que la anécdota requiere una introducción. Así por ejemplo en el caso famoso de la frase de Diógenes a Alejandro el Grande pidiéndole que le quite el sol, hay que explicar quién era Diógenes y quién el gran Alejandro.

El apotegma pone de manifiesto con gracia la condición intelectual del discurseador. Sus colecciones fueron pasto de estudiantes: Polyanthea, Florilegii, elenco de “flores espirituales”, emparentados con los libros misceláneos de la antigüedad[2], de Ateneo, Aulo Gelio, Valerio Máximo, Plutarco…, o más modernos, como la Silva de Mejía o las Epístolas de Guevara, en las que el franciscano predicador real también saca su jugo al apotegma.

Uno no sabe bien por qué a fines del siglo XIX muere el apotegma clásico, pero sin duda esta muerte –o aletargamiento- está asociada al utilitarismo industrial, a la crisis de las humanidades y a la consideración del ocio como consumo en lugar de formación, en el sentido de conversación ilustrada y educación intelectual auxiliada por la lectura de los clásicos.

En general, cabe distinguir tres tipos básicos de apotegmas: dramático, poético y sentencioso. El dramático, como la anécdota, consta de presentación, aunque sucinta, de la escena y se remata con una pregunta y una respuesta aguda y breve. En el poético, la respuesta es en verso. El sentencioso carece de presentación; dogmatiza por medio de imágenes o comparaciones. El apotegma más puro es el dramático, pero la distinción entre unos y otros es puramente analítica, porque suelen mezclar estilo y propósito.

 

Trebejos de filosofía parda


En 1563, Juan Timoneda publica El sobremesa y Alivio de caminantes (dichos afables y sentencios) y en 1564, El buen aviso y Portacuentos. Algunos son apotegmas clásicos. Más desarrollo narrativo tienen las "graciosas marañas y delicadas invinciones" de El Patrañuelo (Valencia, 1567). Cada una de sus 22 patrañas va precedida de una moraleja en redondilla. Pero la patraña tiene poco o nada que ver, por su extensión, con el apotegma. Su lección es moral, conservadora, y su intención es más entretener que instruir.

En 1574, Melchor de Santa Cruz, publica su popular Floresta española de apotegmas. Con estos precedentes, Juan Rufo publica en 1596 Las seiscientas apotegmas (en realidad, 707). 

Habrá que esperar a 1728 para encontrar una nueva colección de apotegmas de interés, la Floresta española de Francisco Asensio, que incluye la de Santa Cruz con piezas de Rufo, cuya colección es sin duda la más original. 

Cristóbal de Villalón cierra su Scholástico (h. 1538) con dos repertorios, uno de facecías y chistes modernos; el otro, de apotegmas clásicos. Los jesuitas aprovecharon la pedagogía humanista y sus apotegmas pasan a ser materia de su enseñanza y retórica en la segunda mitad del siglo XVI, que junto con el siglo XVII será el momento de esplendor de los florilogios, que pretenden ofrecer multum in parvo et ingenio, mucho en poco y con ingenio, a base de refranes, emblemas, epigramas, aforismos y apotegmas, que pretenden servir de avisos de bien vivir[3] o “atalaya de la vida”. 

Montaigne, Mateo Alemán o Baltasar Gracián amplifican apotegmas o los glosan. También influyen en la emblemática de Saavedra y Fajardo, o en los Errores celebrados (1653) de Juan de Zabaleta, cronista de Felipe IV.

Floresta de Francisco Asensio, 1728

 Temas y recursos de la Silva

Rufo poseía unas dotes naturales para filosofar en expresión apotegmática: agudeza, gracejo, locuacidad, experiencia vital, conocimiento del idioma, veta moralizadora (conocimiento del mal[4]). 

Dedicó su obra al infante que sería proclamado Felipe III y la inicia, como era costumbre, con versos laudatorios y con el sobresaliente discurso de fray Basilio Ponce de León, pariente de Fray Luis. Se inspira en la Floresta de Santa Cruz, pero se diferencia de ella por su carácter individual, la falta de una estructura temática y la mayor presencia del apotegma moral y sentencioso. Su tema es “el universo todo”, lo que confirma la esencia filosófica, neo-estoica, de la obra.

Critica Rufo la falta de decoro, la afectación, los matrimonios desiguales, las necedades cortesanas, el desmedido sentido del honor. Defiende los trabajos mecánicos, considerados viles por entonces –y aún hoy son propios de “pringaos”-. Muchos apotegmas refieren a su pasión: el juego. Curiosamente, se muestra enemigo de la tauromaquia. Hoy nos escandaliza el poco respeto con que refiere a los defectos físicos y minusvalías, que daban materia de risa también en Quevedo, Góngora y aún en Cervantes.

Alberto Blecua (en la obra antes citada) refiere a la posible filiación erasmista de Rufo, erasmismo sin Erasmo, contra-reformista, postridentino. Para Rufo, el hombre religioso ha de ser ejemplar (“por sus obras los conoceréis”, no por sus rezos). Critica las oraciones de ciego y las procesiones por lo que ve en ellas de orientación y exterioridad vulgar. Exalta la caridad como virtud imprescindible. Muestra el cordobés actitud de fervor y reverencia por su lengua, aunque esta debe aprender del ingenio y no el ingenio de la lengua; “sutileza de ingenio” fundamenta el apotegma y lo salva de rebajarse a chiste vulgar o manido. Fue “jurado y juró de agudo”, dice de él su admirador Baltasar Gracián, que lo parangona con Marcial y Góngora.

Sus recursos estilísticos son variadísimos: imágenes, metáforas, equívocos, comparaciones, antítesis, paradojas, refranes, etimologías, metonimias, prosopopeyas… Sorprende que la Floresta de Santa Cruz se reimprimiera sin cesar hasta el siglo XVIII y la obra de Rufo cayera en el más absoluto silencio. Tal vez fuese porque los apotegmas de Santa Cruz podían atribuirse a ilustres personajes mientras los de Rufo eran “inalienables”, como dice Blecua. Gracián fue el gran descubridor del cordobés al que el aragonés cita con frecuencia inusitada en Agudeza y Arte de ingenio y hasta en El Criticón, en el cual aprovecha los apotegmas 512, 538 y 539. Este último le inspira una de sus más famosas alegorías.

Todos estos géneros, considerados menores, que ponen a prueba y desarrollan el ingenio y el conocimiento de la vida propiamente humana, diferentes del ensayo, el tratado, la epístola o la confesión, nos parecen sin embargo a nosotros valiosos no solos en los estudios de historia, lengua y literatura (filología), sino también en la transmision de la filosofía y la sabiduría humanística, e incluso esenciales en su aplicación (savoir vivre) y didáctica.

 

 Notas


[1] “Una buena anécdota debe presentar una situación crítica (es el momento en que debe tomarse una decisión) o conflictiva en algún sentido, en la que actúan dos (por lo general) o más individuos; y debe terminar con una frase ingeniosa y sorprendente que resuelva precisamente tal situación” (Javier Murcia Ortuño. De banquetes y batallas, Introducción, Madrid, Alianza 2007).

[2] Con la Silva de varia lección de Pedro Mejía (1545). Es curiosa la afinidad de estas fórmulas aforísticas de expresión filosófica con otras más recientes, de Nietzsche, Cioran, Adorno, etc.

[3] Concepción de la filosofía emparentada con su definición estoica: ‘recta vivendi ratio’.

[4] Hay muchos males necesarios que se derivan del hecho de estar vivos, más acá de la ética y de la religión. Una “ciencia naturalizada del bien y del mal”, como la que ofrece Javier Echeverría, explica cómo bienes y males se presentan emparejados (como el bien de poder ver, al mal de perder la vista) y cómo los males son anteriores a los bienes, garantizados por un medio natural o social hostil y por la necesidad…, mientras los bienes hay que lograrlos con esfuerzo. La asimetría del bien y el mal es a favor del mal, pues la estabilidad de los bienes nunca está garantizada e incluso el exceso de bienes produce males (Javier Echeverría. Ciencia del bien y el mal, Barcelona, Herder 2007).

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