Efigie de JOANNIS RUFICO CORDUBENSIS (Wikipedia) |
LOS APOTEGMAS DE RUFO
Hacia 1547, Juan Rufo nació en la calle del tinte de Córdoba,
cosa bastante lógica si se tiene en cuenta que su padre, al que no cesó de dar
disgustos durante medio siglo, era un honrado tintorero. Le robó quinientos ducados para
despilfarrarlos en el juego, pasión de su vida y vicio más señalado. Marchó a
Salamanca y fingió que estudiaba en su universidad. Suficientemente listo para autodidacta, leyó a Virgilio en latín. Vuelve a Córdoba y por procedimientos
obscuros obtiene una juradería como “Juan Gutiérrez”, lo cual le permitió
estafar 600 fanegas de trigo a la ciudad de los califas, con su venta se pagó unas
juergas ludopáticas en Portugal. Todavía le quedan ducados para sobornar a un
desgraciado que le sustituya en la guerra contra los moriscos en las ásperas sierras
granadinas e intenta además vender su cargo público sin éxito. Marcha a Madrid en
compañía de una joven “más hermosa que honesta”.
En 1571 se alista en la Armada, nada menos que en la Galera Real de don
Juan de Austria, y publica un borrador de la Austríada,
sin que don Juan se deje impresionar mucho por ello. En Nápoles volvió a
contraer deudas de juego, que papá tintorero atiende. Vende la juradería y casa en 1581
con la huérfana María Carrillo que, según el propio Rufo, se ocupaba más de
ella misma que de sus hijos..., pero, ¡a saber! De Rufo uno no puede fiarse porque
antes de casarse ya tuvo que indemnizar a dos doncellas con dinero paterno por incumplir
la promesa de matrimonio y pasó tiempo en chirona por engañar a la hija de un
escribano.
En 1584 publica la Austríada, poema épico con 24 cantos de versos heroicos (octavas reales) que comienzan con la sublevación de las Alpujarras y culminan en la batalla de Lepanto. En él se ensalza la figura guerrera de don Juan de Austria, sin embargo el poema no le hizo mucha gracia al duque. En su introducción hallamos sendos sonetos de Góngora y Cervantes, entre otros de reconocidos literatos de la época, que sí lo apreciaron.
Retrato de don Juan de Austria |
Además de la Austríada, Rufo nos dejó Las seiscientas apotegmas y otras obras en verso (Toledo, 1596) que
en 2006 reeditó la fundación José Manuel Lara en su colección clásicos andaluces, a cargo de Alberto Blecua.
Apotegma es un helenismo procedente de la voz ἀπόφθεγμα, que vale por lo que
también se llamó “mote”: “sentencias dichas con gracia y pocas palabras”, “dicho
agudo y malicioso”. Emparenta con el dicterio latino (dicterium). De “mote” se formó en castellano “motejar”, que es
poner falta a alguno. “Libros de motes” ya existían pero en nada se parecían al
del cordobés. “Donaire”, “chiste”, “gracia”, “facería”…, ninguno de estos
términos le sirven a Rufo, por eso castellaniza el término griego, eliminando
la fi anterior a la zeta (no quita hache, como dicen algunos, porque el
espíritu de la alfa griega es suave, no áspero) y acepta la trascripción latina
de la zeta por th, quedando sola la te. Con el tiempo “las apotegmas” se
masculinizarán.
Portada de la Austríada de Rufo |
El apotegma se convierte en un instrumento educativo
privilegiado, de formación humanista: “bocados de oro”, “aurea dicta”, dichos
dorados. No sólo educan en historia y moral, sino también en elocuencia. Estos pueden
ser “anécdotas”[1] a la vez
que signos de erudición, como los adagios o las alusiones mitológicas, pues en
efecto también las anécdotas tienen un valor ejemplificador pudiendo atraer
como modelos de conducta, elevándose así lo anecdótico a categoría, pero tal
vez la diferencia entre apotegma y anécdota estribe en que la anécdota requiere
una introducción. Así por ejemplo en el caso famoso de la frase de Diógenes a
Alejandro el Grande pidiéndole que le quite el sol, hay que explicar quién era
Diógenes y quién el gran Alejandro.
El apotegma pone de manifiesto con gracia la condición
intelectual del discurseador. Sus colecciones fueron pasto de estudiantes: Polyanthea, Florilegii, elenco de “flores espirituales”, emparentados con los
libros misceláneos de la antigüedad[2],
de Ateneo, Aulo Gelio, Valerio Máximo, Plutarco…, o más modernos, como la Silva de Mejía o las Epístolas de Guevara, en las que el
franciscano predicador real también saca su jugo al apotegma.
Uno no sabe bien por qué a fines del siglo XIX muere el
apotegma clásico, pero sin duda esta muerte –o aletargamiento- está asociada al
utilitarismo industrial, a la crisis de las humanidades y a la consideración
del ocio como consumo en lugar de formación, en el sentido de conversación
ilustrada y educación intelectual auxiliada por la lectura de los clásicos.
En general, cabe distinguir tres tipos básicos de apotegmas:
dramático, poético y sentencioso. El dramático, como la anécdota, consta de
presentación, aunque sucinta, de la escena y se remata con una pregunta y una
respuesta aguda y breve. En el poético, la respuesta es en verso. El sentencioso
carece de presentación; dogmatiza por medio de imágenes o comparaciones. El apotegma
más puro es el dramático, pero la distinción entre unos y otros es puramente
analítica, porque suelen mezclar estilo y propósito.
Trebejos de filosofía
parda
En 1563, Juan Timoneda publica El sobremesa y Alivio de caminantes (dichos afables y sentencios) y en 1564, El buen aviso y Portacuentos. Algunos son apotegmas clásicos. Más desarrollo narrativo tienen las "graciosas marañas y delicadas invinciones" de El Patrañuelo (Valencia, 1567). Cada una de sus 22 patrañas va precedida de una moraleja en redondilla. Pero la patraña tiene poco o nada que ver, por su extensión, con el apotegma. Su lección es moral, conservadora, y su intención es más entretener que instruir.
En 1574, Melchor de Santa Cruz, publica su popular Floresta española de apotegmas. Con estos precedentes, Juan Rufo publica en 1596 Las seiscientas apotegmas (en realidad, 707).
Habrá que esperar a 1728 para encontrar una nueva colección de apotegmas de interés, la Floresta española de Francisco Asensio, que incluye la de Santa Cruz con piezas de Rufo, cuya colección es sin duda la más original.
Cristóbal de Villalón cierra su Scholástico (h. 1538) con dos repertorios, uno de facecías y chistes modernos; el otro, de apotegmas clásicos. Los jesuitas aprovecharon la pedagogía humanista y sus apotegmas pasan a ser materia de su enseñanza y retórica en la segunda mitad del siglo XVI, que junto con el siglo XVII será el momento de esplendor de los florilogios, que pretenden ofrecer multum in parvo et ingenio, mucho en poco y con ingenio, a base de refranes, emblemas, epigramas, aforismos y apotegmas, que pretenden servir de avisos de bien vivir[3] o “atalaya de la vida”.
Montaigne, Mateo Alemán o Baltasar Gracián amplifican apotegmas
o los glosan. También influyen en la emblemática de Saavedra y Fajardo, o en
los Errores celebrados (1653) de Juan
de Zabaleta, cronista de Felipe IV.
Floresta de Francisco Asensio, 1728 |
Rufo poseía unas dotes naturales para filosofar en expresión apotegmática: agudeza, gracejo, locuacidad, experiencia vital, conocimiento del idioma, veta moralizadora (conocimiento del mal[4]).
Dedicó su obra al infante que sería proclamado Felipe III y la inicia, como era costumbre, con
versos laudatorios y con el sobresaliente discurso de fray Basilio Ponce de
León, pariente de Fray Luis. Se inspira en la Floresta de Santa Cruz, pero se diferencia de ella por su carácter
individual, la falta de una estructura temática y la mayor presencia del
apotegma moral y sentencioso. Su tema es “el universo todo”, lo que confirma la
esencia filosófica, neo-estoica, de la obra.
Critica Rufo la falta de decoro, la afectación, los
matrimonios desiguales, las necedades cortesanas, el desmedido sentido del
honor. Defiende los trabajos mecánicos, considerados viles por entonces –y aún
hoy son propios de “pringaos”-. Muchos apotegmas refieren a su pasión: el
juego. Curiosamente, se muestra enemigo de la tauromaquia. Hoy nos escandaliza
el poco respeto con que refiere a los defectos físicos y minusvalías, que daban
materia de risa también en Quevedo, Góngora y aún en Cervantes.
Alberto Blecua (en la obra antes citada) refiere a la
posible filiación erasmista de Rufo, erasmismo sin Erasmo, contra-reformista,
postridentino. Para Rufo, el hombre religioso ha de ser ejemplar (“por sus
obras los conoceréis”, no por sus rezos). Critica las oraciones de ciego y las
procesiones por lo que ve en ellas de orientación y exterioridad vulgar. Exalta
la caridad como virtud imprescindible. Muestra el cordobés actitud de fervor y
reverencia por su lengua, aunque esta debe aprender del ingenio y no el ingenio
de la lengua; “sutileza de ingenio” fundamenta el apotegma y lo salva de
rebajarse a chiste vulgar o manido. Fue “jurado y juró de agudo”, dice de él su
admirador Baltasar Gracián, que lo parangona con Marcial y Góngora.
Sus recursos estilísticos son variadísimos: imágenes,
metáforas, equívocos, comparaciones, antítesis, paradojas, refranes,
etimologías, metonimias, prosopopeyas… Sorprende que la Floresta de Santa Cruz
se reimprimiera sin cesar hasta el siglo XVIII y la obra de Rufo cayera en el
más absoluto silencio. Tal vez fuese porque los apotegmas de Santa Cruz podían
atribuirse a ilustres personajes mientras los de Rufo eran “inalienables”, como
dice Blecua. Gracián fue el gran descubridor del cordobés al que el aragonés cita con
frecuencia inusitada en Agudeza y Arte de ingenio y hasta en El Criticón, en el
cual aprovecha los apotegmas 512, 538 y 539. Este último le inspira una de sus
más famosas alegorías.
Todos estos géneros, considerados menores, que ponen a prueba y desarrollan el ingenio y el conocimiento de la vida propiamente humana, diferentes del ensayo, el tratado, la epístola o la confesión, nos parecen sin embargo a nosotros valiosos no solos en los estudios de historia, lengua y literatura (filología), sino también en la transmision de la filosofía y la sabiduría humanística, e incluso esenciales en su aplicación (savoir vivre) y didáctica.
[1] “Una
buena anécdota debe presentar una situación crítica (es el momento en que debe
tomarse una decisión) o conflictiva en algún sentido, en la que actúan dos (por
lo general) o más individuos; y debe terminar con una frase ingeniosa y
sorprendente que resuelva precisamente tal situación” (Javier Murcia Ortuño. De banquetes y batallas, Introducción,
Madrid, Alianza 2007).
[2] Con la Silva de varia lección de Pedro Mejía
(1545). Es curiosa la afinidad de estas fórmulas aforísticas de expresión
filosófica con otras más recientes, de Nietzsche, Cioran, Adorno, etc.
[3]
Concepción de la filosofía emparentada con su definición estoica: ‘recta vivendi ratio’.
[4] Hay
muchos males necesarios que se derivan del hecho de estar vivos, más acá de la
ética y de la religión. Una “ciencia naturalizada del bien y del mal”, como la
que ofrece Javier Echeverría, explica cómo bienes y males se presentan
emparejados (como el bien de poder ver, al mal de perder la vista) y cómo los
males son anteriores a los bienes, garantizados por un medio natural o social
hostil y por la necesidad…, mientras los bienes hay que lograrlos con esfuerzo.
La asimetría del bien y el mal es a favor del mal, pues la estabilidad de los
bienes nunca está garantizada e incluso el exceso de bienes produce males
(Javier Echeverría. Ciencia del bien y el
mal, Barcelona, Herder 2007).
No hay comentarios:
Publicar un comentario