viernes, 1 de marzo de 2013

El Cogito y su Otro


En su base, el racionalismo cartesiano no es un intelectualismo, sino un voluntarismo. La duda cartesiana es un acto de voluntad. “Decidí poner en duda”, afirma Descartes. Desde el principio, el Cogito lleva implícita una pretensión de fundamento último en la libertad y autonomía de la razón que lo piensa y propone como verdad cierta. Ese pensar dubitativo es una verdad primera o una ilusión decisiva; en cualquier caso, una creación memorable.

El mismo Descartes reconocería el carácter hiperbólico, retórico, de su duda. Su dramatización más  barroca es la del Genio Maligno, ese gran embustero. Pero, ¿quién conduce la duda? Ricoeur se pregunta en el prólogo de Sí mismo como otro por ese “je” del “je pense”, mientras abre la cuestión de la ipseidad. Desligado de referencias espacio-temporales, incorpóreo, ¿quién es? El “yo” que conduce la duda y que se hace reflexivo en el Cogito es tan metafísico e hiperbólico como la misma duda lo es respecto a todos sus contenidos. En verdad, no es nadie.

Pero, para Ricoeur, ese quién de la duda no carece de “algún otro”, ha salido de las condiciones de interlocución del diálogo, de las condiciones autobiográficas de confrontación con filosofías obsoletas y contradictorias, las de la escolástica cristiana. Expresa con obstinación una voluntad de certeza y de verdad. Nada habrá sido jamás hasta que el sujeto halle una cosa que sea cierta y verdadera… Que para dudar es preciso existir. Si me engaño, es que soy. ‘Si fallor, sum’ –escribió San Agustín-. Pero el númida no ponía para nada en duda la verdad de las sensaciones, al contrario que su colega francés, doce siglos y pico después. Por supuesto, ese "soy" tiene un valor existencial, absoluto, para ambos autores.


¿Quién piensa, quién existe? Yo que sé con certeza que soy, no sé con claridad qué o quién soy. Descartes –contra su propia prevención- se apresura: soy un espíritu, un entendimiento o una razón. Sin embargo, ha sido la voluntad que duda y piensa la que descubre o inventa esa segunda naturaleza del sí mismo. Pero esa mismidad ahistórica se epistemologiza al volverse entendimiento, aunque preserve la variedad íntima del acto de pensar, pues es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere o que no quiere, que también imagina o siente. “Pensar” es aquí un verbo con un sentido muy lato, muy equívoco. Y sin embargo este “yo”, a pesar de la diversidad de sus operaciones es instantáneo, escapa al cambio del tiempo.

El yo cartesiano es una mismidad ahistórica, un yo sin anclajes. Descartes le llama “alma”, conservando el vocabulario sustancialista de la escolástica con la que cree haber roto.

Al ser la duda voluntaria y libre contiene ya esta verdad del sujeto a la que nada precede: “yo existo pensando”. No obstante, esta certeza puramente subjetiva no destrona al Genio Maligno, según la objeción propuesta por Martial Gueroult, en cuanto a saber si tal certeza, la del Cogito, tiene un valor objetivo… Por tanto, “sólo la demostración de Dios permitirá resolver la cuestión”, pues la misma ciencia no tiene validez más que en el interior de ese yo encerrado en sí mismo. El Cogito será así sobrepasado por la idea de infinito o de perfección, inconmensurable con su condición de ser finito.

Esta demostración (v. Tercera meditación) invierte el orden del descubrimiento (ordo cognoscendi) del yo a Dios, después a las esencias matemáticas, luego a las cosas sensibles y a los cuerpos…; y lo trastoca en beneficio de otro orden (ordo essendi), según el cual Dios, simple eslabón en el primer orden entre el pensamiento y la extensión, se convierte en el primer anillo de la cadena existencial y veritativa. La Tercera meditación coloca la certeza del Cogito en posición subordinada con respecto a la veracidad divina, primera en el orden sintético o de la verdad de la cosa.

Para Ricoeur, la idea de mí mismo aparece profundamente transformada por el solo hecho del reconocimiento de ese Otro que causa la presencia en mí de su propia representación (la idea innata de infinitud y perfección):

“De alguna forma tengo en mí antes la noción de infinito que del finito, es decir, de Dios antes que de mí mismo” (Descartes, Tercera meditación).

Por lo tanto, Dios o la ratio essendi de mí mismo también acaba siendo la ratio cognoscendi de mí mismo, en tanto que soy un ser menesteroso e imperfecto, un Sísifo –metaforiza Ricoeur- condenado a subir constantemente la roca de su certeza por la empinada cuesta de la duda, pues la imperfección, expresada en la duda, sólo se puede conocer a la luz de la Idea de Perfección.

Todo esto es muy agustinista, muy iluminista. Dios confiere a la certeza de mí mismo la permanencia que no tiene por sí misma. Eliminada la idea de Dios, sólo quedará esa corriente de consciencia a la que Hume se referirá como un escenario o teatro asociacionista de impresiones e ideas. Al final, sólo quedará la seguridad deíctica del yo cuando señalo mi cuerpo.

A mi juicio, Ricoeur acierta al aludir al verdadero supuesto de toda esta argumentación metafísica, cartesiana, que es la idea de Creación. “Como la idea de mí mismo [la idea de Dios] nació y se produjo conmigo puesto que he sido creado” (Segunda meditación). O sea, que la idea de Dios está en mí como el sello del demiurgo sobre su artefacto, sello que garantiza, por otra parte, la semejanza entre el Creador y la criatura, la realidad del Primero, la filiación de esta última. “Yo concibo esta semejanza (…) gracias a la misma facultad por la que me concibo a mí mismo”.

Así se confunde –explica Ricoeur-, en la intimidad del pensamiento -añado-, la idea de mí mismo y la idea de Dios. “En el hombre interior habita la Verdad”, que decía San Agustín. La conclusión de la argumentación metafísica (la existencia de un Dios perfecto) regresa proyectivamente sobre la premisa del yo dudo o yo pienso, como un bucle, eliminando así la hipótesis insidiosa e hiperbólica del Genio Maligno. El Otro verdaderamente existente y enteramente verídico ha ocupado el lugar del Gran Engañador. Ergo no me equivoco cuando sumo números, mido extensiones, peso masas, analizo y recompongo mecanismos...

Queda por dilucidar si no se trata de un “gigantesco círculo vicioso” (en expresión de Ricoeur). O bien el Cogito es fundamento, pero resulta estéril al no tener continuidad en el orden de las razones; o bien es la Idea de lo perfecto la que lo fundamenta como ser finito, perdiendo entonces el Cogito el valor de fundamento, a favor de lo infinito en mí.

Spinoza se dará cuenta de este dilema y extraerá una consecuencia coherente, otorgando sólo a la sustancia infinita, a Dios, el valor de fundamento. La supuesta –por Descartes- esencia pensante del hombre ya no incluye su existencia necesaria.

Para evitar caer en el idealismo subjetivista o dogmático, Kant despojará al “yo pienso” de toda resonancia psicológica o autobiográfica, dejándole en la raspa de un sujeto trascendental, ese que impone sus condiciones de presentación y representación a fenómenos y objetos.

El ataque de Nietzsche contra el Cogito se basará en su perspicacia para denunciar estrategias retóricas ocultas en el lenguaje filosófico, y en todo lenguaje. Pero a su ataque al sujeto o al sí mismo hay que aplicarle su propia medicina, pues la crítica nietzscheana no escapa a la interpretación retórica que merece toda filosofía. Si la duda de Descartes procede de la supuesta y muy barroca indistinción entre sueño y vigilia, la de Nietzsche procede de la más exagerada aún indistinción entre mentira y verdad.
Un joven Paul Ricoeur

Ricoeur, mediante su método de “atestación”, que combina análisis y reflexión, define el modo “alethico” o veritativo de certeza a que puede aspirar una hermenéutica de la identidad personal, una dialéctica de la identidad-idem y de la identidad-ipse que no renuncie a la pregunta “¿quién soy?” (quién habla, actúa, describe, narra, prescribe…), o la sustituya por la pregunta “¿qué soy?” o “¿por qué soy?”. Su estudio aspira a esquivar la sospecha (lo contrario de la atestación) y a prestar confianza, la confianza de un "yo creo" bien fundado.

Entre la exaltación epistémica del Cogito y su humillación por parte de Nietzsche, “la atestación parece exigir menos que la primera y más que la segunda”. De este modo, la hermenéutica del “sí mismo como otro” aspira a mantenerse a igual distancia del Cogito exaltado por Descartes que del Cogito despojado por Nietzsche. 

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