En su base, el racionalismo cartesiano no es un intelectualismo, sino un
voluntarismo. La duda cartesiana es un acto de voluntad. “Decidí poner en duda”,
afirma Descartes. Desde el principio, el Cogito lleva implícita una pretensión
de fundamento último en la libertad y autonomía de la razón que lo piensa y
propone como verdad cierta. Ese pensar dubitativo es una verdad primera o una
ilusión decisiva; en cualquier caso, una creación memorable.
El mismo Descartes reconocería el carácter hiperbólico,
retórico, de su duda. Su dramatización más barroca es la del Genio Maligno, ese gran embustero. Pero, ¿quién conduce la duda? Ricoeur se pregunta
en el prólogo de Sí mismo como otro
por ese “je” del “je pense”, mientras abre la cuestión de la ipseidad.
Desligado de referencias espacio-temporales, incorpóreo, ¿quién es? El “yo” que
conduce la duda y que se hace reflexivo en el Cogito es tan metafísico e
hiperbólico como la misma duda lo es respecto a todos sus contenidos. En
verdad, no es nadie.
Pero, para Ricoeur, ese quién de la duda no carece de “algún
otro”, ha salido de las condiciones de interlocución del diálogo, de las condiciones autobiográficas de confrontación con filosofías obsoletas y contradictorias, las de la escolástica cristiana. Expresa con obstinación
una voluntad de certeza y de verdad. Nada habrá sido jamás hasta que el sujeto
halle una cosa que sea cierta y verdadera… Que para dudar es preciso existir.
Si me engaño, es que soy. ‘Si fallor, sum’ –escribió San Agustín-. Pero el
númida no ponía para nada en duda la verdad de las sensaciones, al contrario que su colega francés, doce siglos y pico después. Por supuesto,
ese "soy" tiene un valor existencial, absoluto, para ambos autores.
¿Quién piensa, quién existe? Yo que sé con certeza que soy,
no sé con claridad qué o quién soy. Descartes –contra su propia prevención- se
apresura: soy un espíritu, un entendimiento o una razón. Sin embargo, ha sido
la voluntad que duda y piensa la que descubre o inventa esa segunda naturaleza del sí
mismo. Pero esa mismidad ahistórica se epistemologiza al volverse entendimiento,
aunque preserve la variedad íntima del acto de pensar, pues es una cosa que
duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere o que no quiere, que
también imagina o siente. “Pensar” es aquí un verbo con un sentido muy lato, muy equívoco. Y
sin embargo este “yo”, a pesar de la diversidad de sus operaciones es
instantáneo, escapa al cambio del tiempo.
El yo cartesiano es una mismidad ahistórica, un yo sin
anclajes. Descartes le llama “alma”, conservando el vocabulario sustancialista
de la escolástica con la que cree haber roto.
Al ser la duda voluntaria y libre contiene ya esta verdad
del sujeto a la que nada precede: “yo existo pensando”. No obstante, esta
certeza puramente subjetiva no destrona al Genio Maligno, según la objeción
propuesta por Martial Gueroult, en cuanto a saber si tal certeza, la del
Cogito, tiene un valor objetivo… Por tanto, “sólo la demostración de Dios
permitirá resolver la cuestión”, pues la misma ciencia no tiene validez más que
en el interior de ese yo encerrado en sí mismo. El Cogito será así sobrepasado
por la idea de infinito o de perfección, inconmensurable con su condición de ser
finito.
Esta demostración (v. Tercera meditación) invierte el orden
del descubrimiento (ordo cognoscendi) del yo a Dios, después a las esencias
matemáticas, luego a las cosas sensibles y a los cuerpos…; y lo trastoca en
beneficio de otro orden (ordo essendi), según el cual Dios, simple eslabón en
el primer orden entre el pensamiento y la extensión, se convierte en el primer
anillo de la cadena existencial y veritativa. La Tercera meditación coloca la certeza del Cogito en posición subordinada
con respecto a la veracidad divina, primera en el orden sintético o de la
verdad de la cosa.
Para Ricoeur, la idea de mí mismo aparece profundamente
transformada por el solo hecho del reconocimiento de ese Otro que causa la
presencia en mí de su propia representación (la idea innata de infinitud y
perfección):
“De alguna forma tengo en mí antes la noción de infinito que del finito, es decir, de Dios antes que de mí mismo” (Descartes, Tercera meditación).
Por lo tanto, Dios o la ratio
essendi de mí mismo también acaba siendo la ratio cognoscendi de mí mismo, en tanto que soy un ser menesteroso
e imperfecto, un Sísifo –metaforiza Ricoeur- condenado a subir constantemente
la roca de su certeza por la empinada cuesta de la duda, pues la imperfección,
expresada en la duda, sólo se puede conocer a la luz de la Idea de Perfección.
Todo esto es muy agustinista, muy iluminista. Dios confiere
a la certeza de mí mismo la permanencia que no tiene por sí misma. Eliminada la
idea de Dios, sólo quedará esa corriente de consciencia a la que Hume se
referirá como un escenario o teatro asociacionista de impresiones e ideas. Al final, sólo quedará la seguridad deíctica del yo cuando señalo mi cuerpo.
A mi juicio, Ricoeur acierta al aludir al verdadero supuesto
de toda esta argumentación metafísica, cartesiana, que es la idea de Creación. “Como
la idea de mí mismo [la idea de Dios] nació y se produjo conmigo puesto que he
sido creado” (Segunda meditación). O sea, que la idea de Dios está en mí como
el sello del demiurgo sobre su artefacto, sello que garantiza, por otra parte, la
semejanza entre el Creador y la criatura, la realidad del Primero, la filiación de esta última. “Yo concibo esta semejanza (…)
gracias a la misma facultad por la que me concibo a mí mismo”.
Así se confunde –explica Ricoeur-, en la intimidad del
pensamiento -añado-, la idea de mí mismo y la idea de Dios. “En el hombre interior
habita la Verdad”, que decía San Agustín. La conclusión de la argumentación
metafísica (la existencia de un Dios perfecto) regresa proyectivamente sobre la
premisa del yo dudo o yo pienso, como un bucle, eliminando así la hipótesis
insidiosa e hiperbólica del Genio Maligno. El Otro verdaderamente existente y
enteramente verídico ha ocupado el lugar del Gran Engañador. Ergo no me equivoco cuando sumo números, mido extensiones, peso masas, analizo y recompongo mecanismos...
Queda por dilucidar si no se trata de un “gigantesco círculo
vicioso” (en expresión de Ricoeur). O bien el Cogito es fundamento, pero
resulta estéril al no tener continuidad en el orden de las razones; o bien es
la Idea de lo perfecto la que lo fundamenta como ser finito, perdiendo entonces
el Cogito el valor de fundamento, a favor de lo infinito en mí.
Spinoza se dará cuenta de este dilema y extraerá una
consecuencia coherente, otorgando sólo a la sustancia infinita, a Dios, el valor de
fundamento. La supuesta –por Descartes- esencia pensante del hombre ya no incluye su existencia necesaria.
Para evitar caer en el idealismo subjetivista o dogmático,
Kant despojará al “yo pienso” de toda resonancia psicológica o autobiográfica,
dejándole en la raspa de un sujeto trascendental, ese que impone sus
condiciones de presentación y representación a fenómenos y objetos.
El ataque de Nietzsche contra el Cogito se basará en su
perspicacia para denunciar estrategias retóricas ocultas en el lenguaje filosófico, y en todo lenguaje. Pero a
su ataque al sujeto o al sí mismo hay que aplicarle su propia medicina, pues la crítica nietzscheana no
escapa a la interpretación retórica que merece toda filosofía. Si la duda de
Descartes procede de la supuesta y muy barroca indistinción entre sueño y
vigilia, la de Nietzsche procede de la más exagerada aún indistinción entre
mentira y verdad.
Un joven Paul Ricoeur |
Ricoeur, mediante su método de “atestación”, que combina
análisis y reflexión, define el modo “alethico” o veritativo de certeza a que
puede aspirar una hermenéutica de la identidad personal, una dialéctica de la
identidad-idem y de la identidad-ipse que no renuncie a la pregunta “¿quién
soy?” (quién habla, actúa, describe, narra, prescribe…), o la sustituya por la
pregunta “¿qué soy?” o “¿por qué soy?”. Su estudio aspira a esquivar la sospecha (lo contrario de la atestación) y a prestar confianza, la confianza de un "yo creo" bien fundado.
Entre la exaltación epistémica del Cogito y su humillación
por parte de Nietzsche, “la atestación parece exigir menos que la primera y más
que la segunda”. De este modo, la hermenéutica del “sí mismo como otro” aspira
a mantenerse a igual distancia del Cogito exaltado por Descartes que del Cogito
despojado por Nietzsche.
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