El emperador estoico Marco Aurelio |
Situémonos. Al brillante siglo de Augusto (27 a.C. 14 d.C.)
siguen las revoluciones de palacio y los asesinatos que imponen una atmósfera
de terror. Séneca (4-65), filósofo de la Nueva Estoa o del Estoicismo tardío (según se mire), es acusado de conspiración.
Nerón, que había sido su pupilo, manda su sacrificio y el filósofo se desangra junto a una estufa.
En el año 93, Domiciano, que persiguió con saña a los cristianos, también hizo
que el Senado resolviera la expulsión de los filósofos y los matemáticos, por
considerarlos subversivos. Los intelectuales que no adulan al poder son
molestados o exiliados, cuando el ejercicio del poder se vuelve depravado y arbitrario.
Pero con los Antoninos: Trajano, Adriano y, sobre todo, con
Antonino Pío, ese santo pagano, la cosa cambia. En el siglo II el clima
intelectual mejora en Roma. El estoicismo podrá encarnarse por última vez en la extraña
figura de un emperador filósofo: Marco Aurelio (121-180). La escuela fundada hacia el 300 a.C. por Zenón de Citio había permitido a un
esclavo liberto, Epícteto (55-135) justificar una vida miserable, y permite ahora al dueño del mundo un
interiorismo meditabundo en medio de la amenaza sin fin de la barbarie.
Marco Aurelio perdió a su padre, Marco Annio Verio, con diez
años. Fue educado por su madre, austera y culta, y por su abuelo paterno, de
quien dice en sus Meditaciones[1]
haber aprendido el buen carácter y la serenidad. A los ocho años fue instruido
por los sacerdotes salios, pero muy pronto se interesó por la filosofía. A los
doce ya viste el manto estoico y adopta un estilo sobrio de vida. En el libro I
de sus Meditaciones menciona
agradecido a Rústico, quien le indujo a leer a Epícteto, y a otros maestros como el retórico Frontón, con el que mantuvo correspondencia y profunda
amistad. Adriano, jugando con el nombre familiar de su padre, Vero, le llamó de
chico Verissimus, en honor a la franqueza de Marco Aurelio adolecente. Su bisabuelo Annio Vero vino a Roma como pretor de la Bética
en tiempos de Vespasiano.
Se casó con Faustina, hija de Antonino, a quien describe
como obediente, cariñosa y sencilla. En 16,1 con la muerte de su tío político,
padre adoptivo y suegro, se convirtió en emperador, asociando al trono a su
hermano adoptivo Lucio Vero y, más tarde, a su hijo, el nefasto Cómodo. Marco
Aurelio declara sin reservas su admiración por su antecesor en el trono, Antonino, sobre
todo por su sentido de la ecuanimidad, y le dedica el capítulo más largo y
detallado de sus recuerdos (I, 16).
Marco Aurelio tuvo que apechugar con hambrunas, pestes, catástrofes y
guerras, y lo hizo siempre con entereza. Los partos invadieron Armenia y en Oriente
estalló una guerra que duró hasta el 166. Después, la amenaza de los germanos.
Marco Aurelio escribirá sus notas bajo la tienda de campaña, en griego, una
especie de diario íntimo y metafísico, mientras comparte el rancho con sus
soldados. Profundiza en el sentido del deber, presiente la inminencia de la
muerte, reflexiona sobre la fugacidad de la vida, desde una melancólica y
cosmopolita generosidad humanista.
El último emperador de la Edad de Oro del imperio desconfiaba
de las utopías, pero actuó como legislador a favor de los más débiles,
mejorando la condición de esclavos, mujeres y niños y la organización de los
servicios públicos. Como dijo el historiador Herodiano, Marco Aurelio dio fe de
su filosofía no con palabras ni con afirmaciones teóricas, sino con su carácter
digno y su virtuosa conducta.
Alma-Tadema. Fidias enseñando los frisos del Partenón |
Walter Pater, en su novela filosófica Mario el epicúreo, nos lo pinta tolerante con todos los credos,
piadoso respecto a todos los dioses. En aquella Age of Anxiety (Dodds) o “época de angustia”, el emperador, como
sumo pontífice, invocó incluso a las divinidades extranjeras mediante
sangrientos sacrificios, en una Roma donde la mitad de los días del año eran
fiestas y donde corrían supersticiones sobre la inminente conflagración del mundo,
cuando el fuego descendiere del cielo y acabare con todas las cosas.
Tras cincuenta años de paz, la guerra volvía como un mal
sueño, amenazando casi el suelo romano. ¿Cedería la frágil persona de Marco
Aurelio ante las duras pruebas de la vida militar? Las legiones avanzaban con
pesimismo, aunque el nombre del emperador seguía ejerciendo un poder mágico
sobre las naciones. Apenas llegado a Aquilea, ya se presentó una delegación
bárbara para pedir la paz.
Richard Harris como Marco Aurelio en Gladiator de Ridley Scott |
Según Pater, Marco Aurelio combinaba al más celoso de los
filósofos con el más devoto de los politeístas, anticipando así el método por
el que la Iglesia Católica añadirá el culto a los santos en su veneración al
único Ser Divino. La propia filosofía asumirá en él un carácter religioso,
interiorista (Deus un nobis) y rigorista, como en Kant. “¡Dignifícate tomando como ornamentos la modestia y
la simplicidad!”.
Para este estoico elegante, las maneras formaban parte
esencial de la moral. Un perfil de abstracción ensimismada daba a su persona un
aire de irreprochabilidad. El acto más pequeño de la vida podía convertirse en
ritual. No había altanería en Marco Aurelio. Ningún elemento de la humanidad
podía serle ajeno. Puede que de este estoico imperial descienda –al menos en
parte- el eremita de la Edad Media, apartado de la vanidad del mundo,
reconocedor de que estamos hechos del material de los sueños... El imperativo aureliano de acuerdo con Pater: "Vivir cerca del genio divino que hay dentro de ti, y servirle dignamente".
Ansia de eternidad desde la fatigosa atención a la carne y
las largas marchas del intelecto. Aunque esa eternidad no sea más que la del
olvido, al menos descansaremos del golpeteo de las imágenes y del empuje de los
morbos, de las pasiones. Aprender a retirarse a esa intimidad calma y serena donde reposan los auténticos bienes del espíritu, con buena voluntad, tal es el
menester de la filosofía.
Aunque no permitió que se le dedicaran altares, la imagen de
su Genius –espiritualidad o doble celestial- se colocaba entre los príncipes
deificados del pasado. Su casa fue singularmente modesta, vendió las riquezas acumuladas
por los emperadores para costear las campañas contra los bárbaros: marcomanos, sármatas, yáziges, combates interminables en dos largos
periodos (de 169 a 175 y de 177 a 180). La dignidad palaciega se dejaba sentir
en el sentido del orden y la ausencia de todo lo que fuera casual, vulgar o
incómodo.
Tras la malograda insurrección en Oriente de Avidio Casio,
en 175, perdona a los conjurados y silencia los nombres de los comprometidos en
el complot. Visita Antioquía, Alejandría y Tarso. En 176 funda cuatro cátedras
de filosofía en Atenas, una para cada una de las cuatro grandes escuelas: la
platónica, la aristotélica, la epicúrea y la estoica. Aprovecha el viaje y se inicia en los
misterios de Eleusis. La muerte de su mujer, en ese mismo año, durante el viaje de
vuelta de Oriente, le causó una pena difícil de medir, Faustina había sido compañera desde su
adolescencia y madre de trece hijos, de los que sólo la calamidad de Cómodo y
cuatro hijas les sobrevivían. Marco Aurelio le dedico un templo y fundó un
colegio de huérfanas en su nombre (Puellae Faustinianae). Hoy, los
historiadores desechan los dimes y diretes que corrieron sobre el
comportamiento de Faustina.
La represión del cristianismo, que se dio en
algunas provincias (matanza de Lyón) es un hecho sorprendente en la política de
este emperador filósofo y humanitario. No sabemos si leyó las apologías del
cristianismo que se le enviaron (Atenágoras, Justino). La única referencia a
los cristianos en sus notas hacen referencia a su desprecio fanático a la
muerte. Puede que les considerara una secta de enemigos del Estado, y que por
ello cediera a la excitación popular, en los sucesos crueles de la Galia
Lugdunense en 177. Para Marco Aurelio, el servicio al Estado era un deber
sagrado.
No obstante, su filantropía, su cosmopolitismo, le aproximaba al sentir cristiano, pues sentía como un
deber de piedad amar incluso a los que nos ofenden. Practicó más de una vez la
generosidad del perdón. Pero el filósofo desdeñaba las promesas de una
recompensa ultramundana. Como escribió U. Wilamowitz: Marco Aurelio tenía la fe
y tenía la caridad; lo que le faltaba era la esperanza. Su fe era racionalista
y su caridad gratuita. El estoicismo tardío sólo ofrecía una resignación
desesperada frente a la sociedad y la historia, un ideal de sabio feliz en su
autarquía apática, en su serenidad aristocrática, una imperturbabilidad distante
y fría, un botiquín de primeros auxilios espirituales. Pero no ofrecía esperanza. No espera nada del futuro, todo se repite. El arte de vivir es una
lucha en la que seremos derrotados sin remedio, porque la Razón universal, esa
providencia divina y cósmica, sólo atiende al bien del conjunto y de la
totalidad. Para la Naturaleza, el individuo es nada, la vida en este planeta, menos que nada.
“Todo lo que pertenece al cuerpo, un río; sueño y vapor, lo que es propio del alma; la vida, guerra y estancia en tierra extraña; la fama póstuma, olvido. ¿Qué, pues, puede darnos compañía? Única y exclusivamente la filosofía. Y esta consiste en preservar el guía interior, exento de ultrajes y de daño, dueño de placeres y penas, sin hacer nada al azar, sin valerse de la mentira ni de la hipocresía, al margen de lo que otro haga o deje de hacer; más aún, aceptando lo que acontece y se le asigna, como procediendo de aquel lugar de donde él mismo ha venido” (II. 17).
Marco Aurelio no es un filósofo original ni complicado.
Reduce la filosofía a ética, pero tampoco pretende ser un maestro de virtud. Lo
más atractivo en él puede que sea la sinceridad y ese descontento interior que
expresa la dialéctica entre el emperador que no tiene más remedio que ponerse a
la cabeza de un sistema de dominación brutal para salvar al Estado, y el sujeto
moral que quiere eludir todo compromiso para alcanzar la beatitud. Más monótono
y gris que Séneca, “torero de la virtud”, menos ágil que Epícteto y más
pesimista, hay en Marco Aurelio una tonalidad pascaliana y un presentimiento
del rigorismo kantiano en su intento, tan cerebral como cordial, por aferrarse
a una explicación del mundo que le permita vivir con dignidad, incluso si ésta
no le hace feliz. Recordemos aquella tremenda sentencia de Kant: “La majestad
del deber no tiene nada que ver con el goce de la vida” (KpV, V, 89). El fin de la vida moral, tanto para Marco Aurelio como
para Kant, no es la felicidad, sino la dignidad.
A pesar de su renuncia al utopismo y al dogmatismo, y su
desdén hacia las fórmulas abstractas, Marco Aurelio asume algunas creencias
propias de la escuela estoica:
1. Composición tripartita del hombre en cuerpo (soma, sarx), alma o principio vital (psique, penuma) e inteligencia (noûs). De las tres, la tercera es la
específicamente humana y constituye el elemento divino interior (daímon, genius): principio director y guía de nuestra vida. La conducta
recta exige que el noûs no se deje perturbar por las otras partes.
2. Muy en la línea de Epícteto, en segundo lugar lo
importante es saber qué cosas dependen de nosotros y podemos mejorar, y cuáles
no, cifrando la felicidad en las primeras.
3. Un tercer principio es la sumisión del individuo al
conjunto, la adaptación al cosmos, regido inmanentemente por un designio divino
y racional, por un finalismo de la naturaleza. El concepto estoico de
providencia enlaza con las nociones de continuidad
de la naturaleza y simpatía universal,
así como presupone la identidad de Dios y
el mundo.
No hay más que una sustancia común diseminada en una infinidad de
cuerpos particulares. Sólo existe una vida distribuida en una infinidad de
cuerpos limitados. Marco Aurelio habla del “vínculo sagrado” que liga todas las
cosas y según el cual todos los seres concurren a la armonía del mismo mundo. Nos invita a concluir que “todo lo que ocurre ocurre justamente”. La
Providencia no tolera el mal, el mal no es más que la obra del insensato, el
resultado de la locura humana… Lo que pasa es que muchas cosas que tomamos por
males no lo son en absoluto, como el dolor, el olvido o la muerte.
Si lo importante es el conjunto, el sabio no se proclamará
ciudadano de una sola ciudad, sino ciudadano del mundo. El cosmopolitismo
estoico es así la traducción de la simpatía universal al plano moral y social, pues el mundo es también una ciudad.
[1]
“Ta (Biblia) eis heautón”, es el título más antiguo de los doce libros de Notas, apuntes
personales o soliloquios que
escribió el emperador Marco Aurelio en sus últimos años de vida, mientras
defendía a Roma de las acometidas de los bárbaros en la frontera del Danubio.
La edición que manejo es la de Gredos, traducción y notas de Ramón Bach
Pellicer, Madrid, 1977.
Otra bibliografía consultada
J. Brun. El estoicismo, Cuadernos Eudeba, Buenos Aires, 1977.
Walter Pater. Mario el epicúreo. Valdemar, Madrid, 2006.
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